La máquina de Allende

Hace tres días mi amigo Salvador Allende (homónimo al presidente) pasó a dejarme en custodia vitalicia su vieja máquina de escribir. Yo no estaba en casa pero entendí la importancia de su gesto. Cuando compró esa máquina, en 1992, me invitó a cenar a su morada en La Florida. Vivía con una profesora peruana que tanteaba un posible destino en Chile. Llevaban pocos meses y parecían entenderse, al menos sexualmente. Allende trabajaba como vendedor de seguros y su sueño era convertirse en un escritor-filósofo, respetado, trascendente. Desde su época de estudiante había escrito poemas y ensayos, creado un lenguaje, nuevos signos, leyes, religiones, idearios políticos. Autodidacta hasta la médula, lector desordenado, pretendía repensar el mundo a su santa y puta manera. Hasta había incursionado en una novela ambientada en San Fabián cuyos primeros capítulos me confió en esa ocasión. Me respetaba y quería saber mi opinión, aspirar mi cultura literaria. Arrendaba una casa de dos pisos. Tenía pocos muebles (no los necesitaba y esto tenía que ver con el espacio, con la amplitud para caminar a cualquier hora y observar el bullir de personas, las vidas ajenas, la cordillera misma) En el segundo piso había instalado su escritorio. Allí estaba su flamante máquina de escribir eléctrica. Era un paso significativo. Yo ni siquiera tenía una convencional y escribía a mano en cuadernillos que iba perdiendo. Me ofreció aquel piso, su casa, su apoyo, en un gesto que aún agradezco. La vida nos volvió a separar por más de 23 años. Sé que en el intertanto se casó, tuvo una hija, se separó, vivió con una colombiana, enseñó ajedrez, engordó, se encaneció su cabello y trabajó en mil cosas hasta dedicarse a comerciante de ferias libres. Gitano errante y solitario, filósofo por defecto, enorme de cuerpo y generosidad. Hace tres días, anocheciendo, pasó a dejarme su máquina de escribir. Volvía a Santiago en su pequeño Daewoo azul. 

Premura por llegar a tiempo


A veces suceden estas cosas. Como que el tiempo no va a alcanzar y todo debe hacerse con premura, con los dientes apretados, el corazón acelerado, las manos tiritando. Se bebe el café caliente como si fuera una cerveza fría, se revisa pornografía virtual como una sesión de kinetoscopio y los recuerdos se hacen zancadillas por tomar la delantera.

Puede ser el exceso de café, el mate amargo a toda hora, las hierbas que aromatizan el mate, los vinos en las tardes, la falta de sueño, el déficit de sexo, los pensamientos pecaminosos, la premura por avanzar en mis novelas, la añoranza excesiva de tantas personas, de tantos tiempos, el verano raído, la desesperanza…

Tomaré nuevamente una sobredosis de Philip Glass a ver si se aminora mi ansiedad. Las adicciones suman. Quisiera que siempre fuera otoño, que siempre hubieran manzanas maduras en el jardín, no seguir sumando días, no acercarme a la nada tan rápidamente.

Quizás debiera salir a correr a lo Forrest Gump, desde estas montañas hasta el Pacífico, ida y vuelta, una y otra vez, hasta que esta mierda de ansiedad se me quite de una vez por todas. Murakami lo propone como una terapia de sobrevivencia creativa en De qué hablo cuando hablo de correr. En La soledad del corredor de fondo, Alan Sillitoe plantea la carrera como una lucha de poder entre un airado granuja y el director de un reformatorio. La única forma que el joven tiene de voltear los acontecimientos, de conseguir un miserable triunfo en su vida, es dejándose perder, y así arruinarle el prestigio al director. Los valores no están por ningún lado y la honradez no es más que un cuento chino. Siempre estás solo, absolutamente solo, y hasta es probable que los que a veces te abrazan lo hagan para ahuyentar su propia soledad, y viceversa, como si fuésemos muñecos diseñados para utilitarismos amorosos.  A medida que avanza la carrera, el corredor de Sillitoe va tomando medidas para dejarse perder, y hasta llega a comprender algunas cosas: "...dobló metiéndose por una lengua de árboles y matojos donde ya no le pude ver, ni pude ver a nadie, y entonces conocí la soledad que siente el corredor de fondo corriendo campo a través y me di cuenta que por lo que a mí se refiere esta sensación era lo único honrado y verdadero que hay en el mundo, y comprendí que nunca cambiaría..."

Murmullo budista


Hemos optado por las caminatas nocturnas. Noches oscuras sin luna temprana. La primera vez fuimos solos, sintiéndonos culpables, pues Tatón nos despidió con su manipuladora mirada de víctima de todos los males. Hoy llevamos a Tatón. Bajamos al río por el camino que conduce a Coihueco. Se ha adelantado el florecimiento de los aromos. Se oyen salpicaduras de vertientes que afloran desde las laderas. Las nubes cubrieron el cielo de un gris perlado y corre viento norte. Tatón está exultante y tironea de tal forma que parece acelerar el planeta. Nos sentamos a tientas sobre las piedras. El murmullo del río parece una letanía budista. Se escuchan patos chapotear cerca de la orilla de las nalcas. 


La huella del jabalí / Notas sanfabianinas

 
El rumor de los árboles mecidos por el viento es un primo hermano del silencio. Delicia anexa del vivir que predominó en este valle durante siglos y milenios. Hoy cuesta reparar en el revoloteo de sus notas. Sobre todo porque la estridencia del progreso arribó al valle de San Fabián para quedarse. Botoneras, motosierras, grandes camiones y cortadoras de pasto pulverizan el valor agregado de esta tierra. Sólo queda usar audífonos para reencontrarse con La Flauta Mágica o alejarnos sobre huellas desgastadas de jabalíes libertos que terminan a los pies de cualquier avellano.


Fotografía: Lorena Romina Ledesma.

Compasivo Nuremberg


Leo las cartas de Faulkner. En algún momento se manifiesta categórico: «Mi ambición, como persona reservada que soy, es que me borren y echen de la historia, sin dejar rastro, sin más restos que los libros publicados; ojalá hace treinta años hubiese tenido suficiente perspicacia para prever lo que iba a ocurrir como algunos isabelinos, y no los hubiese firmado. Es mi propósito que, vencidos todos los esfuerzos, la esencia y la historia de mi vida, que en la frase equivalen a mis exequias y mi epitafio, sean ambas: Compuso libros y murió».

Donoso confió sus papeles íntimos a la Universidad de Iowa. Su mundo paralelo, su sincericidio transcrito minuciosamente durante décadas. Cartas, diarios, bocetos de novelas. Usando esos documentos, multitud de conversaciones, entrevistas y la propia memoria, su hija Pilar escribió su versión biográfica titulada Correr el tupido velo. Confluye en ese libro el hombre y el escritor, el hogar y la época, la desnudez y la máscara, la circunspección y la paranoia. En este caso fue José Donoso quien pidió ser biografiado tras su muerte. Al fin y al cabo ya no tenía a quien dar explicaciones.

Joyce no corrió mejor suerte con sus Cartas a Nora Barnacle. Festín para fisgones literarios. Aunque creo que a él bien poco le habría importado.

Faulkner, Donoso y Joyce prescindieron de la contienda política explícita, de las escaramuzas socialistas condenadas al fracaso, del tiempo disuelto en agua maldita. Intentaron no sumar problemas al morral cotidiano para concentrarse exclusivamente en la literatura. Y en el alcohol. Letras puras. Mundos alternos. Novelas estucándose desde dentro, abriendo pasadizos sorpresivos, ventanas al cielo y al infierno. La mente asumida en su divinidad creadora. Pasos en falso, puentes levadizos, oscuridad laberíntica sumando caracteres al libro en blanco de Vintila Horia. Ese era su escudo visible, su fortín, su contribución al escrutinio de la condición humana, al pálpito del siglo. 

José Donoso arremete con una buena frase: "Para conocer la verdad no hay camino más seguro que una mentira llamada novela".  Joyce da la estocada certera: "No escribo sobre algo. Escribo algo". 

Y aquí me tienen. Mi ficción es una alfombra persa. Sobrevuela sin bombardear. Aterriza forzosamente en islas desoladas. No soporta un pelícano gordo. Mis cartas siguen en manos hostiles, alimentando estufas proletarias y polillas ignorantes. Mis monstruos tienen bozal, ojeras para el espanto, patas traseras amarradas al cedro. Mis diarios en stand by. Esperando el respeto, el silencio, el despoblamiento del planeta, un Nuremberg compasivo con los miles de Atilas que se acuchillan en mi mente. Quienes husmean mis discos duros se sienten zaheridos, como únicos interlocutores y destinatarios de mi maldad. Y la verdad es que tengo cuentas pendientes con mi época, con mis actos, con mi destino, con las ofensas gratuitas a quienes quise, con las ratas que quisieron tocarme la oreja, con el tiempo que me hace zancadillas, que se burla ostentando sus relojes desbocados...

El reloj... el reloj...

Hoy vi campos de arroz en Lilahue. Un pequeño Vietnam sumergido en el centro agrícola de Ñuble. Tordos curiosos observaban desde una alambrada las terrazas inundadas que reproducían un cielo nuboso. Más allá trigales inmaduros levemente mecidos por la brisa. Temporeros legionarios cosechando frutillas, casonas coloniales terremoteadas, abundantes chivos podando la hierba de noviembre. Escribí en mi celular algunas notas para luego acordarme. Susurré ideas sueltas en mi grabador. Pensé en Vygotski. ¿Dónde irá a parar toda esta belleza? No hay más descendientes en mi camino. ¿Dónde irán a parar las historias que he leído? ¿los personajes? Esos amaneceres de Steinbeck que interpreté con tanto color. El mundo parece tan infinito como las posibilidades creativas de mi mente, pero falta tiempo, se nubla la memoria, aclara y oscurece, alba y noche, los días como epítomes de un sueño desconcentrado, y el reloj, el reloj... No alcanzará el tiempo para traspasar todo.


La inmortalidad


Solía escribir para sanarme, pero la verdad es que no me sané y estoy peor que al principio. La fama la descarté por insulsa. Consiste en adular a tu prójimo más allá de su propia miseria y él te vitoreará en consecuencia. La vanidad mueve montañas. Y la envidia.  Desesperanza y vitalismo refriegan su Waterloo cotidiano en mi mente y toman de rehén a mis emociones. Habitualmente es pérdida, masacre, victorias pírricas de generales sin rostro, sin charreteras, sin honor. No es fácil convivir conmigo porque tiendo a irme a la periferia de todo. Mis lecturas no avanzan. Mis escritos son meros morses que no retomo. Mis novelas son la vanguardia inventada de mi indisciplina. Salgo al río a fotografiar la agonía del verano. Amarillos y celestes envuelven el valle. Humaredas de pastizales, cerezos de hojas marchitas, álamos en desnudez. Un sol desganado acaricia los hombros, abofetea el rostro, alarga sombras a estribor de las piedras. Decenas de mozalbetes se lanzan desde rocas incrustadas en la pared y cruzan las aguas como atiburonados Weissmüller. Son los inmortales de turno.

Sólo nos dijimos hasta pronto / Ganador ACCÉSIT en el I CERTAMEN DE RELATO CORTO "LAUNA Y TERRAO" en 2013.


Es usual que suceda. Aromas, sonidos, texturas y sabores que te conecten con una ventana en el tiempo. Hace unos minutos me duchaba. Tras esparcirme el shampoo en el cabello y sentir el agua fría cayendo sobre mi cuerpo, tomé la barra de un jabón nuevo y la deslicé por mi pecho. El aroma de ese jabón fue el que me condujo hacia otra ducha, hacia otra época. Fue en Cobquecura durante el verano del 93. 

Cobquecura es un balneario de difícil acceso en el centro costero de Chile. Para llegar hasta allí hay que tomar un bus que atraviesa cientos de peligrosas curvas apenas delineadas sobre inmensos acantilados. La playa es fría, la arena oscura, las olas enormes y peligrosas. Frente a Cobquecura hay una isla donde juguetean, aparean y dormitan miles de lobos marinos. El viento costero es muy fuerte y reseca la piel y los labios. El aire huele a crustáceos enfiestados. 

En aquel tiempo yo trabajaba vendiendo camisas en Santiago. Amparo atendía una boutique de mala muerte en San Carlos. Nos llamamos por teléfono y quedamos de juntarnos en el terminal de buses de Chillán. Para llegar hasta allí yo debía viajar toda la noche y ella sólo media hora hacia el sur. 

El viaje a Cobquecura fue largo y tedioso. El bus iba atestado de veraneantes ruidosos y malolientes. Apenas llegamos buscamos una cabaña donde dejar el equipaje y pernoctar. Conseguimos una cabañita tosca aunque acogedora, muy cerca de la playa. Estaba construida de troncos en bruto y tenía abundantes agujeros por donde se colaba el viento. El encargado nos pasó sábanas limpias y frazadas y yo mismo me encargué de desinfectar completamente el baño. Luego Amparo se puso su diminuto bikini negro y nos fuimos a recorrer la playa. 

La playa estaba desierta, el mar de un azul cobalto y las olas bamboleaban guirnaldas de cochayuyos. Los pocos veraneantes que se asoleaban recostados en la arena miraban con voracidad erótica los firmes glúteos de Amparo, mientras ella muy oronda caminaba sabiéndose la reina de Saba. 

Al rato volvimos al pueblo y buscamos un restaurante donde almorzar. Pedimos unas humitas recién horneadas y un vino blanco. Luego nos fuimos a descansar. Despertamos un poco antes del crepúsculo. Amparo se desnudó y se fue a la ducha. La ducha daba a una ventana sin cortinas y al frente un grupo de hombres preparaba un asado. Se pasaron la voz rápidamente y disfrutaron del espectáculo en silencio, sin gritar obscenidades. Amparo era bellísima y no me importaba que la vieran desnuda otros hombres. Luego me tocó el turno de la ducha y los fisgones volvieron a preocuparse de su asado. 

Ese instante, extendido en un largo y añorado recuerdo, fue el que me hizo recordar el aroma del jabón que me esparzo por el cuerpo 19 años más tarde y a miles de kilómetros de distancia de Cobquecura. 

Con Amparo nos separamos el 98. Nunca se casó, aunque tuvo un hijo. Hoy sigue tan bella como entonces. La fui a ver el verano pasado a su casa. Se sorprendió. Yo estaba destrozado por mi reciente separación con Brenda. De alguna forma casi inconsciente buscaba un salvavidas. Nos miramos a los ojos y entendí que entre ella y yo ya no había nada, ni siquiera cenizas. Le di la mano a su pequeño hijo que traveseaba en pijamas. Nos despedimos muy tarde, corría un viento tibio. No prometimos volver a vernos. Sólo nos dijimos hasta pronto.


Ilustración: Jean Jansem

Nunca llegamos a la luna / Memorias sanfabianinas


San Fabián de Alico siempre fue un lugar distante, sobre todo en aquellos primeros 80. Solo dos micros de la familia Caro conectaban diariamente a la comuna con la ciudad de San Carlos a través de un complicado camino de curvas, bordes de precipicio, subidas y bajadas, mucha piedrecilla, tierra suelta y numerosos hoyos. Casi nadie tenía auto. En las casas se usaban mayoritariamente radios a pila y muy pocos tenían televisión. Para estos últimos, las posibilidades de saber lo que pasaba en el resto del mundo estaban acotadas al noticiario nocturno de Televisión Nacional de Chile. Las emisoras de radio, por su parte, emitían incansablemente los repertorios de José Luis Rodríguez, Camilo Sesto, Miguel Bosé y Rafaela Carrá, junto a tandas de rancheras y comerciales de tiendas de Chillán. De periódicos ni hablar, no había excedentes para comprarlos ni existía la costumbre. En la despoblada biblioteca gobernada por Luchito González solo leíamos Condorito para capear el intenso frío invernal o los agobiantes calores de diciembre. Las enciclopedias las pedíamos solo cuando estábamos urgidos por terminar algún trabajo de investigación. La mayoría de los padres sólo sabía de faenas campesinas de subsistencia y sus cosmovisiones estaban moldeadas por sabidurías ancestrales arraigadas en nuestro territorio. Los profesores eran, por tanto, nuestra única conexión con el conocimiento que bullía más allá de nuestro alejado valle. Es cierto que algunos eran bastante brutos para tratar a menores de edad. No nos respetaban y usaban su tiempo para inventar motivos para coscachearnos o para mofarse de nosotros poniéndonos apodos ridículos. También para azuzarnos cuando nos agarrábamos a cachuchazos entre compañeros, Pero había otros profesores que sí le hacían honor a su profesión. Entre ellos el profesor Parada. Nos hizo clases de castellano en aquellos tempranos años. Tipo pausado, de dicción impecable, zapatos negros bien lustrados, bigote castaño y chamanto gris para la lluvia. No podría asegurarlo pero muy probablemente con él conocí El Principito. Nos contaba historias personales o nos leía cuentos. Nunca nos aburrimos con él. En cierta ocasión preparamos una obra de teatro. Los actores éramos juguetes. A mi me tocó ser soldado. Como indumentaria caracterizadora me conseguí una boinita azul. El día del estreno el salón del colegio estaba repleto. Estábamos nerviosos. Era nuestra primera obra. Rezábamos para que no se nos olvidara el guion. Me tocó mi turno. Lo logré apenas. Cuando terminamos el profesor nos felicitó. Se veía contento. Al otro día nos contó que nos habían criticado por no movernos en el escenario, pero que salió en nuestra defensa aduciendo que éramos juguetes y que por lo demás en la obra original no estaba contemplado ningún movimiento. 


Otra de sus clases nunca se me ha olvidado. Fue cuando hablamos de los adelantos del hombre. Al tocar el tema de la llegada del hombre a la luna nuestro profesor nos manifestó su completa incredulidad. Filosofaba con escéptica tristeza mientras mirábamos por la ventana ese cielo celeste, impenetrable a su juicio, al esfuerzo humano. Hablo del año 81, cuando cursábamos el cuarto básico en la Escuela E-10 de San Fabián de Alico. Ignoro qué pensará el profesor Parada hoy en día sobre ese controvertido acontecimiento. Sé que aún hace clases en la escuela Caracol. Desde aquí mis respetuosos saludos y mi agradecimiento por su valioso aporte pedagógico.


*Nota: Este texto fue escrito hace algunos años. El profesor Parada probablemente a estas alturas ya ha jubilado, lo cual no quita su alta dignidad de pedagogo y formador de numerosas generaciones de sanfabianinos. La fotografía de la obra de teatro (1981) fue aportada por Paola Arancibia Bonniard, a quien le envío mi agradecimiento y un saludo afectuoso. Quienes aparecen en la fotografía son, de izquierda a derecha: Guillermo Benavides, Paola Arancibia, Betty Silva, Jorge Muñoz y el juguete robot, que en este momento no puedo recordar quien lo interpretó.

Nuevos soles

Los Puquios. Fotografía: Lorena Ledesma

Llueve sobre las árboles desnudos. El rumor del viento tiene sonido de flauta estropeada. Las gallos empapados mantienen su dignidad levantando el pico hacia el cielo. Nacen corderos negros en el establo, pollos cimarrones entre la zarza húmeda. Maduran los naranjales y se pudren los últimos caquis. Han comenzado a florecer los aromos. Las pinceladas amarillas se empiezan a imponer en un valle moteado de marrones, verdeoscuros y celestes diluyéndose en la lejanía. 

San Fabián es una bendición estética sobrepoblada de contradicciones humanas. Hay material suficiente para Tolstoi, para Stendhal, para Chéjov. Aspiraciones, tristeza, desamor y una cuota de tragicomedia para Kennedy Toole. La adultez es un ring de envidias, de flechas ponzoñosas, de inmadurez crónica. Pero nacen niños y con ellos nuevos soles, esperanzas y alegrías que tardarán al menos dos décadas en volver a disolverse.

Semillas de cedro

Niebla nocturna. Luna llena. Humedad en los huesos. Veo fantasmas a lo lejos, sombras de Bacon, faroles de Turner, arbustos algodonados.  Recojo semillas de cedro para adornar la parte superior de mi biblioteca, justo al lado del ajedrez polvoriento. Lorena lo compró en Buenos Aires para que confrontásemos nuestras mentes en las largas tardes veraniegas, pero hasta ahora nunca ha sucedido. Preferimos cocinar y hacer el amor, o caminar hasta el río Ñuble,  sentarnos en las piedras a beber mate, fumar un cigarro, y escuchar el batir de alas de los patos salvajes.

Tardes incendiadas

Fotografía: Lorena Ledesma. Crepúsculo sanfabianino (tomado desde Avenida Purísima a mediados de junio de 2016)
Son tantas las señales de vida que he ido guardando en el disco duro de mi computador. Tantas miradas distintas del universo. Basta apretar una tecla para que se abra mi propia biblioteca de Alejandría. Veinte mil libros de literatura, historia, antropología, filosofía, mi selecta musicoteca de jazz, música étnica, las mejores arias de la ópera, el Réquiem de Mozart para mis horas solemnes, la historia contemporánea en películas, los grandes directores de cine, los pensadores que respeto, Onfray y Zizek en un bar digital, los atrapamariposas de Nabokov, el ajedrez narrativo de Joyce, la poesía de Vallejo, miles de fotografías personales, sentimientos esculpidos con luces y sombras, nubes caprichosas, tardes incendiadas, ciruelos muertos y cada uno de los territorios que conquisté por algunos instantes. Junto a ellos, decenas de miles de documentos, enciclopedias, diccionarios, novelas y textos personales en construcción, imágenes de pinturas famosas y desconocidas, de otoños canadienses, inviernos chilenos y primaveras japonesas, de mujeres desnudas, pudúes asustadizos y castores construyendo represas con alerces muertos. De alguna forma, tengo el espíritu conservacionista de un monje medieval, de un hámster que sólo avizora inviernos. Me arrincona la pregunta, ¿resguardar para qué?. La banalidad se impone, los discos duros quedan arrumbados y lo que queda de vida es menos que un parpadeo.

No hay finales felices

¿Cómo es posible que una novela tenga un final? Todo final es artificioso. La vida continúa su rutina chirriante, los pasos en falso, la frescura del toronjil, el esplendor de los atardeceres. Entre bueno y malo a la vez, con el ánimo promediando el gris rata de la resignación.

Borges, enfrentado a esta disyuntiva, optó por no escribir una novela. Vargas Llosa nos convoca a la posibilidad de ordenar el caos de la vida mediante la estructura de la novela, algo así como condensar una raíz de mandioca en un cubo de Rubik.

En Morirás lejos de José Emilio Pacheco, se lanza toda la artesanía narrativa a la parrilla. Se sacan las cortinas de la manufactura, el trasluz de la imaginación, el behind the scenes del agobiado narratario, escribiendo con tinta indeleble sobre un discurso narrativo deliberadamente no acabado.

Recuerdo haber leído tempranamente El último magnate de Scott Fitzgerald. Me agradaba que una obra se fuera disolviendo. Que las notas tentativas reemplazaran las certezas. Luego disfruté esa obra estrellada de Albert Camus: El primer hombre, y aún camino sobre El buen soldado Svejk de Jaroslav Hasek.

Alguna vez escribí sobre mi fastidio con los finales, sobre la falsa mariconada feliz, los tórtolos mirando el crepúsculo marítimo, la sonrisa de oreja a oreja a lo Warner Brothers. La vida real es una sumatoria de imprevistos y calamidades. Por eso prefería que los protagonistas se cagaran a tiros o fueran a comprar cigarros y no volvieran. Que los acuchillaran en el camino, que los atropellaran sin portar documentos y terminaran en un hospital público, como indigentes desmemoriados, con una pierna levantada y una Playboy arrugada entre las manos.

Fallas estructurales de la condición humana


Es de madrugada en Chile pero nadie duerme. Hace un frío polar. Se ha ganado la copa América Centenario en Estados Unidos. Dos penales que marcaron la diferencia ante Argentina. Lo veo en familia. El triunfo lo disfruto. Reconozco el esfuerzo deportivo de ambos equipos. Admiro el talento. Yo también jugué alguna vez de mediocampista amateur. Hago un brindis y paso a lo mío, a la multitud de actividades de otra índole que me esperan. Afuera el ruido es incesante. Pasan caravanas de autos tocando bocinas, hinchas enfervorizados soplando vuvuzelas, gritos roncos, obscenidades xenófobas. Las principales avenidas del país se atiborran con cientos de miles de personas carnavaleando su gran contento como macacos cocainómanos. 

Se me ocurre que con toda esa energía desperdiciada en eventos futboleros podríamos cambiar todo lo que hay de injusto en esta patria sureña. Unos pocos días que vuelvan a estremecer al mundo. Desratizar el congreso. Asambleizar la convivencia. Acabar con afps e isapres, para que pensiones y salud vuelvan a ser un asunto de todos. Guillotinar el saco roto de la educación privada financiada con fondos públicos. Recuperar la dignidad de los trabajadores, la soberanía de nuestras riquezas. Ponerle tarjeta amarilla a las transnacionales que lucran gracias a nuestra regulación tan sospechosamente entreguista. Y una tarjeta roja al gran empresariado que se colude para jodernos la existencia. Quizá nos merecemos lo que tenemos, lo que hemos contribuido a perpetuar con silencio, omisión, cobardía. He percibido que es así en casi todos lados. La condición humana tiene fallas estructurales por donde campea con mucha complacencia la religión y el capitalismo con sus hordas circenses de aprovechadores y chiflados.
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