Los gritos del kung fu


Llueve a baldadas, con intromisiones solares y ráfagas de viento norte. Un fantasmal arcoiris intenta preponderar sobre el gris lluvioso pero termina disolviéndose a los pocos minutos.

Se suele ser turista hasta en la propia casa. Tienes manías incomprensibles al resto. Acumular libros, beber té negro en las tardes, vino tinto los viernes, tararear melodías como Glen Gould. Pedazo de pelotudo, oyes rezongar a lo lejos. El silencio no te hace daño, oírte no te duele, palpita la historia en tus venas, las neuronas parecen adictas a transcribir versiones intercambiables, mosaicos de colas de avestruces reales. El trasiego productivo te es ajeno, tal como la estafa, el engaño, el aprovechamiento. Las hienas de las lucas dejan sus patas marcadas en tu ventana, su vaho delimitando colmillos afilados. Vienen por ti pero nunca se las darás fácil. Eres espadachín de paraguazos, francotirador de resortera, arcabucero de coligües, te sabes los gritos del kung fú, aunque no sus reglas, pero poco importa. En contextos históricos convulsionados como en años de calma, la soledad parece el sine qua non del vivir. Quisieras contarle eso a alguien, con un trago de los fuertes de por medio. Pero no hay nadie más que una vaca masticando a cien metros. Y las vacas son malas para empinar el codo.

Caminas sobre huevos para no herir susceptibilidades. Aceitas las bisagras de la puerta, como Kafka, para que tus idas y venidas no generen molestia, para que nadie murmure, para que nadie despierte...

Azufre fascista


El azufre fascista se les salía por boca, nariz y orejas. Terratenientes, grandes empresarios y camioneros batuteados por la UDI, prisioneros de la nostalgia pinochetista, enfermos terminales de todos los ismos: anticomunismo, racismo, clasismo y pelotudismo, representaban su circo victimista ante un escaso público amigable.


Los intocables blancos, los pijes, los que no se mestizaron, los que heredaron latifundios y privilegios, clamaban por leyes empaladoras y más represión policial contra la infame indiada que muy cerca les respondía lo suyo.


Fue solo un botón de muestra de la lucha de clases al sur del mundo, del desprecio racial, del polvorín araucano donde las contradicciones humanas se cincelan con fuego.

Refugiado literario


Elevo una solicitud internacional para ser acogido como refugiado literario. Las relaciones con mi propio país han llegado a un punto muerto. No nos entendemos. No nos toleramos. Chile se fue al carajo. Deseo marcharme a un lugar donde el clasismo sea memoria desterrada, donde la prensa no esté completamente banalizada y donde los políticos lean al menos a Zizek.

Sólo pido una cabañita solitaria, ojalá cercana a un bosque, montaña o riachuelo, y algunos metros cuadrados para cultivar mi propio alimento.

A cambio inmortalizaré narrativamente sus formas fraternas de convivencia y trabajaré como filósofo entretenedor en el bar más cercano.

Los idiotas de turno


Un gran escritor es un gobierno paralelo en Rusia, dijo alguien refiriéndose a Solzhenitsyn. En Francia y Reino Unido se les considera instituciones culturales. En Alemania se les respeta. En Chile se les moteja de parásitos, de mendigos de recursos fiscales, de piedras en el zapato del neoliberalismo salvaje que se engulle nuestro país. A menos que se sea un escritor lametraseros, que no los hay pocos.

¿Por qué escribo esto? Quizá por sentirme demasiado solo. Hoy en medio de la cordillera. Ayer en Santiago. La situación no es muy distinta. Los interlocutores de mente abierta se han extinguido entre estos robledales. Nuestro territorio está homogeneizado por televisoras y celulares. En cada hogar hay una antena repetidora de una ideología perversa. Esquema orwelleano del que es difícil escapar. No existe verdaderamente la posibilidad de saber qué ocurre en otro lugar porque cada versión llega contaminada de manipulación, de mala intención, de basura para el contrario, de medallas inmerecidas para los propios. Por sensibilidad política me siento muy alejado de las derechas. Pero no puedo achacarles a ellas todos los males del planeta, porque sé que en las izquierdas, sobretodo en las exquisitas, hay demasiado de qué avergonzarse. Plagas de tunantes, de tránsfugas e idiotas. Ni en gobiernos ni en parlamentos ni obispados ni cuarteles militares o foros empresariales nadie ha leído una hoja de Dostoievski, un párrafo de historia crítica, un fragmento de Foucault, un poema de Esenin. Usualmente las mejores personas se alejan de la política apenas perciben el aroma a ratonera. Y van quedando los peores a cargo de todo. Direccionando naciones, asegurando leyes perpetuadoras de privilegios. Y sin contar que el idiota de turno exige pleitesía, mármoles y bronces por mover un dedo, guirnaldas de oro por acariciarle la cabeza a un bebé miserable, estrados, homenajes, alfombras finas para que sus pies no toquen el suelo de todos.

Grabadora perversa

"Una mujer quiere que la recuerdes y consigue que encuentres una fotografía suya", observa Cees Nootheboom en su cuento "Paula". Sólo que se trata de una mujer muerta. El departamento del protagonista está casi vacío, las paredes pintadas de blanco, se ha desprendido de armarios, veladores, baúles y de cuanto le ha parecido prescindible. Sólo ha dejado su cama, una mesa y una silla. Intenta no recibir visitas, no contemplarse a través de las impresiones de otros, no mirarse en el espejo ni verse a sí mismo en imágenes antiguas. Ha dejado una fotografía de Paula adornando un muro, es de hace 45 años, una portada de Vogue. Entonces era una chica popular, bailarina bohemia, años locos, está mirando desde un balcón con un cigarro en la mano, tiene cintura de avispa, pechos ínfimos, boca entreabierta. Se sienta frente a ella. Sigue despertando su deseo, estancándolo en un sólo momento, como si el resto de la vida fuese una añadidura superflua. 

Sucede que la soledad se ensaña con los abejorros tristes. La mente es perversa, no descansa, tiene mil ejércitos autodestructivos, afiladas espadas de Damocles, una fábrica keynesiana de dolor. Los que han pasado delante del lente de esa grabadora desquiciada siguen jóvenes, no los zahiere el drama de los días, no sienten la pesadez progresiva de los pasos, no beben sorbos amargos de cotidianeidad, de cuentas por pagar, de leyes estúpidas, de despecho, de incomprensión, de envidiosa mala leche. 

Liebres en estampida

El sol de febrero se ha vuelto impresionista. La bruma devora los cerros hasta convertirlos en expansiones celestiales. El viento acarrea las primeras hojas secas y trae noticias aromáticas sobre duraznos maduros devorados por avispas.

Mi jornada creativa empezó a las seis de la mañana, cuando el sol aún se bañaba en el Atlántico y la luna bostezaba en el Pacífico. 

Mis escritos avanzan como liebres en estampida, demasiadas notas en distintas direcciones. Proyectos de novelas, títulos, imágenes, diálogos, nombres de personajes, de árboles, de laderas de montañas, todo debe recibir un nombre claro y contundente.

No tengo interés en narrar lo excepcional, lo pintoresco, lo raro, sino lo usual, lo corriente, lo que le pasa a la mayoría. Es allí donde está el drama, la rutina asfixiante, el fuego sexual, la intolerancia de los caracteres y ciertos asomos de felicidad. Ni siquiera debo esforzarme para encontrar un registro adecuado, o un tono original, pues mi mente procesa los datos caóticos y los convierte automáticamente en una arbitraria  forma de coherencia narrativa. El resultado de esa factoría podría considerarse como mi estilo.

Temprano me dediqué a buscar Réquiem por un sueño de Hubert Selby, en los sitios de descarga gratuita, pero sólo encontré The room, y creo que salí ganando. Llevaba años persiguiendo esa obra acerca de un delincuente iracundo que rememora su vida en la prisión mientras espera ser enjuiciado. Tiene leves semejanzas con Eloy, de Carlos Droguett. Sólo que en este segundo caso el protagonista repasa su vida mientras es perseguido.

Selby, muchacho polémico desde los tiempos de Última salida a Brooklyn, obra denostada y defendida con ardor, prohibida en Italia por obscena y violenta, y enjuiciada en Gran Bretaña por narrar tan explícitamente relaciones homosexuales, consumo de drogas, golpizas, asesinatos y violaciones colectivas. Entre los selectos testigos defensores de la obra estuvieron los escritores John Arden y Anthony Burgess. 

El hallazgo de Selby me sirvió además para bajar dos obras de Alan Sillitoe: La soledad del corredor de fondo y Váyase Guzmán, títulos tan atractivos en si mismos que me resultó imposible no husmear rápidamente en el conjunto de relatos que incluía cada volumen. 

Utilitarismo amoroso

Me suelo enamorar de las mentes, de su potencialidad creadora, de su pestañeo intuitivo, de su habilidad diseccionadora. Atrapamariposas de la imaginación, payasas levitantes en la niebla, generosidad de topo, burlonas, irrespetuosas, que mastican la cultura de una forma única y personal. El cuerpo es sólo un préstamo atómico, un utilitarismo amoroso de la biología evolutiva. 

Nabokoviando

Llueve a baldadas, mañosamente, con nubes disidentes que se marchan de pronto dejando un cielo estrellado. Bebemos vino en vasos de greda y nos adentramos en las novelas rusas de Nabokov. Nos guía el mismo autor a través de sus prólogos escritos en Montreux. De Mashenka pasamos a La Dádiva,  y de ahí al Hechicero, esa desquiciada reflexión exculpatoria, antesala prehistórica de Lolita. Entremedio, saltos gustosos hasta Habla, memoriaAda o el ardor, y Mira los arlequines. El universo nabokoviano parece autosuficiente, un sistema literario donde nada falta ni sobra, y donde se puede dar saltos hacia cualquier lado, como si fuésemos liebres felices atiborradas de zanahorias frescas.

Pasan los años

Es elocuente el sufrimiento de muchas mujeres ante el paso de los años. Se percibe en sus estados de Facebook, en el tono de su voz cuando te hablan por teléfono, en la forma como miran el paisaje cuando viajan en bus. Ajarse, perder competitividad ante las mujeres más jóvenes, dejar de ser el foco de atención de los hombres y no interesarle siquiera a su pareja, si es que la tiene, constituyen una herida siempre abierta, un tormento continuado. Las mujeres sufren incluso desde mucho antes que ocurra, contaminando su presente con ese devenir solitario. La naturaleza es cruel. La diplomacia cultural no logra sobreponerse a la animalidad de las formas.

Sin embargo, el tiempo no sólo se ensaña con las mujeres. Los hombres también dejamos de ser unos bellos ragazzos y es altamente probable que nos volvamos irascibles, intolerantes, dictadores, obesos, quejumbrosos, autorreferentes y por si fuera poco, que perdamos tempranamente nuestra capacidad sexual.

Pintura: Ernst Ludwig Kirchner

No habrá letras en ese ataúd

¿Por qué ya no evocas tu niñez con alegría? Tus recuerdos no fabrican sonrisas espontáneas. Quizá están demasiado lejos, y la distancia y el tiempo cincelan las emociones en mármol. Puedes decir cómo fue y hasta comprender lo que entonces no comprendiste, pero de verdad ya no te importa mucho. 

Tanta aspereza, muchacho. Quien lo hubiese pensado. Te transformaste en un Mersault, en un personaje desaliñado de Houellebecq, en la guinda de una torta polar. Cómo es que sigues escribiendo dentro de ese ataúd.

Imagen: César Galicia

Vender acorazados


Florecen los aromos en las lomas bajas del Malalcura. Manchones amarillo pálido se extienden por el valle, bordean el camino, impregnan el aire. Los durazneros auguran su inminente estallido rosáceo. Los blancos albaricoques resisten la ventisca agostina. Ya no es oficialmente invierno. Lo ha decretado el color, los días más claros, las camelias payasas.

Se atrincheran nubes en las quebradas. Dejan al descubierto arrayanes muertos y serranías habitualmente inconsultas. Balan corderos recién nacidos, cacarean gallinas de huevos grandes, cantan gallos sexópatas. El resto es silencio, rigor de lectores, mate con sabor a ajenjo.

Diseccionamos el mundo creativo de José Donoso. Avanzamos hacia la categoría de expertos. El conflictuado Donoso crece ante nuestros ojos, su perfeccionismo, su guerrilla creativa, su antifaz. Pronto escribiremos un ensayo algo distinto a todo lo publicado.

Doy un salto personal hacia otras miradas sobre Chile. Extranjeros que arribaron a la buena y a la mala a estas inhóspitas tierras, que sufrieron desdenes y disfrutaron agasajos de parte de mis lunáticos compatriotas. Augusto Monterroso relata en Llorar orillas del río Mapocho (1983):

"En 1954 llegué exiliado a Santiago de Chile procedente de Bolivia, en donde había sido durante un tiempo secretario de la embajada y cónsul de mi país (oficio ocasional del que por fortuna lo relevan a uno las revoluciones o cuartelazos), Guatemala. Al darse cuenta de mi pobreza extrema, cuanta persona encontraba me invitaba a cenar para hacerme ver las posibilidades de desempeñar algún oficio, cualquier oficio...
El mejor consejo me lo dio José Santos González Vera, con la aprobación de Manuel Rojas y el posterior apoyo sonriente de Pablo Neruda:
-Mire-me dijo un día, quizá el siguiente de mi llegada-; yo nunca doy consejos, pero por ser usted le voy a dar uno. Si para ganarse la vida tiene ahora que vender algo, no se vaya a dedicar a vender cosas pequeñas, como escobas o planchas. Eso da mucho trabajo, deja poco dinero y por lo general la gente ya tiene una escoba o una plancha. Venda acorazados. Con uno que venda tiene resuelto el problema suyo y de su esposa para toda la vida".

Una actitud automática

Cuando disfruto una obra literaria suelo leerla con una lentitud espantosa. Suena paradójico. Algo así me ha pasado con obras de Nabokov, Ribeyro, Richard Ford y otros autores en distintas etapas de mi vida. Hoy me sucede con Philip Roth. Leo, disecciono, me sorprendo y escucho el sonido vital de cada frase. Todo lo que he leído de él me parece potente. No embarca héroes ni antihéroes en sus balsas narrativas, sino seres humanos, que siempre tienen un poco de todo.

Nathan Zuckerman, joven quinceañero que se inicia en el ideario comunista, narra de esta forma la rabia que siente ante su propio comportamiento en I Married a Communist: 

"La Van Tassel Grant poseía el poder escalofriante de alguien a quien la gente siempre sonríe, da las gracias, abraza y aborrece.
¿Por qué le lamía el culo? Yo no tenía una carrera en el mundo del espectáculo. ¿Qué tenía que ganar o perder? No me había llevado siquiera un minuto abandonar  todos los principios, creencias y  fidelidades que tenía. Y habría seguido así si ella, misericordiosamente, no hubiera firmado su autógrafo y regresado a la fiesta. Nadie me pedía nada más que hacerle caso omiso, como ella me lo había hecho sin la menor dificultad hasta que le pedí el autógrafo para mi madre. Pero mi madre no coleccionaba autógrafos, y nadie me había obligado a adular servilmente y mentir. Simplemente, eso era lo más fácil; incluso peor que fácil, era automático".


Para entonces

Quizá entonces no haya pato ni regadera. La silueta será una ilusión añeja enterrada bajo diez capas de fango. De seguro habrá membrillos maduros y escarabajos diligentes, el sol tendrá los tonos habituales y cada libro seguirá diciendo lo mismo.


Imagen: Teun Hocks

Equipaje


Son sólo recuerdos, aunque parecen piedras. Si fuera amnesia me elevaría como un globo aerostático.


Imagen: Teun Hocks
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