Cinéfilo


Durante años disfruté buenas películas en el cine. Cada tarde en que podía hacerlo, me deslizaba por calle San Diego hasta Tarapacá a ver la primera o segunda función en el cine arte Normandie. Casi siempre iba solo, así que podía llorármelas como un magdaleno sin que nadie reparase en mí. Compraba mi emparedado de jamón, mis galletas y mi leche en caja en un supermercado cercano, y ya en el cine procuraba ponerme al día con mi estómago y mi espíritu sin hacer mucho ruido. Cuando iba con alguien, nos emocionábamos juntos y esa emoción quedaba inevitablemente unida a ese acompañante en el tiempo. Es decir, recordar la película era también recordar a mi acompañante y a lo que conversamos y a la temperatura de esa tarde y al café que nos bebimos al salir, e incluso, en muy contadas ocasiones, al buen polvo que nos pegamos de madrugada.

La primera película de calidad que vi acompañado fue El Sacrificio, de Andréi Tarkovski. Fuimos con Claudio y unas compañeras de literatura medio hinchapelotas al antiguo cine Normandie, cuando aún estaba en la Alameda. Los palcos eran numerados y había muy pocas personas. La enorme nave era casi completamente nuestra. Pero la película no era fácil de digerir, no al menos para nuestros atarantados 18 años. Pese a ello, pudimos debatir durante semanas sobre los posibles significados del film (creo que después de veinte años, todavía no concordamos en ninguna interpretación)


Más adelante, vimos junto a Claudio, Ardiente Bar Budapest, de Tinto Brass, en un viejo cine céntrico para pervertidos. Ese día, como tantos otros, vagábamos por las calles de Santiago y nos deteníamos ante cualquier estímulo particular. Los afiches afuera del cine mostraban tetas y culos al por mayor. El cine era barato, aunque el acomodador tenía cara de asesino en serie. Entramos con no poca desconfianza. Ardiente Bar Budapest la ofrecían como película calentona, y no recuerdo si  pretendíamos apreciarla con esa única motivación, pero a medida que avanzaba íbamos quedando boquiabiertos con el surrealismo violento y sin cortapisas del director italiano. Años después, Claudio escribió un buen cuento con esa experiencia. De esa forma, el recordar a las chicas semidesnudas que disparaban por entre sus piernas y luego lamían el cañón polvoriento de sus pistolas, era también recordar el excitado asombro en la mirada de mi amigo Claudio. Con él vi más adelante Stalker, Capriccio, La Naranja Mecánica, Átame y El Tambor de Hojalata, todas en el cine de la facultad, entre cientos de excitadas y bulliciosas estudiantes de Parvularia y Diferencial. Belleza Americana la vimos en un cine de mall. Al salir nos costaba articular palabras. Realmente habíamos quedado encandilados con la amargura de la historia y con el sonriente final de nuestro querido Kevin Spacey.

Con Alejandra, que fue una noviecita delgada y sarcástica que tuve a comienzos de los noventa, fuimos a ver El Amante, de Jean-Jacques Annaud. Como era todavía una colegiala, tuvimos que explicar en su casa la película, pero gracias a un urgente guiño cómplice, narramos en realidad las aventuras de El Rey León. No sé si nos creyeron, pero Alejandra me dijo dulcemente al oído que había quedado enferma de caliente con el rugiente felino animado. Sin embargo, no duramos mucho tiempo juntos.

Con Brenda vimos varias películas en distintos cines. Ella se entusiasmaba con cada cosa que pudiésemos hacer juntos. Le gustaba también ir a recitales de grupos de izquierda. Algo que a mí me horrorizaba. Era tan hermosa y la quería y deseaba tan obsesiva y acaparadoramente que me enfurecía  sólo con imaginar que ella había visto películas con otros hombres antes de conocerme. Con ella conocí los celos retrospectivos. Me azoraba por tonteras como un perro ocioso que se vive mordiendo la cola.

Hubieron películas que vi con placer, con triste placer, solitariamente, como Fresas Salvajes, de Bergman, o Buenas Intenciones, de Bille August, o la francesa  Todas las mañanas del mundo, todas ellas en el cine Normandie. Esas tardes fueron las mejores. Me deslizaba desde el metro Universidad de Chile, pasando por San Diego, entre librerías de viejo y bares de chicha y pernil, hasta llegar a la transitada Tarapacá, con sus moteles baratos y armerías y su descontextualizado cine arte. Allí vi cientos de películas, decenas de ciclos de distintos países, épocas, temáticas y directores, durante 8 años seguidos.

Luego vino el tiempo del dvd, de los living a oscuras, con la muchacha de turno montada sobre mi, y de fondo una porno bajada de internet que se quedaba pegada en cualquier parte. 

(Continuará)

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