Cruz de mayo

No vimos hogueras el día de la cruz de mayo. Los tiempos han cambiado en San Fabián de Alico. Urgencias nuevas, cierto desdén por la belleza o inconsciencia de la unicidad de los momentos, de su importancia, de su solemnidad. Ni siquiera se trataba de una religiosidad obtusa o excluyente. Católicos, evangélicos y librepensadores contribuían a esa fiesta. Encender las piras era un acto de expiación cósmica, de purificación, de alegría y contemplación. Hoy las piras se alzan al cielo en la memoria de los ancianos que recuerdan, que añoran la compañía, el grupo, la colaboración. 

Cerros azules


Mayo es intersección estacional. Mes de cerros azules, humaredas de barbecho y árboles amarillos en extinción. Sabes que se acerca el frío por la cantidad de motosierras zumbando en el valle. Mucha gente ha quedado desempleada. En invierno hay escaso trabajo agrícola. No hay plantaciones, cosechas ni podas. Y si las hay son cubiertas por los escasos funcionarios de planta. El resto lo hacen las maquinarias. Para sobrevivir se vende cualquier cosa: enseres, ropa vieja, astillas de aromo verde. No pocos se dedican a la recolección de castaña y encina, pero eso da para pocos días. El resto es incertidumbre, racionamiento y espera.


Contra el tiempo

Creo que hago esto contra el tiempo. Quiero decir, escribir lo esencial para dejar al menos constancia de los sucesos, mi parcialidad sobre las extrañas circunstancias que se entrelazaron en este minuto histórico. Nunca se puede hacer demasiado, apenas parchar y parchar hasta que el alma, esa indescriptible sustancia, se gangrena de tristeza y sólo desea un ataúd de pino quemándose al fondo de una quebrada sin acceso peatonal, imposible a los diestros carneros, neblinosa ante los drones, insustancial ante ese dios de peluche que berrea sobre una alfombra persa.

Inagen David Laity

Semáforo descompuesto

Intento leer Tristes Trópicos de Levi Strauss, pero parece no ser el momento. No es el autor. No es el libro. Soy yo. Mi emotividad está detenida ante un semáforo descompuesto. No avanza, obstruye, y mi lucidez está detrás, tocando la bocina. 

Castañas cocidas bajo un puelche furioso


La lluvia de tres días dio paso a un puelche furioso. La vieja casona se remece como un navío fantasma. Silba y cruje mientras las encinas azotan su techo de latones oxidados. Temprano fuimos a recoger castañas. Romina las antojaba cocidas para el anochecer. Comimos en silencio, masticando nuestra cultura tan distinta y solitaria. Estaba frío. Atizamos la cocina con cáscaras de pino. La tetera hirvió a los pocos minutos. Bebimos mate cocido. Para romper el ulular del puelche leí en voz alta el comienzo de La Broma de Kundera, pero Tatón bostezó, así que retorné a los cuentos de Haroldo Conti. A las 10 fuimos a nuestra habitación para terminar de ver To the wonder, de Terrence Malick. Necesitaba un vino urgente, un malbec de preferencia, pero la noche oscura y tenebrosa y la posibilidad de encontrar todos los boliches cerrados me disuadieron de tal empeño. La vi con el ceño fruncido. Hombres y mujeres somos muy distintos en el área del querer. Me pareció un rompecabezas de emociones. Se expresaba el sentir desde cada conciencia, no la palabra mentirosa. Los mensajes eran caricias o platos estrellados. Las mujeres buscando permanecer en el corazón de un hombre, significar algo perdurable en su hoja de ruta, acaparar su pensamiento, provocarle una sonrisa de añoranza cuando la recuerde. Y los hombres de lecho en lecho, acariciando una hembra sin rostro, queriendo y dejándose querer para olvidar apenas amanezca.


Fotografía 1: Romina explicándole a Tatón sobre el sinsentido de ladrarle a una vaca. 
Fotografía 2: Romina recogiendo castañas. San Fabián de Alico, Chile.

La ilusión de amar

Fuimos al río a ver la reciente crecida. El agua lodosa deslizándose cordillera abajo. La tronadura del pedrerío arrastrado. Tatón olfateaba con gusto las ramitas bajas de los aromos, alguna que otra castaña humedecida con lluvia. Desde las montañas se desplazaban hacia nosotros nubarrones oscuros. Sin paraguas ni impermeables, decidimos emprender el regreso a los trotes pero igual nos alcanzó la granizada antes de llegar a casa. El viento norte nos golpeaba el rostro con bandadas enloquecidas de hojas amarillas y marrones. El iluso Tatón daba enormes saltos intentando agarrar los granizos. Llegamos a cambiarnos de ropa y a preparar café y tostadas. Alimentamos la estufa con tronquitos de pellín. Aseguramos ventanas y puertas para que la tempestad no las golpee a mitad de noche. Tatón quedó en el corredor ladrándole a los truenos, mojado como diuca, enojado por no haberse escabullido hasta el sillón.

Volvemos a nuestras lecturas. Creo que Romina empezó Elegía. Ambos respetamos a Philip Roth. Por mi parte husmeo Karl Marx de Isaiah Berlin. Soy un marxista analizando a su analizador. Las ideas sometidas al escrutinio de un laboratorio. A veces firmes como cuerda marina y otras tan frágiles como el cordón podrido de un vagabundo. La contienda de los días parece proveerme de más fundamentos que a Berlin. La lucha de clases sólo cambia de formato. Recién empieza a oscurecer. Abro Los hechos de Philip Roth. Libro antojadizo que se pretende autobiográfico  y frente al que el propio Roth desconfía. No está seguro de dejar de mentir, de que la idealización no le nuble la mirada, de no verse, de no ser. Se inquiere molesto: Tengo la impresión de que has escrito tantas veces metamorfosis de ti mismo que ya no tienes idea de lo que «eres» y has sido. A estas alturas eres un texto ambulante.

A veces siento que mis propios textos suelen ser mentiras autobiográficas. Juegos retóricos desesperados donde pido auxilio, un guiño cómplice, un poco de amor. La verdad puede ser un seppuku y a la vez una cuchillada artera hacia donde nunca la dirigiste. Se ha cortado la luz. Aprovechamos de ver una película con la batería excedente del computador. Impongo To the wonder de Terrence Malick. Voces de la conciencia que le hablan al viento sobre la ilusión de amar, sobre el vacío de no creer. La batería se agota a los 35 minutos. La oscuridad se impone. Esporádicos relámpagos alumbran los ventanales. Llueve en voz baja y Tatón le sigue ladrando al eco de los últimos truenos.


Imagen: Fotograma de To the wonder de Terrence Malick (2012)

Sentimental y vagabundo


Hay mucho de sentimental y vagabundo en las letras de Haroldo Conti. Filósofo contemplativo de río, de esos que ven pasar los espectros de la nostalgia a través del agua turbia, que mastican la rebeldía hasta convertirla en leyenda. Las escasas palabras de sus personajes son el resumen de pedregosas vidas transitadas, sentencias justicieras ante la impunidad de la historia. Barqueros que saben que no hay adónde ir, que nadie espera, nadie reconoce, pocos recuerdan, pues el sentido de la vida es niebla difusa que no despeja ni con sol radiante.

Hermandad de clase


Las nubes siguen estacionadas a baja altura. La lluvia trajo vida al valle. Retornan las pequeñas acequias, se pudren las hojas caídas y reverdecen los campos. Espinillos y llantenes, zarzamoras y acelgas libres. Los conejos cruzan los potreros medio locos de felicidad. Es temprano para encender la chimenea. Hoy no tengo clases aunque sí mucho trabajo pendiente de huerta. Es tiempo de plantar zanahorias y ajos. Necesito comprar postes de acacio. Levantar cercos suficientemente altos que detengan el estropicio de las gallinas. Preparo un té rojo. Tuesto un pan amasado y le esparzo miel de ulmo. Abro El crepúsculo de un ídolo de Michel Onfray. Quedo atrapado en el prólogo. Siento una especie de hermandad de clase, deseos de darle un comprensivo y afectuoso abrazo al autor. 

El padre de Michel Onfray era obrero agrícola, empleado de una lechería, un miserable explotado al que apenas le alcanzaba para subsistir. La madre era doméstica en la misma lechería. Michel pasó cuatro años de su niñez en un orfanato salesiano. Allí sintió "el aliento pedófilo de la bestia cristiana". Al salir, a los 14 años, se las arregló para aprovisionarse de libros viejos, desechados. Así conoció a Breton, Rimbaud, Baudelaire, biografías, obras diversas de sociología, psicología, filosofía, y tres autores que removieron su percepción de la vida: Nietzsche, Freud y Marx. "Sentí la misma proximidad con la palabra de Marx, quien, en el Manifiesto del Partido Comunista, explica que la historia, desde siempre, tiene por motor la lucha de clases. El pequeño volumen de color naranja de la colección Éditions Sociales se cubría de trazos de lápiz: el balanceo dialéctico entre el hombre libre y el esclavo, el patricio y el plebeyo, el barón y el siervo, el maestro de un gremio y el oficial, el opresor y el oprimido, yo lo leía, sin duda, y sabía visceralmente que era justo, pues lo vivía en mi carne, en la casa de mis padres, donde el salario de miseria apenas bastaba para alimentar la fuerza de trabajo de mi padre, que el mes siguiente debía volver a empezar para asegurar su supervivencia y la de la familia", dice Onfray. Desde entonces se convirtió en un socialista y lo sigue siendo hasta hoy, aunque de una manera libertaria, más cercana a Proudhon.

Mi caso es parecido. Soy hijo político de un campesino pobre, aunque autónomo, que se las arreglaba para subsistir de mil formas. Compraba y revendía chivos, cerdos, gallinas, ovejas y legumbres. También bluyines, camisas, pañuelos. Cultivaba chacras como mediero, sembraba trigo y avena en nuestro escaso terreno, cruzaba la frontera argentina llevando cueros de conejos, linternas y mantas de Castilla. Hacía carbón de espino en los cerros, recolectaba encinas, castañas, avellanas y todo lo que estuviera a mano. La verdad es que siempre le fue como el culo, no levantó cabeza jamás, perdía plata a montones, se dejaba engañar fácilmente. Su talón de Aquiles era ser honrado. Su orgullo era ser libre, no tener patrón, y ver crecer a sus hijos sin ese sometimiento.

Respecto a mis propias lecturas, creo que empecé por Dickens y Víctor Hugo. Fueron mis primeros esbozos de miseria e injusticia literaria. Tardé algunos años en llegar a Marx porque vivíamos en dictadura y todo lo relacionado con el marxismo estaba absolutamente prohibido. 

Krochmalna 10


Llueve apaciblemente entre estas montañas. La humedad empieza a calar los huesos. Las viejas vigas de roble que sostienen el parronal amenazan con ceder. Lleno tiestos con uva para alivianar las guías y alejar la amenaza, pero la crujidera no cesa. Las noticias dicen que Santiago es un caos. Particularmente el Santiago rico, el de los rascacielos y malls, donde predominan las bestezuelas arrogantes de cabello claro, las que desprecian al resto, al inmenso morenaje que sobrevive con el sueldo mínimo. Que el agua turbia le ensucie los tobillos a un rico equivale a un holocausto nacional. La prensa rastrera no ahorra epítetos para evidenciar su congoja.

Antes de sacar a pasear a Tatón le leo un capítulo de Krochmalna 10 a Romina. Corresponde a las memorias de Bashevis Singer que pincelan su contexto de infancia. El capítulo en cuestión se refiere al divorcio de dos ancianos judíos y al escándalo que provoca en su comunidad. El autor lo describe de forma enjundiosa, refrescante, colorida, sin eludir la chimuchina de los días, las pequeñas cosas que generan memoria por defecto. Bashevis Singer aparece como un personajillo muy secundario, un observador detrás de puertas entreabiertas. Quizá intuye que hablar sobre uno mismo siempre es engañoso, porque los escritores prefieren los espejos cóncavos para eludir lo esencial, escamoteando la vergüenza del cara a cara, invisibilizando la miseria y la culpa que los iguala al resto, o bien victimizándose con medallas inmerecidas de mártir. 

Los muertos


Avanza la hora. El pánico al silencio. Refuto mi odio a la música con Pagliacci. Fragmentos de Banville, Onfray, Donoso. Me detengo en Ayer de Agota Kristof: "Uno no puede escribir su propia muerte". No puedo continuar. Miro a mi alrededor. Paredes desnudas de historia. La ampolleta orbitada por mariposas nocturnas. Migas sobre un mantel azul. Reparo en mi estar, en mi ordinariez, la suma de una contemplación desprovista de orgullo. La soledad me persiguió a todas partes como una sombra obcecada. Me levanto a preparar un té rojo. Romina atraviesa la habitación con sus propios libros. Con su silencio inescrutable. Con su soledad. Tiene los pezones erectos bajo su sweter salmón. El té resucita mi excedente de vida. Abro a Joyce. Veo los ojos de Michael Furey aullando compasión, las lágrimas a destiempo de Gretta, la vergüenza de Gabriel, mientras sigue nevando en toda Irlanda.

Cuándo se nos jodió la vida


En qué momento se nos jodió la vida. En qué momento desviamos el rumbo de la gran expectativa. Podría ser motivo para un psicoanálisis o tema para una novela de bolsillo. A medida que pasan los años vamos bajando la vista con cierta mansedumbre, aunque no sin una rabia inmensa. Se masculla el infortunio bebiendo un mate amargo, prometiendo palizas a los espíritus del pasado. Manchas cada vez más borrosas que te hincharon las pelotas en tiempos míticos. A ratos hasta olvidas qué fue lo que te hicieron, de qué los culpas, cuánto influyeron en tu gran caída, pero igual sigues enojado, ferozmente enojado, sobretodo cuando toleras entreabrir la puerta a la única verdad posible, que toda la culpa siempre fue tuya. Contemplas el universo enmarcado en la ventana, las hojas rojizas avisándote que ya es otoño, chincoles excitados ante el advenimiento de la primera lluvia de abril, pero no puedes realmente concentrarte en el fulgor de toda esa belleza, en su filosofía implícita, en la renovación estacional que debiera oxigenar tu mirada, esa alegría cósmica no te llega al alma, porque sigues emputecido, a medio camino entre la santa contemplación y la venganza.

Imagen: E.C.Escher, Superficie increspata, 1950.

Tercera clase


Primeras luces de un martes abrileño. Frío azulado, neblinoso, con tufillo a humo de incendios amagados. El otoño arribó al valle con camas y petacas. Maduran membrillos, manzanas y uvas. Los plátanos orientales ostentan enaguas de amarillos y marrones. Las diucas reclaman lluvias desde las quebradas y los tordos canturrean su optimismo desde los guindos deshojados. Pasan buses llenos de temporeros, rostros ojerosos, adormilados y tristes como pasajeros de Daumier. Quedan pocos días de trabajo. Con la primera helada se acabará la recolección de frutas y empezará el largo invierno de la incertidumbre.

Café bien caliente. Primer cigarro. Coro de perros ladrando al último vestigio lunar. Recorro portales que parecen uno solo. Los papeles de Panamá como algo sospechosamente nuevo. Es bien sabido que ningún rico quiere pagar impuestos y que hará lo ilegalmente posible para zafar su obligación ciudadana. No hay de qué avergonzarse, no hay de qué asquearse, porque con vergüenza y asco ajeno hemos vivido siempre. Es lo usual. Lo sorprendente sería lo contrario.


Imagen: Honoré Daumier, The Third Class Carriage (1862)

Mataron al Coco


El puelche botó encinas y duraznos y levantó polvaredas que se confundieron con el humo de los últimos incendios. El valle de San Fabián es una mezcolanza de azules y grises. Esporádicas nubes rosadas pasan indiferentes al tráfago envilecedor de los pueblerinos. Las codornices andan particularmente inquietas y los conejos más jóvenes aprenden a huir de los galgos. Las avellanas transitan del rojo al negro y las rosas mosquetas del amarillo al rojo. La sequía ha adelantado la estética otoñal intercalando en el verdor del bosque los marrones oscuros de los árboles muertos.

Han sido días de recolección de frutos, molienda de trigo y compra de fardos para las ovejas. Las estaciones frías se acercan a tranco largo. De lecturas poco que hablar. Relatos breves de Herta Müller y crónicas de Roberto Merino sobre escritores chilenos. La noble pobreza de Federico Gana, la misantropía de Juan Luis Martínez, la lucidez ante la muerte de Enrique Lihn y Pezoa Véliz. Una lectura retomada: Las noches difíciles de Dino Buzzati. Nos enteramos que se cagaron a tiros al Coco. Su caso fue considerado en el Pleno Municipal de Roma como «Un deplorable factor de turbación del descanso nocturno de la ciudad». El asunto quedó en manos de la policía que metralleta en ristre no tardó en darle la baja. Los niños del planeta se quedaron, de esta forma, sin su principal atemorizador, aunque la luna siguió su ruta inexorable, fría y distante.

Noche de sábado. Carmenere Santa Emiliana, maní japonés y cine gitano de Tony Gatlif. Logramos conseguir Gaspar et Robinson y Gadjo Dilo. A la profunda ternura de la primera película sobre seres solitarios que buscan apoyo entre sí, prosigue la historia del extranjero loco, donde un joven investigador musical francés busca a la cantante Nora Luca, cuya voz deleitó a su padre. La particularidad de la película es que cámara y director parecen desaparecer, dejándonos en medio de un precario villorrio rumano como reporteros silenciosos de un documental sobre el mundo gitano. Conmovedoras resultan las actuaciones de Rona Hartner e Izidor Serban. Este último, un viejo gitano borracho que aun cree en la amistad y el compañerismo.



Imagen 1:  Babau, de Dino Buzzati
Imagen 2: Fotograma de Gadjo Dilo, de Tony Gatlif, 1997.

Lo relevante

Para enterarte de las noticias relevantes de una época debes leer una novela, que es como la piedra desnuda tras la hojarasca periodística, tras la ventolera opresiva de la política, tras la banalidad de las formas que imponen las aristocracias ociosas. Se me viene esa idea cuando empiezo Desesperación de Nabokov. Ni siquiera la novela, sólo su prólogo de Montreux. Es como si el novelista hablara desde el periódico de esta mañana. Con perspectiva, con frescura, con humor, divagando esencialidades en torno a un ser humano habitualmente afligido por su orfandad cósmica. 
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