Llegan camionetas con maderos
recién cortados. Los van tirando junto a la bodega. Mañana los acomodaré yo mismo
en su interior. Servirán para la chimenea y la cocina a leña. Nuestro patio
huele a roble, canelo, tepa, mañío, acacio y aromo negro. Mamá se prepara para
su próximo invierno. También ha comprado miel, frutos secos, legumbres y carbón
de litre y espino. Ha encargado 300 kilos de maíz, avena y trigo para las aves
y 50 fardos de trébol para las ovejas. Yo aportaré con la cosecha de porotos en
febrero, las papas en marzo y los zapallos en abril. En las noticias anuncian
probables lluvias. Sin embargo, el calor no decanta y enero mantiene su bóveda
incendiada. Las ovejas aprovechan el frescor del anochecer para ramonear sus
últimos arbustos y las gallinas somnolientas se encaminan hacia sus aposentos.
Prosigo con El teatro de Sabbath y las desventuras de ese viejo titiritero
judío, verdadero paladín del fracaso humano. Me gustan los narradores
estadounidenses, siempre tan limpios y a ras de suelo, sin aproblemarse con
agobiantes experimentos narrativos, sin hincharle gratuitamente las pelotas al
lector, sino más bien contando los pormenores de la estúpida comedia humana
como lo haría cualquier borracho parlanchín en un bar de mala muerte. Hace un
par de horas intenté nuevamente leer Rayuela, pero me volví a
desconcentrar en la primera página. No he reflexionado aún el por qué me sucede
eso con Cortázar, quizás lo siento demasiado pretencioso, como si escribiera
para teóricos fúnebres y no para exploradores de vida literaria. Quizás soy yo
el incapaz de apreciar todo lo bueno que debe existir en su prosa. El hecho es
que mientras avanzaba frase a frase con mucha dificultad, seguía pensando en
Sabbath.
Imagen: Philip Roth
Imagen: Philip Roth
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