Tengo la mente lúcida y el corazón borracho. Necesito coñac para estibarme, un pucho barato para conjurar espíritus amigables, pero es de noche y llueve a cántaros. Ya no hay cantinas con estacionamiento para jamelgos ni clandestinos supervisados por pacos paleteados. Los supermercados cerraron a las ocho. Abastecerse puede ser un pequeño drama en la montaña. Sobretodo cuando el corazón está sediento y la mente atraviesa imprudente las ventanas de Potocki.
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