Como Pedro por su casa

La luna se cuela por la rendija de una nube. Los nogales desnudos reciben su escuálido baño de luz. Llegan aromas de laureles quemados, de charqui chamuscado en rescoldos proletarios. El invierno de nuestro descontento no ha sido pródigo con las letras. Muchos ánimos se disuelven en cafés fríos, en neblinas tempranas. Los libros se acumulan sobre el velador. Todos comenzados y ninguno avanzado. Los archivos digitales corren la misma suerte. La locura por sobrevivir nos lleva a desbarrancarnos curva por medio. Quejarte no está permitido en ningún contrato, por eso metes cuñas de dolor en tus letras. Quizá allí seas absuelto. Jamás comprendido. Y de paso darás una patadas a la maleta. De madrugada avanzamos en Perorata del insensato de Sánchez-Ostiz. La voz de un pintor desquiciado, el escrutinio de una época de mil putas. El hielo de la madrugada consume los leños como boletas de garantía. La guardia está baja y hay tanto silencio que los fantasmas del pasado entran como Pedro por su casa. 

Imagen: Lithogaphs Kees van Dongen



Porque está ahí

Werner Herzog filmó Cerro Torre en los 90. La cumbre más difícil del planeta no podía dejarlo indiferente. Tampoco la controversia sobre si fue Maestri el primero en conquistarla en 1959. Escalar Cerro Torre parece tan irracional como pretender filmar la hazaña.  No puede verse con ojos convencionales. Y sin embargo la pregunta siempre nos está tocando el hombro. ¿Por qué? Gordon Leigh Mallory, probablemente el primer hombre que llegó a la cima del Everest en 1924, pero que no vivió para probarlo, atinó a responder en una conferencia previa: Porque está ahí. Respuesta sin réplica, que retorna como un boomerang hacia las catacumbas de la mente del propio Mallory. La cofradía que lo intenta parece querer estirar la cuerda de lo posible. Sacudirse la modorra mortuoria de la rutina. Contemplar la belleza del universo desde un lugar inaccesible.

Imagen: Cerro Torre

No se admiten preguntas


Domingo somnoliento. Una agonía indescifrable envuelve el valle, una agonía que parece estar sólo en mi retina, porque las personas pasan como mutantes felices. Caen pétalos, muchos pétalos, como daños colaterales de guerrillas aéreas de chincoles. Escucho a Satie, sorbo un mate amargo y abro Conjeturas sobre la memoria de mi tribu de José Donoso. Lo empezó a escribir días después de concluir Donde van a morir los elefantes. No sabe exactamente lo que va a escribir pero siente la necesidad de volcar su pluma. Intenta explicárselo como un desvarío entre su último libro y la muerte, un último ajuste de cuentas, un escrutinio frente al espejo, un cruce con las desgastadas fotografías de las generaciones precedentes, para justificar su camino, sus tropiezos, el amor y la furia diseminada. ¿Por qué llegó hasta ahí, hasta ese momento, hasta esa edad? ¿Cómo empezó todo? ¿Dónde se produjo esa fisura social entre un destino convencional y su solitario bregar de escritor? "No tuve libertad de elección -dice Donoso- porque un escritor no elige ni su voz, ni su mundo, ni su protesta, ni su modo de manifestarla; lo que fue creciendo desde mis palabras, pronto lo comprobé, estaba asignado desde antes que yo naciera, atándome a cierto dolor de perfil inconfundible..." 

Vuelvo a Satie, a otro mate, a espantar el polvo que sigue cayendo sobre el escritorio, sobre mi cabeza, sobre mis hombros, como paletadas oblicuas de muerte. Miro al espejo sospechosamente, veo mi rostro, mi barba, los estropicios del tiempo en mi expresión. Parezco un monstruo. Me doy miedo. Mi mirada no admite preguntas.

Inventario de la memoria I

 
Habla memoria. Di algo. Permite escribirlo. Dejar constancia de haber vivido. Sé que conservas humaredas de hojas, castañas enterradas en la hierba, senderos de conejos ladrones, sudor vaporoso de caballos alazanes, atadillos de espigas detrás de puertas grasientas, pósters desteñidos de divos futboleros, llaves oxidadas que contribuyeron a regar huertos extintos, bandejas con chilenitos, rumor de eucaliptos, liquidámbares rojos, escobas de retamo para estropear telarañas, tinajas volteadas que acumulan hojas podridas de parra, chupallas de espantapájaro, callanas para tostar trigo, tarros con lienza para pescar pejerreyes, y siluetas, demasiadas siluetas. No vayas tan rápido. Quiero ver sus rostros. Recordar el motivo de su expresión...

Llueve atardeciendo. Hay que guardar mesas y sillas. Recoger los membrillos. El gato no ha cenado. Un gallo cimarrón duerme sobre el níspero.

Imagen: Carlos Bernasconi

Irrational Man

Tarde gris de encierro y mate dulce. La chimenea consume a media máquina trozos de pellín. Campesinas de manos rugosas y rostro aporreado pasan vendiendo pajaritos y calzones rotos. El desempleo invernal se ataca en la cocina. Los esnob venden sushi a través de sus páginas de Facebook. La cosa es no quedarse de brazos cruzados. Almorzamos temprano. Arroz con verduras, estofado de pescado y un brindis con vino barato por Dostoievski. Frugalidad culinaria en veinte minutos para aprovechar la breve tarde de mayo. Hurgamos en los sitios de cine. Consensuamos Irrational Man de Woody Allen. Joaquin Phoenix interpreta a Abe, un filósofo alcohólico deshojado de razones para vivir. Dicta clases por inercia e intenta avanzar inútilmente en un libro sobre Heidegger. Nada lo conmueve. Nada lo hace remontar. El sexo no lo seduce. La amistad con una de sus alumnas es un mero transcurrir. Hasta que un incidente fortuito lo saca de su letargo. En la mesa contigua de un restaurante escucha a una mujer sufrir por el daño que a ella y a sus hijos le provocan las decisiones de un juez. Asesinar a ese juez desalmado le resulta motivador al protagonista. Eliminar a una cucaracha que hace daño a personas inocentes lo considera un acto digno de ser asumido.  Lo que viene a continuación es el enfrentamiento entre dos posturas antagónicas frente a la vida. Por un lado la moralina convencional del stablishment y por otro la ética única y personal del profesor justiciero. Lo claro es que a cierto nivel reflexivo pasas a ser tu propio conductor y en ese punto no hay nada ni nadie que pueda disuadirte.

Levedad ambulante

Cuando pasan los días y no tengo tiempo para sentarme a leer un buen libro, siento que me convierto en una levedad ambulante, sin médula, sin peso específico, incapaz de generar pensamiento propio, de alimentar la voz literaria, o siquiera de construir un cacharro inútil. Llueve a cántaros. Hemos llegado saltando sobre pozas. En el camino compramos hallullas donde Jiménez. Nos sacamos las parcas mojadas. Tatón quiere entrar pero está convertido en un estropicio perruno. Gusta de perseguir a los pollos bajo la lluvia y se embarra y se pincha de zarzamoras. Lorena prepara café. Esparzo galletas de avena sobre un pocillo y me apresuro a abrir un libro, cualquier libro. Es mi oxígeno, mi píldora, mi evasión ante todo lo miserablemente fútil que hay sobre la tierra.

Cachivaches literarios

La vida cotidiana nos provee de abundantes cachivaches literarios. Batiburrillos de cosas que nadie entiende, que pertenecieron a otras vidas, a otra época, probablemente acariciados por espíritus nostálgicos,  barnizados de memoria en disolución...


Fotografía: Jorge Muzam



Percepciones antagónicas sobre la dignidad humana

Del abuso explícito se pasó al cinismo, a la risa de hiena, que acecha, que mordisquea a traición y abusa doblemente. Lo dice Ferrufino respecto a la Bolivia de Evo, lo enfatiza Lorena sobre su Argentina desguazada por el macrismo y lo reitero respecto a Chile y esta tropa de extremistas neoliberales que nos tienen a medio morir saltando. Parece un fractal de la desvergüenza. Lo peor se atrinchera en los puestos políticos, no en la política que es tarea de todos. Guerrilla retórica, incendiaria, donde nunca estaremos de acuerdo, porque los intereses son antagónicos y la percepción ante la dignidad humana es diametralmente distinta. 

Siempre irás engañado


Creemos comprender a Kinski cuando una mujer negra lo inquiere por sus andrajos, por su ausencia de brújula, por su porvenir:

¿Por qué vas descalzo?
No confío en los zapatos.
¿Por qué vas a pie?
No confío en los caballos.
¿Por qué vas solo?
No confío en las personas.

Quisiéramos tocarle el hombro para advertirle que siempre irá engañado. Que lo traicionarán nubes y hombres. Si pudiera él nos diría lo mismo.

“El diablo es blanco. La muerte es blanca. Todos los blancos están medio muertos” dice el vocero del rey loco de Dahomey.

Kinski masculla: "Aquí los muertos estamos más vivos que los vivos".

Su último engaño será el espejismo de la nieve más allá de un bote inmóvil.

Tecleos de máquina oxidada

Leo a Bruno Schulz, escucho jazz, bebo café, dibujo caricaturas sin levantar el lápiz, se me hielan los pies, salgo a tomarle fotos a los bancos de niebla que se adhieren a las quebradas. En el camino pruebo ciruelas bañadas con rocío cordillerano y mastico el amargor de una hoja de naranjo. Atravieso cercos de púas, descampados con vacas melancólicas, lontananzas disueltas en colores de Turner, de Constable, de Van Gogh. Piso heno podrido, zarzales tiernos, hormigas argentinas, voy algo rápido, como deshaciéndome de la opresión de mi pecho, huyendo de los buitres que me sobrevuelan con la servilleta puesta, imponiendo restricciones severas a los devaneos irresponsables de mi mente. El dolor debe escamotearse antes que pulverice lo poco que va quedando. Los perros flacos le ladran a los conejos burlones. Las gallinetas desfilan contra el sol. Los exasperados gansos buscan a sus dueños para espetarle su hambre. Levanto los ojos hacia la bruma. Las montañas desaparecen si nadie las necesita. Nuestra condena consiste en transportar la tristeza y la alegría a todas partes. Si asciendes la condena se superlativiza. Un murmullo de abejas persigue mi mente. La envuelve, la atrapa, la convierte en miel de cocodrilo. Apurarme no es suficiente. Todo lo que tengo es esta acumulación de palabras, tecleos de máquina oxidada, carpinteros obcecados en un abedul muerto.
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