Mataron al Coco


El puelche botó encinas y duraznos y levantó polvaredas que se confundieron con el humo de los últimos incendios. El valle de San Fabián es una mezcolanza de azules y grises. Esporádicas nubes rosadas pasan indiferentes al tráfago envilecedor de los pueblerinos. Las codornices andan particularmente inquietas y los conejos más jóvenes aprenden a huir de los galgos. Las avellanas transitan del rojo al negro y las rosas mosquetas del amarillo al rojo. La sequía ha adelantado la estética otoñal intercalando en el verdor del bosque los marrones oscuros de los árboles muertos.

Han sido días de recolección de frutos, molienda de trigo y compra de fardos para las ovejas. Las estaciones frías se acercan a tranco largo. De lecturas poco que hablar. Relatos breves de Herta Müller y crónicas de Roberto Merino sobre escritores chilenos. La noble pobreza de Federico Gana, la misantropía de Juan Luis Martínez, la lucidez ante la muerte de Enrique Lihn y Pezoa Véliz. Una lectura retomada: Las noches difíciles de Dino Buzzati. Nos enteramos que se cagaron a tiros al Coco. Su caso fue considerado en el Pleno Municipal de Roma como «Un deplorable factor de turbación del descanso nocturno de la ciudad». El asunto quedó en manos de la policía que metralleta en ristre no tardó en darle la baja. Los niños del planeta se quedaron, de esta forma, sin su principal atemorizador, aunque la luna siguió su ruta inexorable, fría y distante.

Noche de sábado. Carmenere Santa Emiliana, maní japonés y cine gitano de Tony Gatlif. Logramos conseguir Gaspar et Robinson y Gadjo Dilo. A la profunda ternura de la primera película sobre seres solitarios que buscan apoyo entre sí, prosigue la historia del extranjero loco, donde un joven investigador musical francés busca a la cantante Nora Luca, cuya voz deleitó a su padre. La particularidad de la película es que cámara y director parecen desaparecer, dejándonos en medio de un precario villorrio rumano como reporteros silenciosos de un documental sobre el mundo gitano. Conmovedoras resultan las actuaciones de Rona Hartner e Izidor Serban. Este último, un viejo gitano borracho que aun cree en la amistad y el compañerismo.



Imagen 1:  Babau, de Dino Buzzati
Imagen 2: Fotograma de Gadjo Dilo, de Tony Gatlif, 1997.

Lo relevante

Para enterarte de las noticias relevantes de una época debes leer una novela, que es como la piedra desnuda tras la hojarasca periodística, tras la ventolera opresiva de la política, tras la banalidad de las formas que imponen las aristocracias ociosas. Se me viene esa idea cuando empiezo Desesperación de Nabokov. Ni siquiera la novela, sólo su prólogo de Montreux. Es como si el novelista hablara desde el periódico de esta mañana. Con perspectiva, con frescura, con humor, divagando esencialidades en torno a un ser humano habitualmente afligido por su orfandad cósmica. 

La rutina

A las ocho de la mañana llega Olegario con su carretilla cargada de zapallos italianos. Abre el portón que está al otro lado del camino y se pierde en el descampado neblinoso. Es hermano del hacendado del frente. Analfabeto como casi todos los viejos hacendados. Antes era difícil estudiar. Los viejos patriarcas lo consideraban una pérdida de tiempo, una excusa para la flojera. Olegario debe rondar los 90 años. Noventa años de soltería, de soledad, de reiteración de estaciones como diapositivas, repitiendo las mismas acciones cotidianas los últimos 84 años. Antes se pasaba de la niñez a la adultez. Y el límite estaba en los seis años, cuando se era capaz de sostener un azadón y picar la tierra. Lo veo hacer lo mismo desde que tengo recuerdos, osea, desde hace 40 años. 

No se le ve triste ni particularmente alegre. Camina erguido. Saluda levantando el sombrero.  Es bajo, de metro cincuenta. 

Observar su vida en retrospectiva no parece difícil. Antes de la segunda guerra mundial ya abría ese mismo portón a las 8 de la mañana. Con sol tórrido, nevazón o escarcha agostina.

¿Qué desayuna? Probablemente huevos fritos, un cascarón de tortilla de rescoldo, un brioso café de trigo o un pichón de harina tostada. Es lo que desayunaba la gente campesina desde hace siglos. Desayuna sentado ante el fogón, con un gato somnoliento calentándose en la ceniza, en una ruca negra de troncos mal parados y tablones sin pulir para que las rendijas dejen escapar el humo.

Su camastro debe ser de fierro, con cotí relleno de lana de oveja, sábanas raídas, chalones deshilachados, colchas tejidas por palillos del siglo XIX, habitadas por pulgas ancestrales con título nobiliario por tanta proeza sanguínea, por tanto sueño interrumpido, por tanto combate cuerpo a cuerpo con manos rugosas y torpes. Antes se trabajaba durante años para comprar un camastro de fierro, si es que no se tenía la suerte de heredar uno, cosa difícil en estas tierras olvidadas por dios. Lo otro era dormir sobre paja o sobre un manterío pulguiento en el suelo, como los perros.

Cuando éramos pequeños y papá estaba vivo, Olegario nos solía ayudar en las trillas, cargando sacos, guiando bueyes o cortando zarzamora. Nunca lo vi enojado ni demasiado interesado en el festín burlón de los huasos. Bebía poco, brindaba con parquedad y luego se iba a trabajar a otro lado hasta completar su jornada solar.

Otros viejos lugareños que le driblan a la muerte recuerdan que Olegario era bueno pa' los combos. Achorao el enano, sobretodo en las ramadas dieciocheras. Que embestía hacia arriba, cornete tras cornete, sin dar respiro ni oportunidad al rival, hasta derribarlo. Era todo un espectáculo dicen los viejos hocicones, porque era tan chico y tan choro que no había para qué pagar humoristas.


Adaptación


Esto de ser el actor principal de la propia vida no es cosa menor. El guión a veces se pierde y debes improvisar, arreglar un foco quemado del escenario, sobornar a la policía de la culpa para que no irrumpa a medianoche. Los problemas siguen brotando en campo fértil. Se enredan, oscurecen y rumian hasta adaptarlos a la narrativa mentirosa que da consistencia al conjunto. Luego debes encajarlos con cierta prudencia en la continuidad de los días para que la obra final no sea ilegible o vanguardista en extremo.

El azaroso destino

Afortunadamente no soy de caer simpático a la primera ni a la segunda. Suelo generar suspicacias en quienes me escudriñan con ánimos útiles. Los funcionarios me detestan, me maltratan, me expatrian a la ventanilla del infierno. Un rictus burlón en mi rostro contribuye a hostilizar a mis interlocutores. No pocos huasos y matones han ofrecido sacarme la chucha pensando que me burlo de ellos. Pero soy astuto y sé escabullir los golpes. Casi siempre. Las damas, más evolucionadas, intuyen rápidamente que no soy un tipo muy serio. Tierno y viril, pero sólo para pasar el rato. Respecto a mi condición de escritor, que podríamos llamarle oficio, profesión, laburo, changuita, peguita, sacadura de vuelta, desviación burguesa, emprendimiento poco ortodoxo, inevitabilidad existencial, o simple hobby, como les gusta categorizarlo a mis enemigos y parientes, pues prefiero la invisibilidad. Asumo que tengo mucho de hijo de puta, de rufián y de santo bebedor. Insuficientes lecturas, potentes guantes de boxeo narrativo y una digestión cultural extravagante. Sé cuánto valgo creativamente, conozco mi lugar exacto en el estrado de escritores, y sé que eso no me garantiza boletos a ninguna estratósfera. Puedo ser polvillo de hoja otoñal o futura estatua cagada de palomas. Lo esencial lo dirá el azar.

Imagen: Saul Steinberg

Fingir

Cómo es posible caerse tantas veces. Multiplicar pasos en falso. No remontar. No ser el héroe del niño que fuiste. No darle un motivo de orgullo a nadie. Florecen las hortensias. Ese círculo vicioso de las estaciones. Finges que eres un roble. Las nubes lloran por ti.

Me casé con una peronista

A Lorena Romina Ledesma, 
por tanta bendita entrega

Hace unos días vi brillar sus ojos cuando se encontró con una turba que pedía reivindicaciones salariales. Lo mismo sucede cuando vemos una huelga. Averigua el por qué, la forma de apoyar, puteada mediante a los que la causaron. Como buena peronista de izquierda, no admite que se trance con la dignidad del trabajador. Comparte su pan, su almuerzo, su abrigo o sus escasos minutos de celular con quienes lo necesitan más que ella. Por eso no tiene nada, sólo sus pasos, sus vestidos, su larga cabellera negra chasconeada por el viento cordillerano y su perrito blanco, sentimental e hinchapelotas. Sus inquietudes sociales no se calman ni en sueños, porque sueña con lo mismo, los piqueteros haciendo lo suyo y ella al medio, cual Chaplin flameando su banderita, y aunque el desenlace siempre es sangriento, igual se gana un metro, se rompe una alambrada, se derrite una cadena.

Romina llegó tarde a la historia, cuando el alfonsinismo naufragaba en la marea inflacionaria y los carapintadas bravuconeaban su cobardía, pero sé que hubiese sido una montonera, una fugitiva de Trelew, una ideóloga de Quebracho. Sin la comprensión ni el empuje de nadie. Sólo porque sí. Porque así lo exige la circunstancia, el sentimiento, la pulsión de justicia. Romina odia al menemismo vendepatria, la tibieza radical, el macrismo lametraseros, los milicos represores, los buitres acechantes, la banalidad circense de la oligarquía. Las cosas no pueden sopesarse a medias, la injusticia no es visible con un solo ojo. Latinoamericanista hasta los huesos, empática con el dolor ajeno, con la diversidad de los pueblos, con la alegría de los humildes. Sabe que nuestros problemas son muy parecidos, que el diagnóstico sirve para todos y la solución es una sola: memoria y fusil, o como dice León Gieco: "Todo está cargado en la memoria, alma de la vida y de la historia. La memoria apunta hasta matar a los pueblos que la callan y no la dejan volar libre como el viento..."

Justificación y autodefensa

Alejandro Dolina, conductor de radio y filósofo de bar argentino, sugiere no aburrir al lector u oyente con excesivas lameduras de gato. Lo dice por experiencia propia de alguien que cree haber escapado a tiempo. No es digno de elogio transformarse en un pelmazo autoreferente. Hablar de si mismo es terreno pantanoso. Nabokov también recomienda andarse con cuidado, sobretodo entre los escritores jóvenes, entre los aspirantes al olimpo literario. Sin embargo, y esta es mi opinión, nadie está libre de seguir hablando de si mismo. Ni Nabokov pudo salir de su cascarón de emigrante uso. Ni Kafka de su timidez. Ni Joyce de su resentimiento. Ni siquiera Nietzsche de su soledad. Simplemente se trata de disfrazar la cuestión, adornar la nostalgia, maquillar el resentimiento, ponerle cola de cometa a la esperanza. El resultado suele ser desigual, o más bien distinto. Alta poesía narrativa en el caso de Nabokov. Ajedrecismos lingüísticos en el caso de Joyce. Ficción especulativa en el caso de Borges. Y ni hablar de Nietzsche que sin manto ni duda fue el rey de los pelmazos. Es decir, su artillería sirvió por defecto para despejar entuertos morales, para asesinar dioses y nalguear pusilánimes, pero esencialmente fue una artillería de justificación y autodefensa

Caricatura de Nietzsche: Samura

Error de principio

Leo el ensayo sobre Joyce de Edmund Wilson. Las aparentes razones de Ulises. Las claves de ese trayecto. Mi percepción gruesa es que los temas de infancia nunca desaparecen de vista, que buena parte de la literatura es una vuelta de tuerca a esa soledad, a ese desabrigo, a esa decepción de ir creciendo. Nada es ideal nunca. La mirada de un niño es superconciencia de lo que debiera ser. Error de principio. Partida de caballo inglés en arenas movedizas. Luego la corrupción es la norma. La zancadilla. La superposición del ego. La astucia alevosa de hienas hambrientas. Y así te enmierdeces, te nublas, te achicas, porque aunque te creas delfín o lobo estepario, la circunstancia exige tu mordida de mastín acorralado. Hacer daño. Ganar tiempo para no ser despedazado. Eres miedo, duda, incertidumbre, desesperanza. Cuando te explicas suenas a flauta descompuesta. No convences. No cautivas. Es cierto que te diviertes jugando, con sonrisa preterizada, de caballo inglés sin sabor a arena movediza. Pero no puedes evitar sumar días. Masticar problemas agigantados. Engañarte hacia una paz ilusoria. Engañar a otros que es lo mismo. O quizá peor.  Navegar sin remos en un mar de tinta china derramada. 

El descaro

Pilar Armanet, ayer ministra de Bachelet y hoy rectora de una universidad privada perteneciente al grupo Laureate, defiende a rajatabla el derecho a lucrar con la educación. Escucho ya sin mucho asombro sus argumentos mientras preparo mi desayuno.
Los casos de ex ministros y subsecretarios de la Nueva Mayoría que se han pasado al mundo privado son abundantes en mi país. Un día, como funcionarios, defienden muy ambigua y circunspectamente un modelo de desarrollo con aparentes tintes progresistas, y al siguiente, ya sin investidura, son los más implacables defensores del modelo privado.

La novela

Los claroscuros de la condición humana deben explayarse libremente en la novela. Dialogar, enfrentarse, desangrarse. Allí nos reconoceremos, tomaremos partido, nos avergonzaremos. Es la nube más alta de una época culturalmente rastrera. Allí las posibilidades creativas son presumiblemente infinitas. Allí las palabras se suelen agrupar en imágenes e ideas como hormigas psicodélicas con bandera anarquista. Allí el humor es la caballería de refresco y el conocimiento está provisto de botas saltarinas.

Infantilizados

Fue un viaje inventado, a pito de nada. Un oasis en medio del tráfago laboral, las levantadas de madrugada, el sol a cuestas. Lorena tenía que cobrar su salario en un Servipag de Chillán, y aunque podía ser cualquier otro día lo usamos como excusa.

Recorrimos el Jumbo, enorme supermercado donde se vende todo lo imaginable, desde langostas vivas hasta televisores de 60 pulgadas. No teníamos interés en comprar nada. No teníamos un plan de recorrido, solo caminábamos por inercia. Así llegamos hasta las estanterías de películas y libros. Eso nos atrajo. Clásicos de Orson Welles, música de Leonard Cohen, biografías de Salinger. Todo estaba perfectamente ordenado y a precio de remate. Ni una huella digital como testimonio, ni un alma a la vista, silencio sepulcral. Repasamos lo ofertable y leímos un rato. A unos metros de distancia estaban los best seller, la autoayuda, los videos de fitness y la música de moda. Los precios allí eran exponencialmente distintos, digamos diez o veinte veces más caros, y sin embargo estaba lleno de personas que llenaban sus carros con esa mercadería. 

La sección escolar estaba al medio, como fraternizando entre los dos mundos. Fue allí que vimos la enciclopedia que nos dejó embobados. Fue espontáneo. Simultáneo. Como si dos desafortunados personajes de Lemony Snicket encontraran un tesoro. Nos lanzamos a hojearlo. Más de mil quinientas hojas con la descripción minuciosa de cada área del conocimiento. Geología, arqueología, cartografía, botánica, astronomía... Nos sentimos transportados, reconocidos, infantilizados. Descubrimos sin quererlo que de niños fuimos exactamente iguales. Todólogos, filosofantes, aprendices de la magia de la vida, de la explicación y el sentido, escondidos en un armario o bajo la mesa, ganándole minutos a la represión de las formas, a la vulgaridad de la historia.

Carpinteritos de pecho blanco

Tal como en preámbulos otoñales anteriores, han llegado a visitarnos carpinteritos de pecho blanco. Se posan en el viejo manzano desde el amanecer y taladran obcecadamente durante varias horas. Metros más abajo  bebemos mate contemplando su faena. No parecen asustados. Probablemente son los mismos de otros años. Es decir que ya nos conocen y saben que somos monjes sin túnica armados apenas de un celular con cámara.

Atardeciendo

Romina despeja el pastizal que devora sus liquidámbar. Acarrea baldes con agua para refrescarlos, para involucrarlos en la plenitud del cambio estacional. Asoman tímidos, infantiles. Solo tienen algunos meses pero ya sus verdes claros mutan a naranjas brillantes y rojos purpúreos. Lo hace atardeciendo, cuando el furioso sol marziano ya no deja cicatrices. 



Los peores de Latinoamérica

Tuve asuntos que resolver en Santiago. Un par de exasperantes trámites. Mucho tiempo libre entremedio y ningún deseo de molestar a parientes o viejos amigos. Aproveché de recorrer librerías. Creo que visité todas las importantes, y hasta llegué a San Diego, a la librería de Luis Rivano, donde la encanecida figura de un barón de las letras chilenas se vislumbra al fondo de un museo libresco. No encontré muchas novedades y los precios me parecieron ridículamente altos, inalcanzables para el salario promedio de los chilenos. Un libro cualquiera equivale a un día y medio de trabajo. Y hasta tres si está de moda. Creo que no volveré a visitar una librería chilena en el resto de mi vida. Uno simplemente se va despidiendo de muchas costumbres y esta es una de ellas. 

Tarde me fui donde Claudio Rodríguez. En el camino fui maltratado por un chofer de microbus. O al menos lo intentó. No sabía de mi condición de doctorado en guerrilla urbana, en contrainsurgencia de pelotudos aleatorios. Claudio me esperó con cerveza fría. Hablamos de libros. Su amable esposa nos sirvió una deliciosa cena. Bistec y palmitos. Pan amasado recién horneado. Luego nos whiskeamos en el living. 

En mi segundo día fui al Normandie. Llegué a la hora en que empezaba Truman, protagonizada por Ricardo Darín y un perrito viejo. No podría decir que desperdicié el tiempo. La película es emocionalmente efectiva, bien armada, contenida en su dramatismo y hasta hilarante. Darín está soberbio. La escena con el hijo me golpeó bajo. Los días pasan y uno no acaba de resolver los temas importantes. Y el cardioscopio, pues, se puede atascar por mil razones.

Atardeciendo me encontré con Tito Cartagena, amigo recién llegado de Quito. Me habló de su hartazgo de Chile, de la mentira que nos envuelve, eso de creernos los mejores, los más bacanes, siendo en realidad los más rascas de latinoamérica, el exitoso reino de la desigualdad, de la inoperancia, de la corrupción solapada. Sin contar lo hoscos, ignorantes y vulgares que somos. Lo hipócritas. Lo racistas. Lo desleales. Lo rastreros. Como contradecirlo si yo pienso lo mismo. Nuestro escudo patrio debiese tener un maricón sonriente en lugar de esos bichos expiatorios. Cartagena me encaminó hasta Renca, donde los Zambitos, ex compañeros de Historia, me ofrecieron hospedaje y calidez humana.

Temprano resolví mi último trámite, compré café y Barros Luco a la pasada y me encaminé al terminal de buses. Me subí al primero que encontré. Me senté al final esperando no ser molestado. Dormité hasta Parral. Soñé con muchas épocas, con otros mil viajes realizados por razones tan distintas. Tras espabilar leí un par de artículos de José Donoso. La distorsión significativa de Isaac Babel y los buenos primeros tiempos de Steinbeck. Luego contemplé los interminables maizales, los podadores de cerezos, los despastadores de arándanos. Romina me esperaba con el almuerzo a punto. Arroz blanco, papas salteadas, tortillla de atún, lechugas en vinagre de miel. Brindamos por el reencuentro con un vino tinto de Portezuelo.

Rostro

Mi rostro muta camaleónicamente. A veces parezco de treinta y ocho. Lozano, entusiasta, atractivo para ciertas mujeres intelectuales, o para las desengañadas de la vida, esas que no esperan mucho, o que han comprendido con profundo dolor la injusticia sentimental del circo biológico. En otras parezco de 45, perdido en un galeón español a 50 mil pies de altura, incomunicado por los fiscales del demonio, sin una lectura, sin un cepillo de dientes a mano. Cada tanto subo a cincuenta, a cien, a doscientas nochebuenas en el patíbulo recibiendo paliza de los enanos de Papá Noel. Entonces el ceño se frunce hasta absorber la mirada como un chou chou dormido. Y a veces, cada vez más a lo lejos, parezco de treinta, sin ojeras tan evidentes, cabello brillante, rictus burlón, pene congoleño y la ropa hecha jirones por ninfómanas irrespetuosas.

Hambre

Adriana estiró su mano para que le ayudara a saltar entre dos grandes piedras. Abajo descendía un riachuelo transparente que parecía albergar truchas imperturbables.

Calzaba sandalias de plástico y en su bolsito de excursión llevaba el termo con el mate y un viejo libro de Hamsun. Lo habíamos comprado dos días atrás en una feria callejera de Chillán. Era el único libro a la venta entre herramientas de albañil y ropa usada. El vendedor, un grandulón de apariencia pacífica, tenía el rostro curtido por surcos de insolación, alcohol y miseria. Nos cobró cien pesos. Menos que medio cigarro.

Adriana quiso descansar, así que buscamos una piedra plana sombreada por mañíos. Miró el cielo. La inmensidad sólo podía apreciarse hacia arriba, en las cumbres rocosas, en las nubes errantes y el cielo azulado, porque abajo el bosque se interponía como una metrópoli misteriosa.

Tomé su bolso y preparé el mate. Ella abrió el libro y comenzó a leer: “Era el tiempo en que yo vagaba, con el estómago vacío, por Cristianía, esa ciudad singular que nadie puede abandonar sin llevarse impresa su huella…”

Aspiré el mate del tonto. Su amargura contenía esencias de poleo. Adriana musitaba la segunda estrofa: “Estoy acostado en mi buhardilla, no duermo: oigo sonar las seis en un reloj vecino. Hay mucha claridad y la gente comienza a moverse por la escalera…”

Le pasé el segundo mate. Dio dos bocanadas rápidas y me lo entregó. A sus 47 años se veía tan atractiva como la lechera de Vermeer. Tres décadas atrás pasó por la universidad. Fue sólo un año, apenas un año, y lo suele recordar con nostalgia resentida. Se muerde el labio y mira fijamente el punto más lejano que alcancen sus ojos. Simplemente no se pudo más. Se moría del hambre. Sus padres eran pobres como ratas, enfermos de todas las enfermedades de la escasez, pero propietarios de cinco hectáreas baldías, así que Adriana no catalogaba para las becas. La burocracia estatal la consideraba de clase media, autosuficiente, indigna de una limosna fiscal. De aquella época, o quizá de mucho antes, le quedó el gusto por la lectura. Era asidua visitante de la biblioteca pública. Probablemente su única clienta en este pueblo infestado de borrachos envidiosos e ignorantes.

Le besé el hombro desnudo. Lo hice sin premeditación. No éramos novios ni amantes ocasionales, sólo amigos esporádicos y silenciosos. Creo que verla ocupar ese espacio majestuoso sobre una piedra, oír su voz, Hamsun, el rumor del agua, los mañíos aventándonos frescura, me hizo quererla espontáneamente. Adriana continuó: “Había llegado el otoño, la estación delicada y fresca en la que todas las cosas cambian de color y pasan de la vida a la muerte…” 

Fue una muchacha sin suerte. Dos hombres pasaron por su vida, dos hombres miserables y violentos. El primero la golpeaba, la encerraba durante días, no le permitía opinar ni ponerse vestidos. El segundo sólo la engañaba y nunca estaba sobrio. Tuvo una hija con el primero. Ya tenía 28 años y estaba casada con un policía. Se llevaban bien y tenían una casita y un auto nuevo. Pero su hija no podía engendrar. A veces se culpaban mutuamente con su marido. Los exámenes eran confusos.

Le di otro beso en el cuello. Tenía el pelo tomado como un Kushi-maki y algunos delgados cabellos ondulaban por su nuca. Luego le besé la frente, las mejillas, la nariz, las orejas, el borde de los labios, las rodillas, los tobillos, la espalda, el escote entre sus pechos…

Ella prosiguió su lectura, inconmovible a mis besos, sin manifestar confusión ni rechazo, ni siquiera cuando le terminé de bajar las bragas.

Trumbo

La única lección de Trumbo: debes proseguir. Sin victimizarte, sin lamer culos, no necesariamente con esperanza, aunque si con astucia, jugando con los dados ya tirados.

Buena película para un viernes sin alcohol. Sirvió para reencontrarme con el escritor levantisco que llevo dentro, ese que tiene la hoz y el martillo cincelados en el alma.

Nubes plateadas


Marzo trajo consigo el silencio y algunas nubes plateadas. El valle de San Fabián se ha despoblado de turistas y parentelas urbanas. Las uvas se empiezan a teñir de morados y las ramas de los manzanos se desploman ante el peso de tanta fruta. Las labores agrícolas veraniegas han concluido y es hora de cambiar de registro, de volver a lo que había quedado a medias. Pero son tantas cosas que no sé por dónde empezar. Siento que he perdido interés por muchas de ellas. Reviso mis archivos con la sensación de que no he avanzado casi nada en veinte años. Me provoca ansiedad saber que he leído tan poco y que se me va la vida, que a mi talento le he dado reiterados puntapiés de postergación. A mi orgullosa fortaleza física solo le espera la decadencia. A mi vista la ceguera. A mi lucidez la melancolía y la culpa. 
Solo tengo claro que no escribiré sobre funcionarios o políticos. Al menos no individualmente sino como generalidad, como costo asociado al vivir, implícitos como ratas gordas entre los trámites de la supervivencia.
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