Los días pasan...


He ido perdiendo el escaso placer que me deparaba publicar mis sucesivos textos. Desconozco las implicancias de la situación. Como un sol que se apaga por cierre de temporada. Un ego desarmado que se hunde en el río Ñuble con un paraguas azul. Solo se que hoy prefiero escribir en mi Diario de una rata soldado. Ese blog desprovisto de lectores. Mi confidente silencioso, que no masculla, que no sugiere, que no resuelve ni me halaga ni me ataca.

Voy levemente incómodo sentado en un proceso de tercera clase. Hay temas que ni al diario puedo contarle. La vida depara numerosas CIAS, FBIS y STASIS que seguirán atentas a tu espectáculo, esperando nuevas caídas, anotando perspicaces cada posibilidad que aumente la causa de tu condena.

Lo otro, lo anterior, el reguero de letras enfiestadas o malheridas, parece una simple letanía que quedó en el camino. La mayoría en mis blogs, escasamente actualizados. La ultima columna que conservo en Estados Unidos, y a la que envío artículos tarde, mal y nunca. Los amigos bolivianos de Inmediaciones con los que estoy en deuda culposa.

Los días se sobreponen sin demasiada decencia. La niebla de la tarde tiene esencias de bomba lacrimógena, pinceladas de gas mostaza, escenificación de Stanley Kubrick. Derechas criminales. Izquierdas pelotudas. Los bolsonaros y piñeras fueron enaltecidos por la condición humana, y frente a eso no queda mucho por hacer. ¿Qué caperucismo se le contará a los niños venideros? 

Cingolani


Ayer vi nuevamente Cobra Verde para recordar las buenas frases de Chatwin. Resumir la condición humana en un bote encallado. Las revolcadas de Kinski. Las olas con sus arbitrarios mensajes de espuma. Y sobre todo para recordarte a ti, querido hermano. Tras el golpe de estado te perdí la pista a los pocos días. Los milicos bolivianos te escracharon. Alcancé a ver el vídeo de esa mafia de gorilas. De la noche a la mañana volvió el odio de la extrema derecha, las biblias embaucadoras, las hienas aprovechadoras de siempre. Y Bolivia se fue una vez más al carajo. Todo lo peor de allá y acá se vio estelarizado en sus medios, rimbombancias y farándulas, soplonajes y venganzas, meretrices y psicópatas autonombrados.
Hoy no sé qué pensar. Como me inclino a ver luces de Nolde más allá de cualquier horizonte, tengo la certeza de que estás vivo, quizá escondido, quizá maltratado, pero vivo. 
Y allá donde estés, y sé que lo sabes, y cuando veas esto, te abrazo siempre, y te he de contar que acá la dialéctica de la historia sigue al rojo, y no hay pa' cuándo se calme. Estamos con nuestras armas metafóricas aceitadas de matices ingeniosos para proseguir la batalla de los siglos. 
Ven cuando puedas. Con el disfraz que amerite. Acá te esperamos con fogata y guitarreos junto al Ñuble, y también un enguindado muy rechucha para espantar tanto demonio.

Trizaduras


Hay trizaduras en mi espíritu. Prioridades convirtiéndose en arenilla. Perspectivas que solo tienen cabida en un guión circense. Recurro a Mozart de urgencia. Un poco de oxígeno. Una medicina. Una sobredosis. La ventanilla de la alegría está cerrada. Arguyen licencia psiquiátrica. Qué tal un tango de madrugada. Aroma de acacios florecidos. Vino tinto por si amanece. Pido a los dioses un consejo. Me recomiendan el tepuy más alto. Una poema de Robert Frost. Y abajo la niebla. 


Mentes que dialogan


Mi vida ha sido un constante diálogo con otras mentes. Diversas, lejanas y probablemente tan solitarias como la mía. Enlazo cientos y miles de años en pocos fragmentos. Confío en el sentido alcanzado de ciertas traducciones. Comprendo los contextos, los pie forzados de época. La miseria que acecha al escriba. Que direcciona. Que interrumpe. Que socava. No siempre el diálogo es concluyente. Suelo volver a la misma mesa donde se reparten naipes Joseph Roth y Stefan Zweig. Observo y aprendo. Admiro queriendo. Sutil juego de manos. Miradas que traspasan inviernos brumosos, que elucubran el destino de estrellas fugaces, que acarician el alma con un simple pestañeo.

Es una mañana fría de octubre. Los pastizales siguen blanquecinos de escarcha. No se ha disipado la humedad de la última lluvia. Se mezcla el aroma de cerezos florecidos con el de ovejas empantanadas. La brisa trae rumor de inquietud de perros amarrados, de guerrilla de tordos y zorzales, de aleteo enfiestado de gallos en primavera.

Lafourcade


La semana ha traído malas nuevas y granizos. Truenos esporádicos. Carraspeos del altísimo. La nieve despliega su blancura hasta los faldeos del Malalcura. Siguen naciendo borregos en el valle y San Fabián se convierte en gran maternidad de balidos. En agosto debiera expirar el invierno más crudo, pero a estas alturas el clima resulta impredecible. La leña empieza a agotarse, o más bien el dinero para comprarla. Solo queda resistir, hacer flexiones de saltimbamqui ante un escenario vacío, recordar los amores de juventud para que el corazón se calefaccione, o a las amantes con velo archivadas en el secretismo de un caballero. 

A través del chat desnudamos con Claudio Rodríguez nuestra tristeza por la muerte del escritor Enrique Lafourcade. Allá por el 91 cuando nos conocimos en el Pedagógico era tema recurrente de pasillo y tomatera. Lafourcade era el tío abuelo presente como holograma o espíritu en cada conversación de aspirante a escritor. Un pugilista literario a lo Jerry Lewis, que provocaba, se escabullía y daba brincos de payaso. Al menos así lo venía haciendo desde varias décadas atrás sin que contendor alguno lo dejara en la lona. Nosotros éramos (o nos considerábamos) la transición literaria. La perduración y el cambio. La inflexión hacia las letras contaminadas de ruido, furia y belleza. La mezcla explosiva de todo lo precedente con una pizca de algo propio. Y a Lafourcade no podíamos dejarlo atrás, expuesto al polvillo, al desgaste, al silencio. Por eso lo trajimos hasta el presente. En forma de libro, de recuerdo, de conversación de curaos, de medalla de orgullo adosada al pecho. Entonces, por aquellos años, leíamos sus crónicas del domingo en los prados del Pedagógico, ese cóctel de letras entregado a las apuradas, saltarín, digresionista, divagador, que ponía en cada pozo de cocodrilo puentes de poesía, líneas aéreas de ocas, pelambres de buena y mala leche para resistir el hastío, y de paso divertirse, porque de qué otra cosa se podría adornar la futilidad de los días si no es con humor. No faltaron las escapadas hasta San Diego, buscar una esquiva oferta en las librerías de Luis Rivano, o ir hasta la propia librería del Rey Acab para calafatear nuestro escaso currículo con un saludo del maestro, o soñar con adquirir sus libros, porque siempre andábamos tan escasos de chaucha. Y entremedio de tanta batahola, reapareció por esos días la película perdida de Palomita Blanca, nacida de la dupla Lafourcade-Raúl Ruiz, que a esas alturas era un documento histórico, el frescor de la Unidad Popular intacto y sonoro, encapsulado hasta los tiempos de democracia, hasta el tiempo de nosotros, los tunantes del mundo líquido.

Se le extrañará Lafourcade. No creo que seamos demasiado sentimentales, salvo cuando se nos va un peso pesado del gremio, un pariente cercano de las letras. Usaremos sus guantes de boxeo con discreción, cuando la circunstancia lo amerite, priorizando políticuchos farsantes y pelagatos variopintos.




Desnudez de julio / Notas de San Fabián de Alico


Es el mes del aguanieve y los zorros tristes, de las curvas escarchadas de Las Mercedes. Nacen los primeros borregos. Escasea el pasto y la leña. El sol para los gatos. Los quiltros tiritan su mala fortuna. Los bichones sin techo huelen a azumagado. Julio es desnudez arbórea. Esqueletos de Caspar David con telón neblinoso. Pasan verduleros ofreciendo apio fresco, tomate nortino. Chicharrean rancheras desde las camionetas. L
as gallinas colloncas presienten agosto y se lanzan a poner como malas de la cabeza. Llueve copiosamente. Las ovejas se apresuran en buscar una guarida y el gran gallo rojo estira su cogote para que el agua se deslice más rápido por sus plumas.


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Fotografía: Lorena Ledesma

Omarcín


Hoy atropellaron a Omarcín, el pequeño yorkshire que alegraba mis días. Sabía gambetear la pelota. Mordía a las autoridades. Era un buen anarquista. Querendón y pendenciero. Quizá nos entendíamos por eso, o porque la luna caía oblicuamente sobre el lomo de ambos, sin mayor asunto que prodigar belleza en noches menguantes.

Lo llevé en brazos y le cavé una tumba en el huerto. Me despedí en silencio. Dos piedras azuladas en recuerdo de los buenos tiempos. Con la última paletada empezaron a caer las primeras gotas del aguacero dominguero.

Tatón, su amigo hinchapelotas, está con nosotros, adormecido en el sillón. Lorena lo acaricia.

No sé de qué tratarán los siguientes días. Quedó su balón rojo mordisqueado. Una casa solitaria bajo el encino. Mis onomatopeyas cariñosas al regresar del trabajo.

Oscurece. Llueve con mediana intensidad. Tatón sigue dormitando a mi lado. Busco películas en la red, sitios piratas que me provean de Godard o Mizoguchi. Solo encuentro trailers y artículos. Bebo un té de jengibre. Miel para endulzar. Junto letras con dificultad, desconcentrado, impasible. Quiero aprehender a René Char, pero la poesía se me desarma como hormiguero en estampida. Hay problemas con la llamita vital. Debí morir en Gaugamela.

Sabotear el olvido



Las madrugadas de mayo son frías. Primeras escarchas. Árboles en desnudez. Me levanto con noche, alentado por un gallo insomne con crisis de pánico. Intento hacer fuego. La poca leña que queda está mojada o verde. Un café simple, abrir novelas inconclusas y meterle color al asunto. Mis osadías narrativas se manifiestan de madrugada. El resto del día soy artesano o fontanero literario. Esculpo, desarmo, alterno, mejoro, elimino, pero a estas horas tempranas creo mundos nuevos, dejo a mi mente tirarse desde lo alto del Malalcura, planear sobre el valle, ser feliz con los colores, nostalgiarse con un horizonte que solo devuelve bruma azulada, mar en calma, barcos japoneses, la inmensidad de la llanura argentina, aromas de huertos en formación, bosquecillos de tulipanes rojos, y a ratos, morirse de tristeza por la imposibilidad de los tiempos recobrados.

Fotografía: Río Ñuble, San Fabián de Alico, Chile. Jorge Muzam

Desgarradoramente humano


El calor veraniego se ha vuelto a ensañar con el valle. Llegan noticias desesperadas desde Coelemu y Nacimiento. El infierno adelantó la partida. Hogares cremados, carros de bomberos encerrados entre las llamas. 

Horas, semanas y meses se esfuman como vaho de media mañana. Lo que pospusiste ayer será pasto de nadie. La memoria tiene exceso de archivos y carencias secretariles. Hace algunos días me propuse sistematizar mi producción literaria. Minar las fronteras de mi espacio personal. Sacarme la pesada carga de guerra de las batallas que ya no di. Rasguñarle momentos a la sobrevivencia, porque de alguna forma escribir es también sobrevivir, dejar constancia, medicinarse, vengarse, arremeter. Algo tarde, por cierto que sí.

No significa escribir La Guerra y la Paz cada jornada. A veces solo un dictado de los útiles del escritorio, meros oficios burocráticos de lo que quisieras hacer algún día, paranoias íntimas respecto al transcurrir de los afectos. Mi mente está en tantas partes a la vez, acariciando, abrazando, conduciendo, maldiciendo, anteponiendo el cuerpo holográfico como escudo para que nadie dañe a los propios.

Debatimos a través del chat con Claudio Rodríguez acerca de la obra de Ferrufino. Ambos lo consideramos un gigante. Para mí es el mejor en su categoría, junto a Sánchez-Ostiz y Cingolani. Pero Cingolani además es un dios, la perfección hecha amor. Solo podemos admirarlo, y sentir su fe como propia. En cambio Ferrufino es desgarradoramente humano, contaminado, rabioso, un sibarita triste que degusta delicias y brinda con los fantasmas mientras su barca sigue naufragando. Un kamikaze nihilista que se incinera con lo que ataca y con lo que ama. Más cercano al demonio Céline, tenemos la convicción de que la honestidad de su poesía, compuesta de amaneceres, resacas y enaguas en el piso de amantes extranjeras, le permitirá tramontar las llamas y neblinas de la historia.  Hemos sabido que se apronta la publicación de su obra completa, que por si sola sustentaría el más merecido Nobel. ¿Por qué tan pronto? Lo consideramos aún joven, un capitán curtido de Jack London prestó a arponear mil sabandijas. Elucubramos que quizás sienta su pecho oprimido, la caballería roja no ha vuelto por él, ronda el ajedrecista de Bergman, el tiempo pues, la vida que se desgaja, que se acorta, que desaparece. Gracchus se distingue en la lejanía.


La edad de la soberbia


Enero avanza hacia su epílogo. Los días abrasadores de San Fabián de Alico nos mantienen como gallinetas azoradas bajo las escasas sombras de una arboleda en declinación. Buscamos en las fruterías melones tuna, calameños, sandías, berries y pepinos, y los metemos en la heladera para devorarlos en las horas residuales que permite la sobrevivencia. El valor de los arándanos sobrepasa nuestros bolsillos proletarios. Los limones requieren cuentas bancarias.

Los campos aún conservan el pasto que proveyó la lluvia tardía del 2018. Las vacas están gordas para contento del campesinado. Las ponedoras de huevos azules siguen ofrendando su diario manjar a las onces estivales bajo el parrón. Los arrieros bajan de las montañas con manadas de chivos para deleitar el paladar de los veraneantes. Los duraznos empiezan a madurar. Se tinturan los tomates. Los frambueseros requieren más agua cada día. La abundancia de ciruelas criollas parece un saludo a la bandera de la naturaleza cordillerana. Avioletadas, rojas, amarillas. Nadie las aprecia, nadie las convierte en mermelada. Mover un dedo es considerado cosa de viejos pobres. Los chilenos parecen drogados con sobredosis de primermundismo, envenenados con telebasura, la ansiedad del aspiracionismo desbocado les carcome el espíritu, les achica los días, les torna desdeñosos ante lo simple, los enemista con los ritos fraternales que cohesionaban su comunidad. No hay traspaso generacional de códigos de convivencia, de formas amables. La palabra empeñada, la mera confianza, son asunto de épocas extintas. La soberbia sustentada en la ignorancia, en la envidia, en la mala leche, es la única hoja de ruta de peces grandes, medianos y chicos.




Décadas y siglos atrás


Romina preparó un kuchen de membrillo. Tiene el sabor de la ternura que se escenifica con la distancia, suavidad de tostada piel de marzo, textura de una caricia somnolienta de invierno austral. Pido a los dioses que bendigan su magia culinaria. Le aderezo una capa de miel de castaño. Mate amargo para espabilar demonios improductivos. Un ramillito de cedrón para pacificar la sobredosis de inquietudes del espíritu. Mi rostro permanece obcecado en la ventana que da a la cordillera. Mi mano como un catalejo para supervisar la cumbre del Malalcura. De pequeño esperaba que desde los remolinos de nieve aparecieran yetis, godzyllas y cucos de Dino Buzzati. Aún lo espero.

He madrugado para aspirar los aromas de enero, las flores húmedas del poleo, la lavanda en su apogeo. No han llegado pájaros operáticos esta mañana. Las tencas se fueron de farra. Los manzanos no acusan ni rumor de brisa. A lo lejos, los queltehues parlotean como en un bar de Joseph Roth. Ni ellos parecen entenderse.  

Abro el archivo de Joe Hisaichi, marchas nupciales de nubes grandilocuentes, anillos que se multiplican en un estanque de ranas contemplativas, hojas secas de platanero trituradas por un poeta descuidado. Cada nota es un haiku que araña el corazón, latidos de un alcanfor centenario, hologramas del Yo-Niño que aparece y desaparece en un bosque de nunca jamás.

Los periódicos no traen buenas nuevas. Solo miseria moral, tergiversaciones malintencionadas, fascistismos travestidos con mantos de pureza. No hay acápites para la generosidad humana, anexos para el lado de la condición humana que sigue resistiendo a la inmundicia de la historia.

El sol se alza pegándole codazos a las nubes. Es hora de iluminar el valle de Alico, darle un manto turquesa al río Ñuble y vitaminizar los durazneros que se aprestan a la maduración. 

Vuelvo atrás, décadas y siglos atrás. Una mensaje de Mozart, un poema encriptado de Joyce, un chiste elegante de Nabokov. Los mejores capítulos de la gran marcha ya fueron escritos.  

Dios bendiga a los malos poetas

No hay nada más genuino que un mal poeta, aquel que quiere y no puede, pero que igual escribe porque lo necesita, y hasta versea, aunque no pegue ni truene.

No escribo abiertamente poesía, no pertenezco a ese Olimpo gelatinoso, y solo me defiendo como narrador en el ring del todo vale. Allí peleo sin guantes, con poesía encriptada en mis puños. No me va mal, sobre todo entre latinoamericanos y europeos. Los japoneses me dan paliza. Y uno que otro ruso. Con el resto dribleo, aleteo y exaspero, como payaso melancólico de Buffet. Aunque Hrabal me podría dejar en la lona si quisiera. Y el insuperable Nabokov con su cinturón de mil kilates, o el paradógico Mo Yan, emperador hilarante de la esencia comunista. Con Bashevis Singer no me meto, porque es un gran Buda idolatrado por Henry Miller a los pies del Kilimanjaro. Pesos pesadísimos ante los que solo queda admirar y aprender, o difundir su obra, como discípulo descalzo en un desierto de hombres ensimismados.

Como poeta no soy auténtico, conozco argucias, agujeros en las alambradas, atajos para esquivar el jabalí iracundo. No soy inocente, y mi poesía puede confeccionarse como un Frankenstein de Keats, una paranoia sombría de Joyce, el ajo chilote sobre el lomo de un escarabajo azul, la luna menguante sorprendida dentro de una ducha sin cortinas. Mi poesía es un mekano, un fuego de artificio de catorce relámpagos controlados. Por eso suelo buscar a los poetas malos, a los bendecidos por la inocencia, a los que aún se emocionan como un niño de tres años, tiernos y feroces, bellos como una mirada sin cicatrices, expuestos como un Dios atarantado argumentando el guión del Génesis.

De hombres y lauchones


La única forma que tengo de proseguir, de no perderme, es escribiendo lo mío. Mi arbitrariedad mañosa. El resto es basura. Mera diplomacia, adulación de maricones, sobajeo de turistas, de lauchitas y lauchones que no pueden dormir tranquilos sin que le adosen un don. Reyezuelos del orto que se endilgan plumitas y charreteras sin haber saboreado batalla.

Necesito reencontrarme con Pessoa en la hoja 72 de un viejo bar empolvado; mirarnos a los ojos; leer a Quignard como quien brinda con oporto de mil años; y en el mesón, a la derecha, bajo la luz parpadeante, Zizek empinándose un whisky, uno solo, porque espera a Onfray y no quiere estar borracho. El viejo Badiou juega cartas con Chomsky. Hrabal se ha mandado al buche cinco cervezas. Le apuesta la sexta a Raymond Carver. Philip Roth lleva media hora en la ducha. Cervantes no ha dormido bien. El cantinero le prepara agüita de culén. Tiene la panza hinchada, dolores reumáticos, una muela aproblemada. Pero porfía en la Galatea. El tintero está vacío. La pluma adosa columnas sin relieve, sin color, sin luz, porque así lo demanda la no historia, el espíritu, la sinrazón. Stefan Zweig y Joseph Roth roncan sobre hamacas levitantes. Nabokov traduce chistes rusos, melancolías alemanas, chismes franceses. Bashevis Singer carcajea. Puto cabrón, masculla. Invocación por defecto que despierta a Bukowski. Faulkner lanza un botellazo desde la esquina que bien esquiva Jorge Teillier. Miles Davis susurra So What.

He invitado al batallón de Pablo Cingolani. Aparecen desde el túnel de los sueños de Kurosawa. Vienen cantando. La revolución es alegre. Han aspirado el oxígeno de la historia. Han sido verdaderamente Hombres. Ferrufino y Sánchez-Ostiz beben despreocupados, como en un barco pirata que recién se adentra en el Pacífico. Cerezal y Bagatin dejan sus fusiles en el respaldo de la silla. Homero Carvalho descarga su morral de metáforas. La mesa resiste un ejército de terracota. En mi mano un vaso de greda con tinto de Portezuelo. Subo a una silla y les hablo fuerte y claro, solo para que atiendan, que este brindis es por ellos, por la compañía, por la hermandad, por la admiración mutua. Guardaespaldas recíprocos, rufianes estéticos de la historia. Siempre estaremos por ahí, en algún lado, porque la inmortalidad no nos será esquiva.

Anochece sin brisa, descanso de perros, lechuzas con licencia. Persiste una lluvia tan suave como estornudo de mariposa.

El dulce sueño de Doretta


Mi única religión está circunscrita al poder creativo de hombres y mujeres. Escarbo circunstancias con lupa de topo. La condición de los rebeldes de todas las épocas. Su fruto único y distinto. El aporte, la suma, el amor hecho obra. Podría afirmar que es una especie de felicidad admirativa que solemniza la mirada, que embriaga el alma, que nos torna humildes y bondadosos, como un campesino de Millet que agradece al universo observando la hierba.
El Dulce Sueño de Doretta lo escuché por primera vez en el capítulo inicial de Los Soprano, precisamente cuando emigran los patos salvajes de la piscina de Tony y este sufre su primer ataque de pánico. Es decir, alguien traspasó su felicidad admirativa a través de un momento crucial de Los Soprano. Pudo ser el mismo David Chase, o el editor musical Kathryn Dayak. Y heme aquí oyendo y divagando en esta templada tarde de octubre en la cordillera de San Fabián de Alico. Chincoles y mirlos tienen su propia sinfónica entre los manzanares florecidos. Es tiempo de hacer huerta, de beber vino de Portezuelo, de volver a leer a Dino Buzzati.
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