Borrar la vergüenza


Regreso a Borges. Lo primero que encuentro es la indescifrable conducta de Shih Huang Ti. Quemó efectivamente los libros que le antecedieron, aplastó la memoria colectiva y ordenó a sus súbditos olvidar cuánto habían vivido, escuchado e incluso imaginado. El hombre y cuánto podía existir empezaba en él y con él.

Simultáneamente ordenaba la construcción de la obra más magnífica, grandilocuente e inútil de la humanidad: la gran muralla china. Tal acumulación de ladrillos parecía tener sentido en alguna dimensión oscura, antojadiza y afiebrada del mesiánico emperador.

Su madre había sido una ramera. Borges lo plantea como la motivación esencial de Shih Huang Ti. Borrar, restregarse la vergûenza, levantar el puño iracundo hacia todos los horizontes y construir y construir y construir algo tan grande como aquel deshonor.

Siempre elijo el vino

Hoy almorzamos estofado de pavo con chuchoca. Calórico y contundente menjunje para combatir el frío. El temporal no ha cesado en dos semanas. Los potreros están rebosantes de agua y nuestro último árbol de granadas está en el suelo. A mamá se le acaba de cortar el tv cable y tiene un pequeño drama. Aprieta botones con desesperación a ver si logra dar con el que le devuelva su amada tv. De cualquier forma es bien poco lo que ve, porque se queda dormida al par de minutos de sentarse. 

Traje un tazón con té rojo y un frasco de miel a mi habitación. Como llegué hace poco desde Argentina, he tenido que reordenar momentáneamente mis pertenencias en cajas. Zapatillas en una, ropa de salida en otra y la ropa de trabajo, que es la que más uso, la dejo en un colgador junto a mi cama de fierro. Intenté traer un enorme ropero que sigue en el corredor del sur, pero se necesitarían por lo menos cinco hombres para moverlo. Creo que deberé romper la muralla y abrir una puerta especial desde mi habitación. Me gustan los muebles antiguos. Puedo convivir con los recuerdos que los envuelven, con ese barniz de vida que dejaron los antepasados.

He ido juntando los libros viejos que andan esparcidos en cajones y baúles desde hace décadas. Quedan pocos pero no los dejaré convertirse en polvo desmemoriado. Desmembrados Readers Digest, biblias marcadas hace cien años, libros de cocina de los años 30, novelas muy impopulares y textos escolares de esos años en que aún quedaban buenas intenciones. Tengo deseos de leer. Mi vista parece mejorar. Las breves crónicas de Enrique Lafourcade siempre vienen bien. Precisas, sabrosas, tocando los más variados temas. Me atrapó una evocación sobre Gabriela Mistral. Lafourcade la intentó retratar humanamente: “Una vieja humana, de sahumerios y calambres, buena para el mate y el brasero, peladora y envidiosa”.  El sentía que mostrando el conjunto de sus cualidades la volvía más digna de la admiración de sus lectores.  “Sólo quiero que la vean como es, que no me la conviertan en golondrina”, aducía en su defensa el autor. Pero bajarla del pedestal le significó en su momento una hoguera personal. Ardió Troya en las letras chilenas y se le fueron encima todos los muchachos que decían que Gabriela era inmaculada. Más tarde avancé en un texto de Zizek. Más bien, en su alocución en la Universidad de Buenos Aires. Ahí quedé, luego me llamaron a compartir un trago, sopa caliente, programas estúpidos y ya nos dio el trasnoche. Elegí el vino por sobre el pisco. Siempre elijo el vino.

Imagen: Bernard Buffet

El sentido de conocer

De niño, mi única ambición era conocerlo todo, saberlo todo. Llegar a ser un doctor en filosofía, en robótica, en historia, en lingüística. Nada se me podía escapar. Mis sentidos vivían en máxima alerta. Tal como Arcadio Buendía, intenté calcular los aleteos del colibrí, diferenciar sus ritmos entre días soleados y nubosos, entre primaveras y otoños. Llegué a pensar en una fórmula para convertir el oropel de las acequias en oro verdadero. La antropología, la música, la vida de los animales, el pasado, presente y futuro, la geología, la botánica, la física, la mecánica, eran temas prioritarios en mi investigación.

Mi afán era espontáneo, no competía con nadie y no me movía por influencias de mayores. Más bien me guiaba por un sentido primario, tosco, pues quería conocerlo todo para luego crear desde mí un conocimiento nuevo, aglutinador, una teoría absoluta o del todo (algo que también obsesionó a Einstein y a Stephen Hawking), y luego, imponérsela al resto. Es decir, crecía en mí una especie de dios autoritario. Pero era cosa de conocer otro poco para convertirme en un dios anarquista y generoso.

Aviso clasificado

Corre brisa del noroeste. Las nueces quebradas transitan sin rumbo, algunas chocan y otras se vuelcan como un convoy de hormigas lectoras de Camus. Las sombras de la media tarde se esfuman bajo las nubes grises. Parecen rastrojos de espíritus que luchan por una última oportunidad, por ser al menos ilusiones vanas, claroscuros que besan el suelo para agradecer a un dios con Alzheimer. Los acacios florecidos aromatizan las cantinas refrescando a los borrachos sin mujer. Limas y verdeolivos se disputan los lomajes. Las viejas casonas se descascaran, no hay brochas ni cal, nadie quiere prepararla para encubrir las arrugas del tiempo. Se necesita una luz, una luciérnaga, un sueño, un descampado sin alimañas. No hay dónde poner ese aviso. 

Juguetes


Los juguetes de nuestra niñez tenían sentimientos. Se alegraban. Se resentían. Se vengaban. Hablábamos con ellos. Su vitalidad no estaba en discusión. Los extrañábamos cuando debíamos ausentarnos. A veces, ni siquiera tenían apariencia de juguetes. Podían ser ramas o piedras o pedazos de neumático.

Éramos cuatro hermanos. Todos hombres. Los juguetes debían lidiar con nuestra rudeza. A veces volaban por los aires. Las pelotas siempre estaban desinfladas, los autitos perdían sus ruedas y los triciclos rechinaban por falta de aceite.

Imagen: César Galicia

Óxido, abandono y nostalgia


Alguna vez escribí que no me gusta podar los árboles. No me gusta intervenir en el desenvolvimiento de la naturaleza. Sé que eso puede traer consecuencias para algunos arbustos desacostumbrados a competir por el sol, pero es porque esa coexistencia ya venía torcida.

Me gusta que el follaje se apodere de las cercas, de los muros, que hostigue a los tulipanes.

De la misma forma, hasta hace poco acumulaba juguetes viejos, piedras vulgares, revistas antiguas, y me negaba a guardarlos en cajas o a regalarlos. Es decir, los habría regalado con gusto si hubiese tenido la certeza que los cuidarían tanto como yo.  

Hoy me fascino con los autos viejos, con los buses y camiones abandonados, carcomidos por el óxido, sin focos ni ruedas, sosteniendo en última instancia a las enredaderas silvestres y sirviendo de hogar a las lagartijas y a uno que otro borracho.

Imagen: Mark Goings

Gracias por la compañía


El aroma de la ciruela madura se ha difundido por huertos y jardines. Febrero sigue frío, como si una comitiva otoñal se hubiese adelantado para predisponer el ambiente. Las escaramuzas nocturnas del hielo cordillerano ha deprimido a las hortalizas. Queda poco que hacer por ellas y habrá que esperar una nueva primavera para volver a intentarlo.

Recorro mi biblioteca como un mariscal de campo derrotado.  La captura del conocimiento fue un fracaso. Saco libros de la estantería, leo algunos párrafos y los dejo en su sitio sabiendo que nunca los volveré a abrir. Es como darle la mano a una brigada en formación, saludarlos cordialmente, a veces reprenderlos por haberse querido pasar de listos, quizá sólo felicitarlos por haberme acompañado, aunque no me fueran de mucha utilidad, y a la vez despidiéndome, pasándolos a retiro en mi formación intelectual, incluso en mi cartelera de entretención. Algunos que en otro tiempo admiré se llenaron de moho estético, se desvencijaron lentamente, se empequeñecieron ante nuevos soles o se derrumbaron estrepitosamente como castillos de arenisca ante la tempestad. Digamos que la conciencia de la brevedad del tiempo lector no residual me lleva a una discriminación feroz. Brindo con Joseph Roth. Impongo una medalla honorífica a Zweig. La cruz de hierro a Bashevis Singer. Mi espada a Nabokov. Mi reverencia a Joyce.

Avanzo con un nudo en la garganta. Se oyen los cañonazos de Stendhal, choque de espadas bajo la neblina. Tolstoi se mesa la barba escrutando una criada. Steinbeck me extiende una botella de whisky casi vacía. Abro El pájaro pintado de Kosinski, La broma de Kundera, husmeo a José Emilio Pacheco, Isaak Bábel, Sherwood Anderson, Cartas de Kafka, Hesse y Proust. El humor de Mo Yan. El dolor de Kenzaburo. El reloj no da tregua. Avanza la madrugada. Mi fusilamiento es asunto zanjado.


Imagen: John Steinbeck

Como un personaje de Auster


De pronto me sentí como un personaje de Paul Auster, totalmente supeditado a las arbitrariedades y coincidencias del destino. 

Acababa de vender un cordero y me disponía a preparar mi once de café, marraqueta y palta, cuando alguien, una voz fina, como de niña, dijo aló en el portón. Don Omar y Tatón ladraron furiosamente. Me desperecé y fui a ver quien era. Mi sorpresa fue superlativa cuando me encontré de frente con Angélica. La turbación de ella no fue menor. Pasaba a entregarle a mi hermano policía una billetera con documentos que se había encontrado en el río. Nos saludamos con un beso algo frío y nervioso, plagado de tensión. Era evidente que ella nunca pensó encontrarme en mi vieja casona de infancia.

La invité a pasar, pero se excusó por andar apurada y con más personas. Venía sudada, envuelta en calzas deportivas. En el río se desarrollaba una competencia de vóleibol.


Estaba igual de hermosa que cuando la conocí en 1985. Morena, pelo largo, ojos de javanesa triste, tan esbelta como cuando comenzamos a pololear en 1987, y tan sexualmente explosiva como cuando nos separamos en 1998. El aniquilador tiempo simplemente la había olvidado. No prometió volver. No dijo nada más, sólo se subió al auto lleno de deportistas y siguió su camino.

Al verla alejarse pensé en las miles de concatenaciones forzosas, extrañas, inesperadas e inexplicables que tuvieron que ocurrir para que nos encontrásemos en ese momento. Cuánta agua pasó bajo el puente de ambos. Nos habíamos amado tanto, nos prometimos el paraíso y diría que casi lo pisamos por un breve período. Luego vino el rompimiento, el dolor, la añoranza, el despecho. Y a continuación multitud de parejas, nuevos enamoramientos, nuevas decepciones, separaciones, viajes, reencuentros, abandonos. Y cómo explicar el olvido del muchacho de la billetera en el río justo en el lugar donde ella pasaría segundos después. Y que mi hermano fuese policía, y que viviera sus propias odiseas antes de llegar a servir en el lugar que también lo vio crecer. Y mi presencia en un momento y en un lugar donde nunca antes había pensado en volver a vivir.

Busqué una razón a todas estas casualidades, un sentido, un mensaje del destino, porque mirado en conjunto parecía tener cierta coherencia, cierto sentido, quizá no necesariamente lógico ni justo, pero sí circular. Pensé en otra posible jugarreta del titiritero invisible, ese gran hijo de puta que seguía jugando a los dados sin que nadie le diese su merecido tiro de gracia.

Imagen: Otto Mueller

Temores de un escritor / Timori di uno scrittore

Temo ser generalista o injusto en mis letras. Olvidar matices y comas. Paréntesis y puntos seguidos. Temo escribir sexo con puras eses, o mamá sin acento. Temo a mis ánimos tenebrosos que sobrevuelan como cuervos hambrientos. Temo al exceso de entusiasmo, a las caídas, a las miradas gélidas que apuñalan mi espalda. Temo enamorarme de María Callas cuando la miro al cielo y no veo nada. Temo al gran torbellino de mi mente en las madrugadas insomnes. Temo al ruido de mis pasos dubitativos sobre la madera. 


...


*Temo di avere conoscenze generiche o di essere ingiusto nei miei testi. Dimenticare sfumature e virgole. Parentesi e punti consecutivi. Temo di scrivere “sexo” con solo esse, o “mamá” senza accento. Temo i miei stati d’animo che sorvolano come corvi affamati. Temo l'eccesso di entusiasmo, le cadute, gli sguardi gelidi che pugnalano le mie spalle. Temo d’innamorarmi di Maria Callas quando guardo il cielo e non vedo nulla. Temo il grande vortice della mia mente durante le ore insonni che precedono l’alba. Temo il rumore dei miei passi incerti sul legno.




*Traducción al italiano de Marcela Filippi

Imagen: María Callas

Mi gran ambición


Tengo varios encendedores en mi velador, y eso que no fumo. También linternitas, lapiceras, calculadoras, autitos de colección y piedras de colores torneadas por una naturaleza hostil. Salvo las piedras, el resto son objetos que deseaba tener en mi niñez. Pero eran lejanos, muy caros, propios de ciudad o de un mundo adulto. Durante mi adolescencia junté botellas de licor, paquetes de cigarro, cajas de fósforos, calendarios de bolsillo, monedas antiguas, libros usados, palos secos con formas caprichosas, suplementos de cultura, cds pornográficos, revistas japonesas y películas de Bergman. Con los años, las mudanzas, la falta de espacio y el desinterés fui dejando todo en el camino hasta quedar sin nada. 

Hoy no acumulo cosas. No quiero que mi equipaje afectivo vuelva a ponerse pesado y el sentimentalismo me deje varado en algún lugar. Soy un adulto de 41 años. Lo que hice en cuatro décadas es poco, improvisado y no me deja contento. Lo que no hice es como para auto fusilarse. Mi cantidad de costalazos existenciales es abrumadora. Mi soberbia hizo sufrir a muchas personas que no entendieron ni tuvieron por qué entender mi peculiar tránsito por este mundo. Quizás por eso acabé guardando mi arrogancia en una caja de Pandora bien sellada. Aunque mi orgullo de carnero de risco no quiso meterse dentro. Me quedan pocos años de plenitud física y sexual. Ningún sueño propio, sólo un circo de payasos cínicos divirtiéndose en la penumbra y mi deseo de que a mis dos hijos les vaya bien en la vida. Mi capacidad creativa es poderosa y no le avizoro límites ni fecha de caducidad, aunque muy íntimamente sólo deseo que me alcance para escribir una novela del tiempo. Es mi gran aspiración, la ambición desmedida de un hijo de campesinos pobres que no debió llegar más allá de ser un irrelevante profesor secundario.

Pintura: Karl Hofer
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