Varias veces se los he comentado. Hay escritores que necesito leer tal como si escuchara la más selecta de las músicas.
Obedece a una necesidad. Mis ánimos son fluctuantes. Hay escritores en los que encuentro compañía, como si me contaran siempre la misma buena historia en un bar de borrachos con un triste jazz de fondo.
Hay otros donde sólo veo gimnasia racional, lógica, circunspecta. Los busco cuando necesito un tono frío de pensamiento. Entre ellos, Umberto Eco, Italo Calvino, Mario Vargas Llosa o Michel Houellebecq. Este último es un payaso sarcástico que toma sol en el polo y se folla de vez en cuando a uno que otro pingüino.
Pero es a los musicales a los que más recurro, aunque sea releyendo sus comienzos, una página en el medio, o un final. A veces sólo miro sus tapas, o sus títulos verticales, sin siquiera sacarlos de los anaqueles, y sé que están ahí, muy cerca, y como recuerdo fotográficamente sus páginas los voy leyendo en mi pensamiento. Escritores musicales, a los que siempre vuelvo, Paul Auster, Henry Miller, John Steinbeck y Stefan Zweig. También incluyo a poetas como Pablo de Rokha o Ezra Pound. Son mis amigos muertos. Viven en mí. Son muchos más, pero me alargaría demasiado.
Hay escritores, digamos la mayoría, que no son ni lo uno ni lo otro, porque sólo alcanzaron a escribir correctamente naderías, narraciones de taller, como pintores mediocres que reproducen siempre la misma pintura y la venden en la plaza pública, o músicos que optaron por aprenderse canciones de moda e interpretarlas en los casamientos.
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