Mi
traslado a la casa campestre fue de a poco, porque a veces me quedaba
durante semanas en la casa de mis abuelos en el pueblo. Dormía en la pieza de
mis tíos, en una casucha del fondo, rodeada de un membrillo, un manzano y un
viejo cerezo. Allí me dedicaba a dibujar y a escuchar conversaciones de
grandes. Mis tíos eran buenos para leer y debatir, para hablar de la
contingencia mundial. Jimmy Carter empezaba su presidencia. Reza Pahlevi occidentalizaba Irán. Las revistas del corazón hablaban de Ellen Burstyn y Liza Minnelli. Lo que sucedía en el país apenas se susurraba, porque mi
abuelo era policía y ninguna crítica al gobierno o a la situación general podía
llegar a sus oídos ni a los de nadie. Y ciertos vecinos tenían fama de delatores,
de pinochetistas recalcitrantes y de haber entregado mucha gente allendista
tras el golpe de Estado. El hecho es que yo también leía. Hojeaba revistas
Ercilla, Qué Pasa, los diarios La Tercera, Las Últimas Noticias, El Mercurio,
numerosas enciclopedias, y mis ediciones preferidas, las Reader’s Digest.
Esperaba con ansias repasar cada una de sus secciones. Ya a los cinco años me
las sabía todas. Y no recuerdo cómo aprendí a leer. No recuerdo que alguien me
haya enseñado. Todo sucedió en los intersticios sin control que dejaban los
adultos. Mi afanosa mente simplemente se adueñaba de esos microespacios de
libertad y plantaba su bandera de supremacía. El hecho es que como me quedaba
allí, participaba de la rutina hogareña de mi abuela. Levantarse muy temprano,
aseo personal estricto, rigidez militar para el orden, té y pan con miel al
desayuno, cucharada de tónico para energizar el cuerpo, almuerzo de lentejas, leche
Nido en las tardes, sopa de huevo y perejil en la cena y a acostarse con la
desquiciante invitación del Topo Gigio de Televisión Nacional. Siempre odié a
ese ratón maraco. Al otro día me iba temprano a mis clases de Kinder. Chaquetón
café, zapatos lustrados, lengüetazo de vaca en el pelo y mi bolso de cuero con
los útiles y tareas en mediana situación de compromiso. Recuerdo una tarde al
volver de clases. Venía solo, pateando piedritas hacia los costados, y me
detuve frente al negocio de don Amado, situado justo en la esquina del pasaje.
Vi tantos productos, fideos, detergentes, tarros de café, bolsas de azúcar, y
al centro del mesón una cantidad de frascos rellenos con dulces de distintos
colores, frascos relucientes que incitaban a la idea de un paraíso degustativo.
Sabía que había que tener dinero para comprar cada mercadería. Pero se me
ocurrió que también debería existir una instancia en que las personas que
necesitaran imperiosamente un producto podían acceder a ellos gratuitamente.
Algo así como un comunismo generoso. Eso fue lo que intenté explicarle a don
Amado cuando le solicité dulces para satisfacer mi necesidad de ese momento.
Don Amado me explicó latamente que las cosas no funcionaban así en este mundo.
Que sin dinero no me quedaba más que aguantármelas. Y así fue.
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