El calor veraniego se ha vuelto a ensañar con el valle. Llegan noticias desesperadas desde Coelemu y Nacimiento. El infierno adelantó la partida. Hogares cremados, carros de bomberos encerrados entre las llamas.
Horas, semanas y meses se esfuman como vaho de media mañana. Lo que pospusiste ayer será pasto de nadie. La memoria tiene exceso de archivos y carencias secretariles. Hace algunos días me propuse sistematizar mi producción literaria. Minar las fronteras de mi espacio personal. Sacarme la pesada carga de guerra de las batallas que ya no di. Rasguñarle momentos a la sobrevivencia, porque de alguna forma escribir es también sobrevivir, dejar constancia, medicinarse, vengarse, arremeter. Algo tarde, por cierto que sí.
No significa escribir La Guerra y la Paz cada jornada. A veces solo un dictado de los útiles del escritorio, meros oficios burocráticos de lo que quisieras hacer algún día, paranoias íntimas respecto al transcurrir de los afectos. Mi mente está en tantas partes a la vez, acariciando, abrazando, conduciendo, maldiciendo, anteponiendo el cuerpo holográfico como escudo para que nadie dañe a los propios.
Debatimos a través del chat con Claudio Rodríguez acerca de la obra de Ferrufino. Ambos lo consideramos un gigante. Para mí es el mejor en su categoría, junto a Sánchez-Ostiz y Cingolani. Pero Cingolani además es un dios, la perfección hecha amor. Solo podemos admirarlo, y sentir su fe como propia. En cambio Ferrufino es desgarradoramente humano, contaminado, rabioso, un sibarita triste que degusta delicias y brinda con los fantasmas mientras su barca sigue naufragando. Un kamikaze nihilista que se incinera con lo que ataca y con lo que ama. Más cercano al demonio Céline, tenemos la convicción de que la honestidad de su poesía, compuesta de amaneceres, resacas y enaguas en el piso de amantes extranjeras, le permitirá tramontar las llamas y neblinas de la historia. Hemos sabido que se apronta la publicación de su obra completa, que por si sola sustentaría el más merecido Nobel. ¿Por qué tan pronto? Lo consideramos aún joven, un capitán curtido de Jack London prestó a arponear mil sabandijas. Elucubramos que quizás sienta su pecho oprimido, la caballería roja no ha vuelto por él, ronda el ajedrecista de Bergman, el tiempo pues, la vida que se desgaja, que se acorta, que desaparece. Gracchus se distingue en la lejanía.
Desgarradoramente cierto y humano. Aunque no queramos desgarrar nuestras vestiduras, el traje se nos cae solo. La poesía nos ayuda a respirar. Apostaré siempre por ella.
ResponderEliminarEstoy descubriendo tu blog, Jorge, me gusta y me quedo.