Desde pequeño fui un respetable lector de textos económicos. Eran los setenta. Tiempos de dictadura, de revanchismo político y reorganización económica del país tras la breve experiencia socialista de la Unidad Popular.
Leía todo lo que caía en mis manos. Desde esas infamias embaucadoras del régimen militar tituladas El ladrillo y Conversaciones sobre economía (librillo didáctico sobre las bondades del neoliberalismo y demonización del socialismo que circuló por todo el territorio; en cada casa había decenas de ellos y no pocas veces se usaron para encender el fuego matinal), hasta los cuerpos de economía de El Mercurio, sus columnistas, sus perspectivas, sus clasificados.
Milton Friedman y sus Chicago Boys eran las estrellas del momento, las luminarias que nos guiarían hacia un futuro superexitoso. Leí cada facsímil ideológico del diario La Nación (entonces una basura apologizadora del régimen) Leí sobre las bondades de la liberalización de la economía, las ventajas comparativas, la inversión extranjera, la necesidad de achicar el Estado, bajar los impuestos, desregular el mercado financiero, acorazar los bancos, privatizar las empresas públicas, recortar el gasto social, promover el emprendimiento individual, y leí sobre los miles de millones de dólares que irían desembarcando en nuestra avasallada patria y que traerían progreso para todos.
No leí entonces El Capital de Marx ni ningún texto que me mostrara otra versión de la realidad, por cuánto todo estaba escondido o había sido quemado por miedo o por odio.
Mi descreimiento nació solo, al contemplar la realidad de cada día. La precarización y la incertidumbre de la mayoría. El desastre del 82. El desempleo, el no tener a qué echar mano, a quién recurrir, el hambre, las zapatillas rotas, la miseria extendida. Y por otro lado el circo exitista de la prensa controlada, el país pujante, exportador de materias primas, la antesala del desarrollo, la vieja oligarquía sobándose las manos, los generales sonrientes besando niños ante las cámaras, y el enriquecimiento de unos pocos acomodados políticos, las sabandijas del régimen, usualmente la más rastrera y codiciosa peste de cada localidad, amparados por la restauración del poder feudal de los terratenientes y su corte de lameculos. Incontrarrestables hasta el día de hoy. La llegada de la democracia sólo sirvió para legitimar a estos grupos, para blanquearlos ante la opinión pública, y la gente común tuvo que seguir rindiendo pleitesía a este gatopardismo populista de extrema derecha.
Con los gobiernos centroizquierdistas la orientación económica no varió un centímetro. Más bien se acentuó hacia un neoliberalismo aún más salvaje y despiadado. La dirigencia que se hizo del poder quería limpiar su imagen de inepta, congraciarse con el gran empresariado, competir con la tradición oligárquica y llegar a ser mejor que ellos, o parte de ellos. Siguieron desembarcando decenas de miles de millones de dólares a lo largo de todo Chile. Las transnacionales tuvieron su festín. Desde el desierto a la Patagonia. Éramos la joya del Pacífico. Un país casi sin reglas, sin control fiscal, sin sindicatos, con escasos impuestos y leyes laborales estibadas desvergonzadamente hacia el empresariado.
El hecho es que para el ciudadano común la vida no cambió hacia algo positivo. El trabajo siempre fue precario. Los sueldos de hambre. Se destruyeron las microeconomías de subsistencia. Se depredaron extensas zonas del territorio, se arrasó con la fauna marina, se contaminó a vista y paciencia, y luego, cuando quedaba el peladero, los inversionistas se marchaban dejando miseria y desolación.
El drama actual de Chiloé es sólo un botón de muestra del paso arrollador del neoliberalismo y la ineptitud centroizquierdista.
Sí, qué bronca! Ni desde la derecha se han logrado los cambios necesarios para mejorar la calidad de vida de las clases trabajadoras. Ni acá ni allá, quedó en evidencia la mezquindad de la clase polìtica.
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