Tarde gris de encierro y mate dulce. La chimenea consume a media máquina trozos de pellín. Campesinas de manos rugosas y rostro aporreado pasan vendiendo pajaritos y calzones rotos. El desempleo invernal se ataca en la cocina. Los esnob venden sushi a través de sus páginas de Facebook. La cosa es no quedarse de brazos cruzados. Almorzamos temprano. Arroz con verduras, estofado de pescado y un brindis con vino barato por Dostoievski. Frugalidad culinaria en veinte minutos para aprovechar la breve tarde de mayo. Hurgamos en los sitios de cine. Consensuamos Irrational Man de Woody Allen. Joaquin Phoenix interpreta a Abe, un filósofo alcohólico deshojado de razones para vivir. Dicta clases por inercia e intenta avanzar inútilmente en un libro sobre Heidegger. Nada lo conmueve. Nada lo hace remontar. El sexo no lo seduce. La amistad con una de sus alumnas es un mero transcurrir. Hasta que un incidente fortuito lo saca de su letargo. En la mesa contigua de un restaurante escucha a una mujer sufrir por el daño que a ella y a sus hijos le provocan las decisiones de un juez. Asesinar a ese juez desalmado le resulta motivador al protagonista. Eliminar a una cucaracha que hace daño a personas inocentes lo considera un acto digno de ser asumido. Lo que viene a continuación es el enfrentamiento entre dos posturas antagónicas frente a la vida. Por un lado la moralina convencional del stablishment y por otro la ética única y personal del profesor justiciero. Lo claro es que a cierto nivel reflexivo pasas a ser tu propio conductor y en ese punto no hay nada ni nadie que pueda disuadirte.
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