Las mujeres de sonrisa amable suelen tener problemas por ser así y se ven envueltas en reiterados malentendidos. Los hombres somos fieras infantiles hambrientas de cariño, expectantes ante una señal, una caricia pasajera, un oído comprensor, un regazo cálido donde alivianar con ternura el peso de la historia. Somos fieras a veces despreciables, pues portamos antecedentes genéticos de mil batallas, el impulso de la espada, la depredación, la persecución y la huida, los signos en el carácter de antepasados que casi murieron de hambre, de frío y desesperanza. Pero que igual se las arreglaron para reproducirse y criar camadas fortalecidas.
Es verdad que muchos hombres fuertes murieron en el camino (esos tontos temerarios) y que su continuidad evolutiva se interrumpió para siempre. También es verdad que muchos de los que sobrevivieron y se perpetuaron eran los más cobardes, esos que arrancaban a esconderse ante los primeros sones de un conflicto.
Nuestra estirpe sobrevivió a pestes, matanzas y atropellos, sobrevivió a sequías, aguaceros e invasiones, a odios, envidias y revanchas, y lo que es peor o mejor, sobrevivió al funesto sueño de la inmortalidad, ese sueño que pugna por igualarnos al probable altísimo.
La estirpe de las mujeres sufrió lo indecible. Ellas fueron objeto sexual y botín de batalla, golpeadas, apropiadas, mancilladas, incineradas en el fuego de la lujuria planetaria, sobrevivientes al arrebato masculino, al desdén de la prematura vejez, a la voluntad denigrada, al fogón moribundo. Muy pocas fueron realmente amadas y protegidas, aunque quizá de ellas proviene ese gen de la sonrisa amable que perturba y ridiculiza a los hombres sedientos de amor.
Pintura: "Véronique Mourousi", Bernard Buffet
Pintura: "Véronique Mourousi", Bernard Buffet
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