Hoy, mientras hacía fila para
pagar en un supermercado del barrio, contemplaba delante mío a una
mujer pequeña y raquítica con sus tres hijos, tan pequeños y raquíticos como
ella. Los chicos daban la impresión de ser ya preadolescentes, quizás de entre
diez a catorce años. Sin embargo, la envergadura de sus cuerpos no parecía más
desarrollada que la de niños de siete u ocho años. Todos esperaban su turno con
sus miradas apagadas, perdidas, ninguno sonreía, ninguno bromeaba, y tenían sus
ropas y calzados tan gastados y descosidos que ya parecían prestos a
desprenderse. La mamá pagaba los víveres para el almuerzo del día, que era
medio kilo de arroz del más barato, una bolsita de salsa de tomates y un cuarto
de kilo de osobuco para el puchero (hueso al que se le ha sacado casi toda la carne
y que sólo sirve para dar sabor) Luego se perdieron lenta y tristemente en una
calle polvorienta sin nombre.
No pude dejar de pensar en ellos,
en sus vidas, en cómo soportan cada día. Pensé en los chicos, tan pequeños y desvitaminizados
que ni siquiera pudieron crecer lo que tenían que crecer. Pensé en qué tipo de
sueños pueden albergar las personas que viven en esas condiciones, de qué
hablan, de qué se ríen, cuál es el primer pensamiento que se les viene a la
mente cada mañana, cuál el último antes de dormirse.
En el camino de regreso me topé con otra
madre, mucho más joven que la anterior, y que ya andaba con su parvada de
cuatro infantes, cual de todos más pobre y desnutrido. Enumerar los casos que
veo a diario me haría extenderme por cientos de hojas, quizá hasta tendría que
usar una calculadora. Y todo esto en uno de los países con mayor potencial
alimenticio del planeta.
Luego llego a casa, enciendo la
televisión y veo una multitud de furiosos rubios de la clase alta argentina, bien vestidos y enjoyados, tocando cacerolas en las calles, maldiciendo al gobierno por ayudar a los más pobres y por no dejarlos comprar demasiados dólares. Ninguno de esos rubios parece haber sufrido una infancia como la de los niños
que contemplo a diario. Rubicundos y sanitos, sólo han recibido atenciones, la
mejor comida, mucho afecto y mimos y abundante tiempo de ocio para dedicarse al hobbie del odio.
Parecen dos países tan distintos.
Pero sólo es uno y horrorosamente desigual.
Una dicotomía observable en todos los barrios de todas las ciudades del mundo. Una realidad absurda que no se logrará cambiar hasta que desde el poder político se tomen decisiones adecuadas y medidas precisas. Esperar que cambie parece iluso.. lo es. Vivimos en un mundo injusto y lo poco que se puede hacer deja gusto a poco.. a penas patalear.
ResponderEliminarTerrible realidad, ojalá cambie pronto.
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