De pronto me sentí como un personaje de Paul Auster, totalmente supeditado a las arbitrariedades y coincidencias del destino.
Acababa de vender un cordero y me disponía a preparar mi once de café, marraqueta y palta, cuando alguien, una voz fina, como de niña, dijo aló en el portón. Don Omar y Tatón ladraron furiosamente. Me desperecé y fui a ver quien era. Mi sorpresa fue superlativa cuando me encontré de frente con Angélica. La turbación de ella no fue menor. Pasaba a entregarle a mi hermano policía una billetera con documentos que se había encontrado en el río. Nos saludamos con un beso algo frío y nervioso, plagado de tensión. Era evidente que ella nunca pensó encontrarme en mi vieja casona de infancia.
La invité a pasar, pero se excusó por andar apurada y con más personas. Venía sudada, envuelta en calzas deportivas. En el río se desarrollaba una competencia de vóleibol.
Estaba igual de hermosa que cuando la conocí en 1985. Morena, pelo largo, ojos de javanesa triste, tan esbelta como cuando comenzamos a pololear en 1987, y tan sexualmente explosiva como cuando nos separamos en 1998. El aniquilador tiempo simplemente la había olvidado. No prometió volver. No dijo nada más, sólo se subió al auto lleno de deportistas y siguió su camino.
Al verla alejarse pensé en las miles de concatenaciones forzosas, extrañas, inesperadas e inexplicables que tuvieron que ocurrir para que nos encontrásemos en ese momento. Cuánta agua pasó bajo el puente de ambos. Nos habíamos amado tanto, nos prometimos el paraíso y diría que casi lo pisamos por un breve período. Luego vino el rompimiento, el dolor, la añoranza, el despecho. Y a continuación multitud de parejas, nuevos enamoramientos, nuevas decepciones, separaciones, viajes, reencuentros, abandonos. Y cómo explicar el olvido del muchacho de la billetera en el río justo en el lugar donde ella pasaría segundos después. Y que mi hermano fuese policía, y que viviera sus propias odiseas antes de llegar a servir en el lugar que también lo vio crecer. Y mi presencia en un momento y en un lugar donde nunca antes había pensado en volver a vivir.
Busqué una razón a todas estas casualidades, un sentido, un mensaje del destino, porque mirado en conjunto parecía tener cierta coherencia, cierto sentido, quizá no necesariamente lógico ni justo, pero sí circular. Pensé en otra posible jugarreta del titiritero invisible, ese gran hijo de puta que seguía jugando a los dados sin que nadie le diese su merecido tiro de gracia.
Imagen: Otto Mueller