Décadas y siglos atrás


Romina preparó un kuchen de membrillo. Tiene el sabor de la ternura que se escenifica con la distancia, suavidad de tostada piel de marzo, textura de una caricia somnolienta de invierno austral. Pido a los dioses que bendigan su magia culinaria. Le aderezo una capa de miel de castaño. Mate amargo para espabilar demonios improductivos. Un ramillito de cedrón para pacificar la sobredosis de inquietudes del espíritu. Mi rostro permanece obcecado en la ventana que da a la cordillera. Mi mano como un catalejo para supervisar la cumbre del Malalcura. De pequeño esperaba que desde los remolinos de nieve aparecieran yetis, godzyllas y cucos de Dino Buzzati. Aún lo espero.

He madrugado para aspirar los aromas de enero, las flores húmedas del poleo, la lavanda en su apogeo. No han llegado pájaros operáticos esta mañana. Las tencas se fueron de farra. Los manzanos no acusan ni rumor de brisa. A lo lejos, los queltehues parlotean como en un bar de Joseph Roth. Ni ellos parecen entenderse.  

Abro el archivo de Joe Hisaichi, marchas nupciales de nubes grandilocuentes, anillos que se multiplican en un estanque de ranas contemplativas, hojas secas de platanero trituradas por un poeta descuidado. Cada nota es un haiku que araña el corazón, latidos de un alcanfor centenario, hologramas del Yo-Niño que aparece y desaparece en un bosque de nunca jamás.

Los periódicos no traen buenas nuevas. Solo miseria moral, tergiversaciones malintencionadas, fascistismos travestidos con mantos de pureza. No hay acápites para la generosidad humana, anexos para el lado de la condición humana que sigue resistiendo a la inmundicia de la historia.

El sol se alza pegándole codazos a las nubes. Es hora de iluminar el valle de Alico, darle un manto turquesa al río Ñuble y vitaminizar los durazneros que se aprestan a la maduración. 

Vuelvo atrás, décadas y siglos atrás. Una mensaje de Mozart, un poema encriptado de Joyce, un chiste elegante de Nabokov. Los mejores capítulos de la gran marcha ya fueron escritos.  

Dios bendiga a los malos poetas

No hay nada más genuino que un mal poeta, aquel que quiere y no puede, pero que igual escribe porque lo necesita, y hasta versea, aunque no pegue ni truene.

No escribo abiertamente poesía, no pertenezco a ese Olimpo gelatinoso, y solo me defiendo como narrador en el ring del todo vale. Allí peleo sin guantes, con poesía encriptada en mis puños. No me va mal, sobre todo entre latinoamericanos y europeos. Los japoneses me dan paliza. Y uno que otro ruso. Con el resto dribleo, aleteo y exaspero, como payaso melancólico de Buffet. Aunque Hrabal me podría dejar en la lona si quisiera. Y el insuperable Nabokov con su cinturón de mil kilates, o el paradógico Mo Yan, emperador hilarante de la esencia comunista. Con Bashevis Singer no me meto, porque es un gran Buda idolatrado por Henry Miller a los pies del Kilimanjaro. Pesos pesadísimos ante los que solo queda admirar y aprender, o difundir su obra, como discípulo descalzo en un desierto de hombres ensimismados.

Como poeta no soy auténtico, conozco argucias, agujeros en las alambradas, atajos para esquivar el jabalí iracundo. No soy inocente, y mi poesía puede confeccionarse como un Frankenstein de Keats, una paranoia sombría de Joyce, el ajo chilote sobre el lomo de un escarabajo azul, la luna menguante sorprendida dentro de una ducha sin cortinas. Mi poesía es un mekano, un fuego de artificio de catorce relámpagos controlados. Por eso suelo buscar a los poetas malos, a los bendecidos por la inocencia, a los que aún se emocionan como un niño de tres años, tiernos y feroces, bellos como una mirada sin cicatrices, expuestos como un Dios atarantado argumentando el guión del Génesis.

De hombres y lauchones


La única forma que tengo de proseguir, de no perderme, es escribiendo lo mío. Mi arbitrariedad mañosa. El resto es basura. Mera diplomacia, adulación de maricones, sobajeo de turistas, de lauchitas y lauchones que no pueden dormir tranquilos sin que le adosen un don. Reyezuelos del orto que se endilgan plumitas y charreteras sin haber saboreado batalla.

Necesito reencontrarme con Pessoa en la hoja 72 de un viejo bar empolvado; mirarnos a los ojos; leer a Quignard como quien brinda con oporto de mil años; y en el mesón, a la derecha, bajo la luz parpadeante, Zizek empinándose un whisky, uno solo, porque espera a Onfray y no quiere estar borracho. El viejo Badiou juega cartas con Chomsky. Hrabal se ha mandado al buche cinco cervezas. Le apuesta la sexta a Raymond Carver. Philip Roth lleva media hora en la ducha. Cervantes no ha dormido bien. El cantinero le prepara agüita de culén. Tiene la panza hinchada, dolores reumáticos, una muela aproblemada. Pero porfía en la Galatea. El tintero está vacío. La pluma adosa columnas sin relieve, sin color, sin luz, porque así lo demanda la no historia, el espíritu, la sinrazón. Stefan Zweig y Joseph Roth roncan sobre hamacas levitantes. Nabokov traduce chistes rusos, melancolías alemanas, chismes franceses. Bashevis Singer carcajea. Puto cabrón, masculla. Invocación por defecto que despierta a Bukowski. Faulkner lanza un botellazo desde la esquina que bien esquiva Jorge Teillier. Miles Davis susurra So What.

He invitado al batallón de Pablo Cingolani. Aparecen desde el túnel de los sueños de Kurosawa. Vienen cantando. La revolución es alegre. Han aspirado el oxígeno de la historia. Han sido verdaderamente Hombres. Ferrufino y Sánchez-Ostiz beben despreocupados, como en un barco pirata que recién se adentra en el Pacífico. Cerezal y Bagatin dejan sus fusiles en el respaldo de la silla. Homero Carvalho descarga su morral de metáforas. La mesa resiste un ejército de terracota. En mi mano un vaso de greda con tinto de Portezuelo. Subo a una silla y les hablo fuerte y claro, solo para que atiendan, que este brindis es por ellos, por la compañía, por la hermandad, por la admiración mutua. Guardaespaldas recíprocos, rufianes estéticos de la historia. Siempre estaremos por ahí, en algún lado, porque la inmortalidad no nos será esquiva.

Anochece sin brisa, descanso de perros, lechuzas con licencia. Persiste una lluvia tan suave como estornudo de mariposa.

El dulce sueño de Doretta


Mi única religión está circunscrita al poder creativo de hombres y mujeres. Escarbo circunstancias con lupa de topo. La condición de los rebeldes de todas las épocas. Su fruto único y distinto. El aporte, la suma, el amor hecho obra. Podría afirmar que es una especie de felicidad admirativa que solemniza la mirada, que embriaga el alma, que nos torna humildes y bondadosos, como un campesino de Millet que agradece al universo observando la hierba.
El Dulce Sueño de Doretta lo escuché por primera vez en el capítulo inicial de Los Soprano, precisamente cuando emigran los patos salvajes de la piscina de Tony y este sufre su primer ataque de pánico. Es decir, alguien traspasó su felicidad admirativa a través de un momento crucial de Los Soprano. Pudo ser el mismo David Chase, o el editor musical Kathryn Dayak. Y heme aquí oyendo y divagando en esta templada tarde de octubre en la cordillera de San Fabián de Alico. Chincoles y mirlos tienen su propia sinfónica entre los manzanares florecidos. Es tiempo de hacer huerta, de beber vino de Portezuelo, de volver a leer a Dino Buzzati.

Silencio espiritual de grillos


La última lluvia de septiembre pulverizó el florecimiento de los cerezos. El granizo hizo lo propio con camelias y ciruelos tardíos. La postal japonesa se diluyó en un bombardeo de pétalos blancos. Miramos por la ventana el desvanecimiento de la tarde como viejos coroneles garciamarqueanos. Los gallos andan perplejos, estirando el cogote para que el agua escurra. Queda poco café. Casi nada de verduras. La camioneta del casero no pasará hasta el martes. En una breve escampada logramos encontrar el gato y darle de comer. Pozones de agua reproducen el cielo gris conejo.

Romina trabaja en un vídeo testimonial de su trabajo en Valdivia. A ratos la logro interesar en la cinematografía de Terrence Malick, sus motivos, la paradoja que envuelve la belleza, la histérica condición humana, siempre oscilante, bipolar, ensalzando, oprimiendo, redimiendo.

Avanza la noche. Café y tostadas con miel. Abrimos un documental sobre Hayao Miyazaki. Su mundo cotidiano. El historial de Ghibli. La amistad creativa con Isao Takahata. El mirador de nubes sobre su despacho. El registro coincide con el estreno de El viento se levanta. Años de trabajo que rinden a la humanidad una obra maestra. Pero Miyazaki está pesimista. La avalancha impositiva de la extrema derecha cercena la libertad creativa, reduce los temas, acorrala la imaginación.

Las nubes se van con la madrugada. Silencio espiritual de grillos. El fuego de la estufa fenece antes que aclare. Ya es lunes. Debemos dormir algo antes de ir a trabajar. Octubre desempaca espolvoreando escarcha sobre el valle. 

Lloran las parras en septiembre


Lloran las parras en septiembre. Los días están soleados. El cielo azul cobalto. Pasan golondrinas desbalanceadas, enormes nubes de Miyazaki, espectáculos movedizos de niños soñadores. Florecen los manzanos, el toronjil cuyano expande su verde claro por el jardín y los gatos campechanos dormitan sobre cajones de abejas abandonados. La felicidad primaveral se mide con cuentagotas, pero es permanente, y genuina. La jornada se alarga entre preparativos del huerto, sorbos presurosos al mate amargo, llamadas de celular y nuevos azadones sobre la tierra baldía. El crepúsculo es una fiesta anaranjada, gallinas en su primer sueño y poleos humedecidos por el rocío cordillerano.
Y para las horas nocturnas, Leonard Cohen, una copa de malbec, queso añejo y Michel Onfray, Tratado de resistencia e insumisión. Nada gira hacia la complacencia, no hay siquiera una tregua onírica, porque el mundo es una bomba de relojería.

Telegramas de una primavera inminente


Las nubes grises bombardean cachañas que bajan a zamparse los brotes del nogal. Los tordos llegan hasta la desnudez del manzano a meras reuniones de coordinación, porque no hay nada que comer y el valle sigue tinturado de invierno.

De madrugada vimos algo de Spike Jonze. Un solitario escribidor de cartas enamorado de su sistema operativo. Concordamos con Romina en que no estamos lejos de esa instancia. La soledad nos envuelve como una era de hielo portátil. Muchas veces la elegimos ante el tufo democrático de la condición humana. Cuando es una opción no es un drama, porque nos permite adentrarnos en Joyce, percibir las coordenadas de Onfray, o conocer las mariposas imaginarias de Nabokov.  

Se esperan lluvias para las 11 de la mañana. Un zorzal con ínfulas de tenor se posó sobre una antena en desuso. Y cantó con tanta inspiración y premura como si se le fuese a ir el siguiente vuelo. Florecieron los narcisos, una que otra camelia. Telegramas indiscutibles de una primavera inminente.

La mesa en penumbras


Hablamos de los estragos del clima. La luz cortada. La mesa en penumbras. Un vino a medias. Las ovejas observan la tempestad desde la entrada de su establo. Un gallo rojo soporta el aguacero bajo el gran encino. Nuestra conversación gira hacia los inviernos de nuestra infancia. Años 80. Anochecer temprano, ciruelos derribados y caballos entumidos que pernoctaban junto a nuestra ventana. Mamá encendía una vela para leernos viejos libros de preparatoria que habían quedado guardados en un baúl desde generaciones pasadas. Esas historias eran nuestro deleite. Allí abundaban niños que aprendían ciencias consultando libros, que viajaban en tren observando el río Tinguiririca, el volcán Longaví, el Salto del Laja, mientras preguntaban mil cosas y los adultos respondían con preparación y paciencia. Se respiraba respeto entre niños y adultos, amor por la sabiduría, convencimiento de que el estudio nos llevaría a ser mejores personas y que Chile mismo seguiría creciendo de la mano de nuestro esfuerzo. Tanto nos gustaban esos libros que olvidábamos la lluvia y el viento. Solo la extinción de la vela nos obligaba a cerrar los ojos, aunque en la oscuridad seguíamos pensando en esas mismas historias.

Un escudo de soledad


El veranito de San Juan se disuelve, la antesala del solsticio de invierno, del we tripantu, de la noche donde las higueras florecen iluminadas por la leyenda.

Abro el Libro de la Misericordia. Leonard Cohen le escribe a esa ráfaga de arenilla que contradice la desertitud de la historia: Bendito seas tú que has dado a cada hombre un escudo de soledad para que no pueda olvidarte.

Luego el silencio, el sueño de los perros, la luna trepando hasta la copa desnuda del ciruelo.

Un túnel sin regreso


La casona se esfumó el último día de noviembre. Las llamas acariciaron los viejos encinos pero no pudieron con ellos. Escapamos con lo puesto por el túnel que permitió el fuego. Avanzamos hacia una dimensión distinta, una puerta en el tiempo sin regreso, porque a cada paso se consumía para siempre lo que quedaba en el camino.
Ardió la biblioteca. Los libros preferidos. Kenzaburo y Nabokov, los Dublineses de Joyce, el rigor narrativo de Bashevis Singer. La compañía de las mentes lúcidas. Es cierto que todo lo material puede reemplazarse, pero no el lugar, el estar, los pasillos conduciendo a un recuerdo y a una expectativa distinta, las ventanas que daban a las camelias, la danza irrepetible de luces y sombras, la confluencia volátil de los sentidos y la memoria, la lucidez y la emoción, la luz que baña los colores con matices en declinación a medida que pasan los años.
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