Arthur Koestler se alejó hastiado de la política. Enfangado en la trifulca ideológica de su época, pensaba que solo había conseguido hacerse de multitud de enemigos y que sus reflexiones no habían servido para nada. Nabokov hizo lo mismo en su momento. No era comprendido por emigrados rusos ni occidentales. La idealización del comunismo soviético tan de moda entre la intelectualidad europea lo había tachado de reaccionario, de excesivo. Sin embargo, la historia le daría la razón a ambos.
La reflexión política en Chile, mi país, es escasa. Lo que expreses en público o lo que publiques al respecto no pasa de ser mirado de lejos con cierta sorna o con mayoritaria indiferencia. Sobretodo si no le genera dividendos a nadie. Somos un pueblo intelectualmente desnutrido, retóricamente cantinflero y de moral muy dudosa (nuestros políticos de oficio pueden dar plena fe de ello), aunque nuestra principal característica nacional es la de ser ventajeros y vivarachos. Te consideran amigo dependiendo de cuanto provecho puedan sacar de ti. Todos están al acecho como ratas golosas, desde analfabetos a postdoctorados, expectantes ante la cantidad de queso que le pueden quitar al de al lado. O a cualquiera, da lo mismo, lo importante es que no acabe el día sin dar una buena mordida. Algunos opinan que es una consecuencia inevitablemente lógica del neoliberalismo, por haber sido los conejillos de Indias de un sórdido experimento mundial. Cortaron nuestras arterias solidarias, nuestra rectitud, nuestro honor, y nos afilaron los colmillos del botín, nos desguarnecieron de toda ética, nos lumpenizaron. Otros creen que es el desbande oportunista de los que por generaciones vivieron en la mayor precariedad. Es decir, antes no éramos muy distintos, pero no había a quien quitarle algo porque a ras de pueblo casi todos eran unos miserables. Lo tradicional era que en la derecha se cocinaran las fortunas mientras que en la izquierda se cocían las habas. Unos acaparaban usando toda su potencial malicia y otros eran mayoritariamente ineptos, corruptos y camorreros. Parecía una constante, una predominancia de la retorcida condición humana por sobre la buena intención de unos pocos idealistas de la democracia. Sin embargo, Chile hoy da demasiada vergüenza. El fango del avivamiento sigue subiendo, más arriba de las rodillas, más arriba del corazón y hasta del hocico. Nuestro largo territorio es un lodazal pútrido que ensucia también a los honestos. La sospecha se abalanza sobre la población como una mantarraya siniestra. La sospecha, que es la defensa olfativa de los honestos también es el arma de los deshonestos. Que todos parezcan culpables para que ninguno sea culpable. La consigna es: roba a manos llenas y luego te escondes entre el tumulto de la prensa controlada que día a día entreteje entuertos para alejar la atención ciudadana de los grandes ladrones de la oligarquía. Qué tremendo espectáculo se vive en Chile. Probablemente ni Shakespeare ni Ionesco ni Beckett ni Darío Fo se lo habrían imaginado. La más extravagante tragicomedia humana se estrena con actores que a menudo ni saben que lo son.
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