Luego que mamá horneara su pan amasado aticé la
fogata para tostar trigo. Vertí un par de kilos dentro de la callana, la afirmé
en el pértigo y comencé el bamboleo del tostado. Tardó algo más de diez minutos
en ponerse negro. Tras incendiarse lo amagué con un saco y vertí el trigo en un
tiesto. Ya convertido en café de trigo lo dispuse en varios frascos para el
consumo. Era la bebida matinal y vespertina de nuestra infancia. Comprar café
en el supermercado era impensable por lo caro, por lo lejos y porque se
consideraba un lujo insostenible en el tiempo, así que se preparaba un
sucedáneo en casa que, a falta de nombre propio, tomaba prestado el del café. Dejábamos remojando un puñado de trigo quemado en una teterita con
agua hirviendo, y le agregábamos una hoja de durazno o una cáscara de naranja. Era sabroso, nos brindaba calor y amenizaba nuestros largos inviernos, por lo
que decidí volver a esa costumbre, aunque a estas alturas nadie más me acompañe
en su degustación.
Es difícil imaginarse el sabor de esa bebida, hay que probarla para incorporarla a la acodada lista de sabores de la que dispongo por haber nacido en un ámbito con menos tradiciones, más dependiente del disponible en el supermercado.
ResponderEliminarSensorial evocación, me gustó mucho.