A comienzos de los noventa me fui a estudiar Literatura a Santiago. Como carecía de un círculo social que orientara mi tiempo libre, tuve que improvisar mis propios pasatiempos. Entre ellos, el que más me agradaba era dedicar la mañana de los domingos a recorrer las ferias callejeras. En Santiago abundan y suelen tener kilómetros de largo. Allí se vende de todo lo imaginable, desde motores de camiones, braguitas diminutas, herramientas oxidadas, juguetitos de McDonald's hasta chaquetas de cuero robadas. Pues en aquellos días, mi único interés para levantarme tan temprano era salir a buscar libros y revistas usadas.
En la casa donde vivía no entendían esa extraña costumbre, sobretodo cuando me veían llegar con bolsas llenas de revistas y libros. Era mi única entretención. Al menos la que más me importaba. Apenas llegaba, desempacaba ese tesoro, les sacaba el polvo o cualquier tipo de suciedad, los parchaba, me llevaba un café al escritorio y los leía con tanta atención que me olvidaba del resto del mundo por varias horas.
En esa casa me miraban como un creído, porque rehusaba asistir a las borracheras nocturnas de la noche del sábado en la casa vecina. Y no es que estuviese contra las borracheras, o que no simpatizara con los bebedores, sino que no me entusiasmaba la idea de emborracharme para hablar solamente de fútbol o carreras de autos. Tampoco me gustaba pasar el día domingo recuperándome de una feroz resaca.
Tras terminar de leer ese tesoro, y ya como a las 6 de la tarde, me largaba velozmente al cine Normandie a ver alguna película de su siempre selecta cartelera. Eran mis tres siguientes y amadas horas de soledad.
A veces me encontraba con algún conocido o ex novia a la salida, y nos íbamos a tomar un café o una cerveza en los boliches abiertos de la Plaza Bulnes. En una ocasión me encontré con Alicia Cornejo. Llevábamos ya algún tiempo separados, pero eso no impidió que nos deslizáramos hasta los oscuros prados de la Plaza Almagro donde hicimos el amor al mejor estilo de la película Antes del amanecer.
En un par de ocasiones me encontré con Claudio Rodríguez, y aproveché de mostrarle mis últimas notas de escritor (en ese entonces Claudio ya se había marchado a Talca a estudiar Derecho) Nos reímos, recordamos a los extravagantes vagos de nuestros primeros tiempos universitarios y nos despedimos tras beber una malta.
Habitualmente volvía tarde a casa, casi en la madrugada, y sólo a acostarme y a dormir profundamente.
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