Sucede que a veces pierdo el gusto de leer solo. Antes me era imperioso alejarme de bípedos y cuadrúpedos, de aparatos electrónicos, del bullir cotidiano. Es verdad que casi nunca lo lograba pero al menos hacía el intento. Así fue como leí unos cuantos clásicos. No a todos, pues mi carácter es del tipo resentido, un mascullador de maldiciones múltiples y se dispersa muy fácilmente. Mi adn cultural contiene, por tanto, numerosas omisiones, oportunistas resúmenes y chapucerías de todo nivel. Las compenso como lo haría un maestro chasquilla, con más entusiasmo que exactitud. Mi tiempo lector no residual se circunscribe a las madrugadas, a los preámbulos del alba, y solo si es que no he bebido demasiado vino, pues en tal caso me da por escribir sentimentalismos horrorosos que luego destruye mi yo más sobrio.
Hoy necesito compartir este paseo por las letras universales con Romina. Ya hemos dialogado con Joseph Roth, Bashevis Singer y Nabokov. Hemos igualmente diseccionado el marxismo, el posmarxismo, el postestructuralismo, el postcapitalismo, el cantinflerismo neonazi, el ecologismo profundo, el feminismo radical, la indignación como motor sin ruedas, la anarquía como hermandad de iguales, sus posibilidades en un mundo oscurecido de cortoplacismos banales. Lo hemos hecho de noche, muy tarde, con mates amargos y galletas de vino. Seguiremos haciéndolo. Nuestras inquietas mentes escrutinan y disfrutan las grandes obras, olfatean innecesarias ralentizaciones narrativas, personajes fútiles o mal pincelados, tercerillos entrañables, colores de mil tonos, tanteos exploratorios de la contradicción humana, la probabilidad de dios, la improbabilidad también, el por qué de las nubes sonrosadas, la sabiduría expuesta en todas las formas permitidas por el relato y el sueño del relato.
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