Esas bellas voces disonantes

Estos días de confinamiento nos hemos intoxicado de información. Hay tanto que leer que escribir suena a despropósito... 

Hoy pretendo seguir con Jack London. Me gusta el aire libre literario. El hombre sobreviviendo como lobo flaco en medio de su misma especie.

Leo una columna de Fernando Vallejo en El Espectador donde arremete contra los confinamientos totales decretados por los Estados. Saca a relucir su armadura de biólogo para subvalorar los porcentajes oficiales. Vallejo asegura que casi todos somos portadores de ese y probablemente otros tantos virus. Yo le agregaría el de la idiotez. Conozco algo de historia y la verdad es que nunca supe de gobiernos tan pelotudos como los actuales. La improvisación desesperada, la jugada mañosa para sacar provecho político de cada drama, el legislar con pantalones abajo ante el gran empresariado, la obcecación en proteger un sistema basado en la más vergonzosa desigualdad, el olvido por ignorancia o desdén de las formas que nos permitieron vivir durante millones de años. Cada detalle en la sabiduría de nuestros ancestros fue pulido durante cientos y miles de años, precisamente para sobrevivir a toda calamidad.

El colombiano me alegra la mañana, aunque poco concuerde con sus posturas. Esas bellas voces disonantes que estremecen o molestan al pensamiento normalizado. Cómo no querer a los Vallejo de la historia. La condición humana tiene para el día que le pidan.

Los días pasan...


He ido perdiendo el escaso placer que me deparaba publicar mis sucesivos textos. Desconozco las implicancias de la situación. Como un sol que se apaga por cierre de temporada. Un ego desarmado que se hunde en el río Ñuble con un paraguas azul. Solo se que hoy prefiero escribir en mi Diario de una rata soldado. Ese blog desprovisto de lectores. Mi confidente silencioso, que no masculla, que no sugiere, que no resuelve ni me halaga ni me ataca.

Voy levemente incómodo sentado en un proceso de tercera clase. Hay temas que ni al diario puedo contarle. La vida depara numerosas CIAS, FBIS y STASIS que seguirán atentas a tu espectáculo, esperando nuevas caídas, anotando perspicaces cada posibilidad que aumente la causa de tu condena.

Lo otro, lo anterior, el reguero de letras enfiestadas o malheridas, parece una simple letanía que quedó en el camino. La mayoría en mis blogs, escasamente actualizados. La ultima columna que conservo en Estados Unidos, y a la que envío artículos tarde, mal y nunca. Los amigos bolivianos de Inmediaciones con los que estoy en deuda culposa.

Los días se sobreponen sin demasiada decencia. La niebla de la tarde tiene esencias de bomba lacrimógena, pinceladas de gas mostaza, escenificación de Stanley Kubrick. Derechas criminales. Izquierdas pelotudas. Los bolsonaros y piñeras fueron enaltecidos por la condición humana, y frente a eso no queda mucho por hacer. ¿Qué caperucismo se le contará a los niños venideros? 

Cingolani


Ayer vi nuevamente Cobra Verde para recordar las buenas frases de Chatwin. Resumir la condición humana en un bote encallado. Las revolcadas de Kinski. Las olas con sus arbitrarios mensajes de espuma. Y sobre todo para recordarte a ti, querido hermano. Tras el golpe de estado te perdí la pista a los pocos días. Los milicos bolivianos te escracharon. Alcancé a ver el vídeo de esa mafia de gorilas. De la noche a la mañana volvió el odio de la extrema derecha, las biblias embaucadoras, las hienas aprovechadoras de siempre. Y Bolivia se fue una vez más al carajo. Todo lo peor de allá y acá se vio estelarizado en sus medios, rimbombancias y farándulas, soplonajes y venganzas, meretrices y psicópatas autonombrados.
Hoy no sé qué pensar. Como me inclino a ver luces de Nolde más allá de cualquier horizonte, tengo la certeza de que estás vivo, quizá escondido, quizá maltratado, pero vivo. 
Y allá donde estés, y sé que lo sabes, y cuando veas esto, te abrazo siempre, y te he de contar que acá la dialéctica de la historia sigue al rojo, y no hay pa' cuándo se calme. Estamos con nuestras armas metafóricas aceitadas de matices ingeniosos para proseguir la batalla de los siglos. 
Ven cuando puedas. Con el disfraz que amerite. Acá te esperamos con fogata y guitarreos junto al Ñuble, y también un enguindado muy rechucha para espantar tanto demonio.

Trizaduras


Hay trizaduras en mi espíritu. Prioridades convirtiéndose en arenilla. Perspectivas que solo tienen cabida en un guión circense. Recurro a Mozart de urgencia. Un poco de oxígeno. Una medicina. Una sobredosis. La ventanilla de la alegría está cerrada. Arguyen licencia psiquiátrica. Qué tal un tango de madrugada. Aroma de acacios florecidos. Vino tinto por si amanece. Pido a los dioses un consejo. Me recomiendan el tepuy más alto. Una poema de Robert Frost. Y abajo la niebla. 


Mentes que dialogan


Mi vida ha sido un constante diálogo con otras mentes. Diversas, lejanas y probablemente tan solitarias como la mía. Enlazo cientos y miles de años en pocos fragmentos. Confío en el sentido alcanzado de ciertas traducciones. Comprendo los contextos, los pie forzados de época. La miseria que acecha al escriba. Que direcciona. Que interrumpe. Que socava. No siempre el diálogo es concluyente. Suelo volver a la misma mesa donde se reparten naipes Joseph Roth y Stefan Zweig. Observo y aprendo. Admiro queriendo. Sutil juego de manos. Miradas que traspasan inviernos brumosos, que elucubran el destino de estrellas fugaces, que acarician el alma con un simple pestañeo.

Es una mañana fría de octubre. Los pastizales siguen blanquecinos de escarcha. No se ha disipado la humedad de la última lluvia. Se mezcla el aroma de cerezos florecidos con el de ovejas empantanadas. La brisa trae rumor de inquietud de perros amarrados, de guerrilla de tordos y zorzales, de aleteo enfiestado de gallos en primavera.

Lafourcade


La semana ha traído malas nuevas y granizos. Truenos esporádicos. Carraspeos del altísimo. La nieve despliega su blancura hasta los faldeos del Malalcura. Siguen naciendo borregos en el valle y San Fabián se convierte en gran maternidad de balidos. En agosto debiera expirar el invierno más crudo, pero a estas alturas el clima resulta impredecible. La leña empieza a agotarse, o más bien el dinero para comprarla. Solo queda resistir, hacer flexiones de saltimbamqui ante un escenario vacío, recordar los amores de juventud para que el corazón se calefaccione, o a las amantes con velo archivadas en el secretismo de un caballero. 

A través del chat desnudamos con Claudio Rodríguez nuestra tristeza por la muerte del escritor Enrique Lafourcade. Allá por el 91 cuando nos conocimos en el Pedagógico era tema recurrente de pasillo y tomatera. Lafourcade era el tío abuelo presente como holograma o espíritu en cada conversación de aspirante a escritor. Un pugilista literario a lo Jerry Lewis, que provocaba, se escabullía y daba brincos de payaso. Al menos así lo venía haciendo desde varias décadas atrás sin que contendor alguno lo dejara en la lona. Nosotros éramos (o nos considerábamos) la transición literaria. La perduración y el cambio. La inflexión hacia las letras contaminadas de ruido, furia y belleza. La mezcla explosiva de todo lo precedente con una pizca de algo propio. Y a Lafourcade no podíamos dejarlo atrás, expuesto al polvillo, al desgaste, al silencio. Por eso lo trajimos hasta el presente. En forma de libro, de recuerdo, de conversación de curaos, de medalla de orgullo adosada al pecho. Entonces, por aquellos años, leíamos sus crónicas del domingo en los prados del Pedagógico, ese cóctel de letras entregado a las apuradas, saltarín, digresionista, divagador, que ponía en cada pozo de cocodrilo puentes de poesía, líneas aéreas de ocas, pelambres de buena y mala leche para resistir el hastío, y de paso divertirse, porque de qué otra cosa se podría adornar la futilidad de los días si no es con humor. No faltaron las escapadas hasta San Diego, buscar una esquiva oferta en las librerías de Luis Rivano, o ir hasta la propia librería del Rey Acab para calafatear nuestro escaso currículo con un saludo del maestro, o soñar con adquirir sus libros, porque siempre andábamos tan escasos de chaucha. Y entremedio de tanta batahola, reapareció por esos días la película perdida de Palomita Blanca, nacida de la dupla Lafourcade-Raúl Ruiz, que a esas alturas era un documento histórico, el frescor de la Unidad Popular intacto y sonoro, encapsulado hasta los tiempos de democracia, hasta el tiempo de nosotros, los tunantes del mundo líquido.

Se le extrañará Lafourcade. No creo que seamos demasiado sentimentales, salvo cuando se nos va un peso pesado del gremio, un pariente cercano de las letras. Usaremos sus guantes de boxeo con discreción, cuando la circunstancia lo amerite, priorizando políticuchos farsantes y pelagatos variopintos.




Desnudez de julio / Notas de San Fabián de Alico


Es el mes del aguanieve y los zorros tristes, de las curvas escarchadas de Las Mercedes. Nacen los primeros borregos. Escasea el pasto y la leña. El sol para los gatos. Los quiltros tiritan su mala fortuna. Los bichones sin techo huelen a azumagado. Julio es desnudez arbórea. Esqueletos de Caspar David con telón neblinoso. Pasan verduleros ofreciendo apio fresco, tomate nortino. Chicharrean rancheras desde las camionetas. L
as gallinas colloncas presienten agosto y se lanzan a poner como malas de la cabeza. Llueve copiosamente. Las ovejas se apresuran en buscar una guarida y el gran gallo rojo estira su cogote para que el agua se deslice más rápido por sus plumas.


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Fotografía: Lorena Ledesma

Omarcín


Hoy atropellaron a Omarcín, el pequeño yorkshire que alegraba mis días. Sabía gambetear la pelota. Mordía a las autoridades. Era un buen anarquista. Querendón y pendenciero. Quizá nos entendíamos por eso, o porque la luna caía oblicuamente sobre el lomo de ambos, sin mayor asunto que prodigar belleza en noches menguantes.

Lo llevé en brazos y le cavé una tumba en el huerto. Me despedí en silencio. Dos piedras azuladas en recuerdo de los buenos tiempos. Con la última paletada empezaron a caer las primeras gotas del aguacero dominguero.

Tatón, su amigo hinchapelotas, está con nosotros, adormecido en el sillón. Lorena lo acaricia.

No sé de qué tratarán los siguientes días. Quedó su balón rojo mordisqueado. Una casa solitaria bajo el encino. Mis onomatopeyas cariñosas al regresar del trabajo.

Oscurece. Llueve con mediana intensidad. Tatón sigue dormitando a mi lado. Busco películas en la red, sitios piratas que me provean de Godard o Mizoguchi. Solo encuentro trailers y artículos. Bebo un té de jengibre. Miel para endulzar. Junto letras con dificultad, desconcentrado, impasible. Quiero aprehender a René Char, pero la poesía se me desarma como hormiguero en estampida. Hay problemas con la llamita vital. Debí morir en Gaugamela.

Un traje distinto


Las cachañas se quedaron hasta julio degustando los brotes de la higuera. No es costumbre tener comensales emplumados en épocas tan frías. La retaguardia emigró al sur.  Dubitativamente. Como si no hubiera consenso respecto a un destino promisorio. Cientos de pajarracos en bulliciosa charla se perdieron más allá de los bosques que rodean el río Ñuble.

Llegan aromas de cazuela de pava desde las casas vecinas. De tortilla de rescoldo con cascarón quemado. La muchachada está de vacaciones. Sobreprotegida y tecnologizada. Por eso hay tanto silencio en el valle. Apenas un rumor de tetera hirviendo sobre la estufa, de altos comisionados jilgueros que se adelantan a comprobar el ocaso invernal. 

Leo a Marvin Harris. Avanzo cinco páginas de Bueno para comer. Ocho páginas de La memoria olvidada de José Bengoa. Contemplo mi primer Onfray en papel. El renacimiento de mi biblioteca. Angélica Alarcón me lo obsequió antes de volver a Santiago. ¿Hasta dónde crecerá esta biblioteca? Cómo saberlo. Lo usual ha sido perderlo todo. Una y otra vez. Abro a Larry Brown: "Estuve en el café, pero como si nada. Las cosas no volverán a ser como antes. Uno anda aquí ahora provisional y no puede poner la misma ilusión en la vida".

Avanza la tarde. La luz solar decae a las cinco. Guardo leños para la noche. Tatón se escapa a otros potreros. Juega con el gigante Rotko y el diminuto Omarcín. Los tres chiflados con cola. La felicidad de correr por la pradera en compañía amistosa, espantar los queltehues, mojarse las patas con el rocío del anochecer.

Vuelvo sobre mis pasos. Dudo. Miro hacia todas las montañas. Adónde ir. El arte absorbió mis últimas décadas. Quedan notas y borradores. Nada para enorgullecerse. Si tan solo Strindberg me hubiera conocido. Voy deshaciéndome de mi infancia. Ya es hora de desconocerse, de probarse el traje de un payaso distinto.

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Fotografía: Lorena Ledesma

Sabotear el olvido



Las madrugadas de mayo son frías. Primeras escarchas. Árboles en desnudez. Me levanto con noche, alentado por un gallo insomne con crisis de pánico. Intento hacer fuego. La poca leña que queda está mojada o verde. Un café simple, abrir novelas inconclusas y meterle color al asunto. Mis osadías narrativas se manifiestan de madrugada. El resto del día soy artesano o fontanero literario. Esculpo, desarmo, alterno, mejoro, elimino, pero a estas horas tempranas creo mundos nuevos, dejo a mi mente tirarse desde lo alto del Malalcura, planear sobre el valle, ser feliz con los colores, nostalgiarse con un horizonte que solo devuelve bruma azulada, mar en calma, barcos japoneses, la inmensidad de la llanura argentina, aromas de huertos en formación, bosquecillos de tulipanes rojos, y a ratos, morirse de tristeza por la imposibilidad de los tiempos recobrados.

Fotografía: Río Ñuble, San Fabián de Alico, Chile. Jorge Muzam

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