Mi principio y mi fin

Cambio lecturas como quien cambia medicinas. De Philip y Joseph Roth me paso a Danilo Kis, a Lorrie Moore. Busco confluencias, sorprendimientos, motivos para admirar. La medicina más fuerte no me ha dado resultado. Al menos este último tiempo. La primavera tampoco. El polo sur se expandió hasta mis pies. A veces rompo el hielo, y en ese pozo profundo, oscuro, no hay quien me salve, no hay quien quiera salvarme. Los krilles toman butaca preferencial para matarse de la risa con el juego desesperado de mis piernas. Husmeo en La muerte de Virgilio de Herman Broch, en El correo de Bagdad de José Miguel Varas, en La patria de la electricidad de Andréi Platónov. Joseph Brodsky asegura en este último prólogo que Breznev también se sentía escritor, que buscaba esa fama, esa gloria, tal como el poeta Stalin, el mismo que verdugueó a Gorki. Es solo un momento. Tengo el pecho oprimido. Debo salir a los quehaceres habituales. El psiquiatra Mozart está en la carpeta de otro computador. Recurro a REM. Audífonos a todo volumen. No escucho a los cometocinos que hacen mimos frente a mi ventana. No escucho mi mente, todos sus idiomas, mi monstruosa mente. El tecleo es automático, como ciertas actitudes ante la vida. No sé si esta música me hace mejor. No sé si llamarla música. Tiene cierta onda. Pero quien podría superar a Mozart. Avanzo diez páginas de Una tumba para Boris Davidovich. Omnisciencia forense con tufillos borgianos. Digresionista, entretenido, perfecto. Florecen azaleas en el viejo corredor de mis antepasados políticos. Ya saben que soy mi principio y mi fin.

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