Leemos a Walter Benjamin en este verano cordillerano del sur del mundo. Necesitamos la precisión lingüística, un cincel que esculpa siluetas dignas de Bernini en el batiburrillo de la ambigüedad, la delimitación de significados que nos hagan sobrevivir a la niebla de mediodía. Vivimos más allá del ateísmo, en una nebulosa de incertidumbre. Sin quejas, sin ruegos, sin solicitudes de gracia, y a veces hasta felices. Es el sitio apropiado para el vagabundeo de una mente libre, inquieta, hambrienta de explicación y sentido. La única esperanza está depositada en saber algo más, en que los membrillos maduren fortalecidos en abril, en el deseo de que cada día nazca y culmine sin la estridencia amarga de un nuevo dolor.
Enero se despide con fumarolas volcánicas y luna soberbia. Se imponen amarillos amarronados de hierba agonizante, algodonales de nubes acariciando las montañas más altas. Se deshidratan los últimos maquis y los durazneros plantados por los antepasados empiezan a imponer la frescura de sus frutos maduros. El campesinado se deleita en las noches con las cumbias rancheras, con los imitadores de cantantes famosos. La plaza de armas de San Fabián bulle de gente comiendo anticuchos, helados de nieve, mote con huesillo y licuados de frambuesa. Es la vida sin prisa de esta aldea de dios y del diablo.
Fotografía: Daniela Fuentes Candia