Un poco de Handel, Yann Tiersen, Einaudi, Philip Glass, Joe Hisaichi, una gota de luz cayendo al infinito de Saint Colombe. Lo que sea para acompañar la llovizna matinal, como un arbitrario Bernstein reubicando piezas porque nunca está enteramente a gusto.
La mañana tan sombría de un martes intrascendente. No hay suficiente luz para las caléndulas. Probable nieve en las montañas oculta por la baja niebla. Un yeti sentado ante el abismo reconstruyendo los escombros del dios nietzscheano.
Cuando Amparo me mandó al diablo me traje tantos papeles inútiles a San Carlos. La habitación que compartíamos quedó casi desocupada, porque el mobiliario no eran más que papeles y cajas amontonadas que yo traía en cada salida a ese Brooklyn miserable del norte santiaguino. Otros traerían alimentos, una flor. Yo traía papeles, hasta asfixiar nuestro sucucho como oficinilla de Hrabal.
Logré llenar cuatro bolsos al menos. No tenía más bolsos. Algunos, estoy seguro, pesaban más de cincuenta kilos. ¿Por qué no los tiré simplemente en el basurero de la esquina más cercana? ¿Para qué podría servirme en el futuro toda esa basurita pintada con caracteres que ya no venían al caso'
Al bajarme del bus en San Carlos quedé con los bolsos a orilla de carretera como cuatro yunques amarrando mi destino al cemento y a la noche. Los fui arrastrando a paso lento, sudando y sufriendo, como Robert de Niro ascendiendo la catarata de La Misión. ¿Para qué persistía en conservar esa basura? Papelitos que quizá (pude haberlo pensado) darían testimonio de un paso no excesivamente fútil por este mundo. Fotocopias, periódicos, libros viejos, cuadernos a modo de diarios arrejuntados, dietarios, cartas de amantes, algún bosquejo de un pintor amigo de juerga, servilletas con poemas manchados con vino, y más papeles universitarios. Pruebas, programas de curso, bibliografías.
Toda esa basura igual se perdió con los años. Los bolsos quedaron arrumbados en una habitación oscura de la casa de mi abuela hasta que alguien se deshizo de ellos. Una estufa, un camión basurero, un dentífrico de ratón, un avioncito de papel para un niño visitante.
Quizá fue mi expiación, mi equipaje de celulosa maltrecha, mi credencial de acumulador compulsivo de letras. Porque los papeles en sí no me importaban. Solo lo que estaba estampado en ellos. Y entonces lo digital era aún lejano, inaccesible, inmanejable a la rudimentaria técnica de mi mente decimonónica.
Es un recuerdo que me surge desde alguna catacumba mal cerrada mientras leo Timbuktú, el delirio final de Willy recordando cosas superfluas en lugar de aspectos profundos de la existencia. De fondo el algoritmo replica sentimentalismos insensatos de Yann Tiersen. La lluvia sigue cayendo. Las diez de la mañana y la penumbra se obceca en el valle.