Los juguetes de nuestra niñez tenían sentimientos. Se alegraban. Se resentían. Se vengaban. Hablábamos con ellos. Su vitalidad no estaba en discusión. Los extrañábamos cuando debíamos ausentarnos. A veces, ni siquiera tenían apariencia de juguetes. Podían ser ramas o piedras o pedazos de neumático.
Éramos cuatro hermanos. Todos hombres. Los juguetes debían lidiar con nuestra rudeza. A veces volaban por los aires. Las pelotas siempre estaban desinfladas, los autitos perdían sus ruedas y los triciclos rechinaban por falta de aceite.
Imagen: César Galicia
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