Un traje distinto


Las cachañas se quedaron hasta julio degustando los brotes de la higuera. No es costumbre tener comensales emplumados en épocas tan frías. La retaguardia emigró al sur.  Dubitativamente. Como si no hubiera consenso respecto a un destino promisorio. Cientos de pajarracos en bulliciosa charla se perdieron más allá de los bosques que rodean el río Ñuble.

Llegan aromas de cazuela de pava desde las casas vecinas. De tortilla de rescoldo con cascarón quemado. La muchachada está de vacaciones. Sobreprotegida y tecnologizada. Por eso hay tanto silencio en el valle. Apenas un rumor de tetera hirviendo sobre la estufa, de altos comisionados jilgueros que se adelantan a comprobar el ocaso invernal. 

Leo a Marvin Harris. Avanzo cinco páginas de Bueno para comer. Ocho páginas de La memoria olvidada de José Bengoa. Contemplo mi primer Onfray en papel. El renacimiento de mi biblioteca. Angélica Alarcón me lo obsequió antes de volver a Santiago. ¿Hasta dónde crecerá esta biblioteca? Cómo saberlo. Lo usual ha sido perderlo todo. Una y otra vez. Abro a Larry Brown: "Estuve en el café, pero como si nada. Las cosas no volverán a ser como antes. Uno anda aquí ahora provisional y no puede poner la misma ilusión en la vida".

Avanza la tarde. La luz solar decae a las cinco. Guardo leños para la noche. Tatón se escapa a otros potreros. Juega con el gigante Rotko y el diminuto Omarcín. Los tres chiflados con cola. La felicidad de correr por la pradera en compañía amistosa, espantar los queltehues, mojarse las patas con el rocío del anochecer.

Vuelvo sobre mis pasos. Dudo. Miro hacia todas las montañas. Adónde ir. El arte absorbió mis últimas décadas. Quedan notas y borradores. Nada para enorgullecerse. Si tan solo Strindberg me hubiera conocido. Voy deshaciéndome de mi infancia. Ya es hora de desconocerse, de probarse el traje de un payaso distinto.

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Fotografía: Lorena Ledesma

Gota de luz cayendo al infinito

 

Un poco de Handel, Yann Tiersen, Einaudi, Philip Glass, Joe Hisaichi, una gota de luz cayendo al infinito de Saint Colombe. Lo que sea para acompañar la llovizna matinal, como un arbitrario Bernstein reubicando piezas porque nunca está enteramente a gusto.

La mañana tan sombría de un martes intrascendente. No hay suficiente luz para las caléndulas. Probable nieve en las montañas oculta por la baja niebla. Un yeti sentado ante el abismo reconstruyendo los escombros del dios nietzscheano. 

Cuando Amparo me mandó al diablo me traje tantos papeles inútiles a San Carlos. La habitación que compartíamos quedó casi desocupada, porque el mobiliario no eran más que papeles y cajas amontonadas que yo traía en cada salida a ese Brooklyn miserable del norte santiaguino. Otros traerían alimentos, una flor. Yo traía papeles, hasta asfixiar nuestro sucucho como oficinilla de Hrabal. 

Logré llenar cuatro bolsos al menos. No tenía más bolsos. Algunos, estoy seguro, pesaban más de cincuenta kilos. ¿Por qué no los tiré simplemente en el basurero de la esquina más cercana? ¿Para qué podría servirme en el futuro toda esa basurita pintada con caracteres que ya no venían al caso'

Al bajarme del bus en San Carlos quedé con los bolsos a orilla de carretera como cuatro yunques amarrando mi destino al cemento y a la noche. Los fui arrastrando a paso lento, sudando y sufriendo, como Robert de Niro ascendiendo la catarata de La Misión. ¿Para qué persistía en conservar esa basura? Papelitos que quizá (pude haberlo pensado) darían testimonio de un paso no excesivamente fútil por este mundo. Fotocopias, periódicos, libros viejos, cuadernos a modo de diarios arrejuntados, dietarios, cartas de amantes, algún bosquejo de un pintor amigo de juerga, servilletas con poemas manchados con vino, y más papeles universitarios. Pruebas, programas de curso, bibliografías.

Toda esa basura igual se perdió con los años. Los bolsos quedaron arrumbados en una habitación oscura de la casa de mi abuela hasta que alguien se deshizo de ellos. Una estufa, un camión basurero, un dentífrico de ratón, un avioncito de papel para un niño visitante. 

Quizá fue mi expiación, mi equipaje de celulosa maltrecha, mi credencial de acumulador compulsivo de letras. Porque los papeles en sí no me importaban. Solo lo que estaba estampado en ellos. Y entonces lo digital era aún lejano, inaccesible, inmanejable a la rudimentaria técnica de mi mente decimonónica.

Es un recuerdo que me surge desde alguna catacumba mal cerrada mientras leo Timbuktú, el delirio final de Willy recordando cosas superfluas en lugar de aspectos profundos de la existencia. De fondo el algoritmo replica sentimentalismos insensatos de Yann Tiersen. La lluvia sigue cayendo. Las diez de la mañana y la penumbra se obceca en el valle. 

Debe estar cayendo nieve

 

Me cambié zapatos tres veces. Fui por leña al galpón tres veces. Recogí huevos tres veces. Dos veces espanté al gato comehuevos. Di de comer a las gallinas una vez. No les di de cenar porque llegamos tarde del último taller.

Preparé café luego de darle once a mi madre. Café y una rebanada de pan con mermelada de ciruelas. No estoy seguro si es solo de ciruelas. Puede estar mezclada con cerezas. Objetivamente está sabrosa. Y muy aromática. Me la obsequió una amable profesora jubilada. Esposa de un profesor jubilado a quien le postulé un libro al fondo de patrimonio. Fueron cordiales en un país sobrepoblado de brutos fascistoides y eso me dejó contento.

Ha llovido desde anteayer. El viento pareció arrancar de raíz los encinos. Al menos eso temimos toda la noche. Y ya son dos noches temiendo. Leí diez poemas de Szymborska. Dos de Rene Char. Un libro completo de Claudio Bertoni. El cansador intrabajable para ser más preciso. Me conmovió el poema al recuerdo de su hermana pequeña. El libro estaba entre mis archivos de PDF del 2015. Lorena preparó mate amargo. Me tocaba el hombro para que se lo recibiera. Yo no la escuchaba porque mis audífonos reproducían Chi il bel sogno di Doretta.

Han caído muchos árboles. Pero no nuestros encinos. O quizá los encinos pensarán que nosotros somos sus humanos. Sus mascotas inútiles que solo saben causar problemas. Y que irremediablemente nos estamos siempre cayendo. O al menos tropezando. Los encinos deben tener 150 años. Nosotros 40 y 52. Y el señor Tatón tiene 8 y medio. Y ya no le quedan dientes.

Más café para esperar la medianoche. Lo acompañé escuchando entrevistas a Mariana Enríquez. Y también oyendo la lluvia golpear nuestro techo. Y al gato marrón desde la ventana de la cocina pidiendo más sopa tibia para capear el temporal.

Es de madrugada y se ha puesto más frío. Debe estar cayendo nieve sobre los cerros cercanos. Nieve sobre el alto Ñuble y sobre las aguas sediciosas de Shannon. Nieve lenta y silenciosa cayendo sobre Quebrada Oscura. Nieve blanqueando los bigotes de un zorro taciturno de Pichirrincón. Nieve sobre el invierno de 2010. Aquel invierno donde estuve más vivo que el resto de los inviernos. La nieve cubrió el valle. Mis hijos pequeños saltaban, se tiraban copos del porte de sus manitos cerradas y confeccionaban réplicas de Golem con nariz de zanahoria. Sobresalían escasas briznas de hierba que las ovejas cortaban con fruición.

El sol que mata la niebla


Todo lo que quisieras hacer en un día se desvanece. Miras a Tolstoi desde lejos, como si te fuera absorbiendo una pesadilla. Los imprevistos comiéndote los tobillos. Los cancerberos del tiempo útil mirando con fiereza tu mirada perdida en la niebla.

Y así, un día tras otro, no como caballos en la niebla, sino como horda de ratas atravesando un zaguán.

El café que se enfría tan rápido. El sol que mata la niebla. Abro Mirar, escuchar, leer, de Levi-Strauss. Escucho fragmentos de Las bodas de Fígaro. Miro el reloj del computador. 10:45 de la mañana. El avance de un 21 de julio. Lo miro como acorazándome. ¿Qué imprevisto sucederá hoy? Me voy al último capítulo del libro. Las bordadoras de las praderas de América del Norte que sueñan con la diosa de doble rostro. Bordan con púas de puerco espín. Les sangran las manos con los pinchazos. Los motivos geométricos de sus bordados deben salir de un sueño confidenciado por la diosa. Solo entonces el resto puede repetir la forma del bordado que se adhiere a la tradición de la tribu.

Las bordadoras que han soñado se comportan como libertinas, se acuestan con quien les plazca, ríen destempladamente y prosiguen su vida como poetas malditas.

Tanta desnudez en el horizonte. El hielo que empieza a derretirse. Las caléndulas que parecen disfrutar el frío. Una tenca anunciando visitas que no deseamos.

Mis demacrados títeres


Jorge Muzam

Releer El ermitaño de la calle 69 me vuelve a convencer que narrativamente todo es posible. Mi primer encuentro con ese libro fue en los primeros 90, al amparo de las regadas conversaciones con Claudio Rodríguez en los patios del Pedagógico. En su momento me abrió perspectivas creativas, formas de mirar, de enfrentarme a la compleja, aunque engañosamente simple, forma de transcribir las relaciones literarias que la usina de mi cerebro iba produciendo en cantidades industriales.

Han pasado 33 años desde entonces. Mis títeres no se han descuerado menos que los de Camilo José Cela. La percepción del paso del tiempo es distinta. La resta es mucho menor.

A Kosinski lo retomé el 2003, en mis noches solitarias de San Antonio. Una vez que mis pequeños hijos ya se habían dormido. Construirme una fortaleza cultural era tarea urgente y personalísima. Debía ser dibujante, proyectista, topógrafo, carpintero, arquitecto, ingeniero, supervisor de obra, fiscalizador de mi propia destreza, de los cálculos no enteramente precisos, de los clavos oxidados, del suelo reblandecido por el exceso de lluvia costera. Debía alimentar a mi hueste de espantapájaros literarios para que llegaran a ser personajes complejos, entretenerlos en los escasos ratos de ocio, calmar mis propias ansias con un psicoanalista pintado en la pared.

Muchos años más tarde, ya viviendo con Romina en San Fabián de Alico, en la casa que no sabía que sería incinerada por las desprolijidades eléctricas propias de la desidia, pues allí, en el corredor que daba al jardín de las camelias, sentados sobre sillas de coligüe en plan de desuso, leímos El pájaro pintado. Lo leímos durante el verano. Quedaba humedad. Había rosas florecidas y mi perro Ron aún no se había marchado a su probable vida salvaje.

El pájaro pintado nos fue conmoviendo en cada nuevo capítulo. La crudeza de la narración salpicada de poesía inevitable nos corría nuevamente la vara de lo que parecía literariamente razonable. Bebíamos tanto mate, una tras otro, muy probablemente salpicado de aguardiente y hojitas de cedrón, mientras Kosinski nos miraba con socarrona sonrisa desde la tercera silla.

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Fragmento de mi libro Los sombreros se usaban para soplar el fuego

Amanecer de marzo

 

Amanecer de marzo. Los amarillos de Van Gogh empiezan a tinturar el valle, tal como los azules limpios que abruman los cerros. Recorro el huerto, el potrero, los sitios baldíos, hay manzanas caídas, duraznos visitados por abejas madrugadoras, perros somnolientos de tanto ladrarle a la noche, bosquecillos de menta clamando un mejor riego, cada aroma me retrotrae a diversas ventanas de mi infancia, de mi primera juventud. Allí está el primer aprendizaje, mis vivos y mis muertos, la soledad que me acompañó a todos lados como una sombra obcecada.

Desarraigo lingüístico

Mi genes lingüísticos parecen desarraigados. Las circunstancias de la historia han sido de largas marchas en medio de la ventisca. De esporádico calor nocturno. De mentirosos hasta pronto. Ni siquiera el español es plenamente mi español, solo un instrumento medianamente funcional de mi propio estar en este suelo reblandecido de lluvia. Pienso esto mientras leo a Umbral, porque siento que habla con un lenguaje de siglos en reversa, melancolía cervantina pura, genes que escriben por si solos, que amasijan el verbo, lo contraen, lo extienden, lo voltean, le prenden linternas o le abren nubes para que el sol acaricie lo que debe ser dicho.

Y mi gelidez se hace mayor. A veces hasta insoportable. Porque deambulo con un dialecto sombrío, y la vida se me va esfumando antes de encontrar soluciones dignas.

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Imagen: Landschaft bei Montana, 1915, Ferdinand Hodler.


Castaños en flor

 

Mi desierto de los Tártaros está cubierto de castaños en flor. Noviembre se extingue bajo una luz resplandeciente. Me dejo seducir por lecturas al azar. Roberto Calasso, Pascal Quignard, Paul Auster. Aves disipadas revolotean bajo una nube gris. Gatos anaranjados ejecutan abluciones de lengua en los viejos ventanales de las casas. Las tardes son tan largas que los jubilados hacen durar sus puchos bajo la sombra de los tilos. 

Las últimas lluvias propiciaron jardines selváticos, yuyos soberbios. Faltan minutos libres para domesticar la naturaleza que amenaza con devorarnos. Es tiempo de cerezas paloma, de frambuesas incipientes, de nísperos diminutos probándose la verde amarella. 

Las lechugas han crecido lo suficiente


Noviembre está en su cénit. Amaneceres cubiertos de rocío, mediodías calurosos,  largos atardeceres de mates desgastados junto al río, y noches lunares, de grises y sombras, como grabados crepusculares de Goya. El frescor trae esencias aromáticas de poleos tiernos y rosas chinas. 

En San Fabián se sobrevive de muchas formas y la huerta es una contribuyente importante a la superación de los días. Las lechugas han crecido lo suficiente y arriban a la mesa tonificadas con vinagre de manzana. Los oréganos han formado sus propios escudos de tortuga, tal como la mentas que se imponen en prestancia sobre el desprevenido toronjil. Pollos intrusos han volteado algunos repollos y picoteado las frutillas. Mientras limpiamos de manzanillón las hileras de frambuesas, encontramos un nidal. Veinte hermosos huevos celestes que entregamos en un canastito a la dueña de la gallina. 



Los indisuadibles


Es tiempo de azules. Las montañas de abril se decoloran hasta confundirse con el cielo celestino. En Los Monos queman rastrojos de eucaliptus que se difuminan por el valle. Piras que ascienden como volcanes de utilería. Crepitan las hojas marrones junto al río Ñuble. Puelche liviano que apenas susurra, que va soplando la arenilla sobre las rocas, que tuerce las plumas de los colilargas hacia el sudoeste.

Abril se despide con velatón de álamos amarillos, ofrendas de membrillos maduros al caminante, manzanas de cordillera al leñador, lleuques para el arriero de cabras.

Ha llovido bastante. Llegan aromas de pastizales en descomposición, de uva negra mordisqueada por avispas, de castañas cocidas en ollas de greda.

El día se va como un tren bala sin que hayamos hecho lo suficiente. Ladran perros en la oscuridad. Cipiones y Berganzas que discuten el maltrato diario de los hombres. El aire trae mezclas de humo de chimenea. Roble queman los pudientes. Aromo y pino los menesterosos. Preparamos leche caliente con café, marraqueta con palta, galletas bañadas en miel de quillay. Sintonizamos noticias argentinas. Subidas de precios, inflación galopante, un país que no arranca. Las derechas tampoco tienen la llave de la bienaventuranza. 

Debemos construir una tablilla para reposar la tetera, dos repisas para los libros, colgadores para los abrigos. Todo está por hacerse en esta vida que renació de las cenizas de noviembre. Se acerca la medianoche. Los queltehues enmudecen. Ráfagas de brisa nocturna sacuden los encinos. Un café hirviendo para espabilar. Satie en los audífonos.

Retorno a Enzensberger. Los libros digitales sobrevivieron en un disco duro. Mi biblioteca de Alejandría pesa menos que un holograma. Enzensberger disecciona a los indisuadibles. La silenciosa legión perdedora que crece por el mundo. Rastrojos de capitalismos y socialismos, ratas envenenadas de luna flaca, magos sin conejo, mariscales sin charreteras, acreedores de paraísos terrestres apolillados de condición humana. Hombres conscientes de su miseria, posicionados de su peligro, que no tienen sitio ni esperan ascenso. Al acecho. Siempre al acecho. Como panteras tristes bajo una noche menguante.

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