Sólo nos dijimos hasta pronto / Ganador ACCÉSIT en el I CERTAMEN DE RELATO CORTO "LAUNA Y TERRAO" en 2013.


Es usual que suceda. Aromas, sonidos, texturas y sabores que te conecten con una ventana en el tiempo. Hace unos minutos me duchaba. Tras esparcirme el shampoo en el cabello y sentir el agua fría cayendo sobre mi cuerpo, tomé la barra de un jabón nuevo y la deslicé por mi pecho. El aroma de ese jabón fue el que me condujo hacia otra ducha, hacia otra época. Fue en Cobquecura durante el verano del 93. 

Cobquecura es un balneario de difícil acceso en el centro costero de Chile. Para llegar hasta allí hay que tomar un bus que atraviesa cientos de peligrosas curvas apenas delineadas sobre inmensos acantilados. La playa es fría, la arena oscura, las olas enormes y peligrosas. Frente a Cobquecura hay una isla donde juguetean, aparean y dormitan miles de lobos marinos. El viento costero es muy fuerte y reseca la piel y los labios. El aire huele a crustáceos enfiestados. 

En aquel tiempo yo trabajaba vendiendo camisas en Santiago. Amparo atendía una boutique de mala muerte en San Carlos. Nos llamamos por teléfono y quedamos de juntarnos en el terminal de buses de Chillán. Para llegar hasta allí yo debía viajar toda la noche y ella sólo media hora hacia el sur. 

El viaje a Cobquecura fue largo y tedioso. El bus iba atestado de veraneantes ruidosos y malolientes. Apenas llegamos buscamos una cabaña donde dejar el equipaje y pernoctar. Conseguimos una cabañita tosca aunque acogedora, muy cerca de la playa. Estaba construida de troncos en bruto y tenía abundantes agujeros por donde se colaba el viento. El encargado nos pasó sábanas limpias y frazadas y yo mismo me encargué de desinfectar completamente el baño. Luego Amparo se puso su diminuto bikini negro y nos fuimos a recorrer la playa. 

La playa estaba desierta, el mar de un azul cobalto y las olas bamboleaban guirnaldas de cochayuyos. Los pocos veraneantes que se asoleaban recostados en la arena miraban con voracidad erótica los firmes glúteos de Amparo, mientras ella muy oronda caminaba sabiéndose la reina de Saba. 

Al rato volvimos al pueblo y buscamos un restaurante donde almorzar. Pedimos unas humitas recién horneadas y un vino blanco. Luego nos fuimos a descansar. Despertamos un poco antes del crepúsculo. Amparo se desnudó y se fue a la ducha. La ducha daba a una ventana sin cortinas y al frente un grupo de hombres preparaba un asado. Se pasaron la voz rápidamente y disfrutaron del espectáculo en silencio, sin gritar obscenidades. Amparo era bellísima y no me importaba que la vieran desnuda otros hombres. Luego me tocó el turno de la ducha y los fisgones volvieron a preocuparse de su asado. 

Ese instante, extendido en un largo y añorado recuerdo, fue el que me hizo recordar el aroma del jabón que me esparzo por el cuerpo 19 años más tarde y a miles de kilómetros de distancia de Cobquecura. 

Con Amparo nos separamos el 98. Nunca se casó, aunque tuvo un hijo. Hoy sigue tan bella como entonces. La fui a ver el verano pasado a su casa. Se sorprendió. Yo estaba destrozado por mi reciente separación con Brenda. De alguna forma casi inconsciente buscaba un salvavidas. Nos miramos a los ojos y entendí que entre ella y yo ya no había nada, ni siquiera cenizas. Le di la mano a su pequeño hijo que traveseaba en pijamas. Nos despedimos muy tarde, corría un viento tibio. No prometimos volver a vernos. Sólo nos dijimos hasta pronto.


Ilustración: Jean Jansem

Nunca llegamos a la luna / Memorias sanfabianinas


San Fabián de Alico siempre fue un lugar distante, sobre todo en aquellos primeros 80. Solo dos micros de la familia Caro conectaban diariamente a la comuna con la ciudad de San Carlos a través de un complicado camino de curvas, bordes de precipicio, subidas y bajadas, mucha piedrecilla, tierra suelta y numerosos hoyos. Casi nadie tenía auto. En las casas se usaban mayoritariamente radios a pila y muy pocos tenían televisión. Para estos últimos, las posibilidades de saber lo que pasaba en el resto del mundo estaban acotadas al noticiario nocturno de Televisión Nacional de Chile. Las emisoras de radio, por su parte, emitían incansablemente los repertorios de José Luis Rodríguez, Camilo Sesto, Miguel Bosé y Rafaela Carrá, junto a tandas de rancheras y comerciales de tiendas de Chillán. De periódicos ni hablar, no había excedentes para comprarlos ni existía la costumbre. En la despoblada biblioteca gobernada por Luchito González solo leíamos Condorito para capear el intenso frío invernal o los agobiantes calores de diciembre. Las enciclopedias las pedíamos solo cuando estábamos urgidos por terminar algún trabajo de investigación. La mayoría de los padres sólo sabía de faenas campesinas de subsistencia y sus cosmovisiones estaban moldeadas por sabidurías ancestrales arraigadas en nuestro territorio. Los profesores eran, por tanto, nuestra única conexión con el conocimiento que bullía más allá de nuestro alejado valle. Es cierto que algunos eran bastante brutos para tratar a menores de edad. No nos respetaban y usaban su tiempo para inventar motivos para coscachearnos o para mofarse de nosotros poniéndonos apodos ridículos. También para azuzarnos cuando nos agarrábamos a cachuchazos entre compañeros, Pero había otros profesores que sí le hacían honor a su profesión. Entre ellos el profesor Parada. Nos hizo clases de castellano en aquellos tempranos años. Tipo pausado, de dicción impecable, zapatos negros bien lustrados, bigote castaño y chamanto gris para la lluvia. No podría asegurarlo pero muy probablemente con él conocí El Principito. Nos contaba historias personales o nos leía cuentos. Nunca nos aburrimos con él. En cierta ocasión preparamos una obra de teatro. Los actores éramos juguetes. A mi me tocó ser soldado. Como indumentaria caracterizadora me conseguí una boinita azul. El día del estreno el salón del colegio estaba repleto. Estábamos nerviosos. Era nuestra primera obra. Rezábamos para que no se nos olvidara el guion. Me tocó mi turno. Lo logré apenas. Cuando terminamos el profesor nos felicitó. Se veía contento. Al otro día nos contó que nos habían criticado por no movernos en el escenario, pero que salió en nuestra defensa aduciendo que éramos juguetes y que por lo demás en la obra original no estaba contemplado ningún movimiento. 


Otra de sus clases nunca se me ha olvidado. Fue cuando hablamos de los adelantos del hombre. Al tocar el tema de la llegada del hombre a la luna nuestro profesor nos manifestó su completa incredulidad. Filosofaba con escéptica tristeza mientras mirábamos por la ventana ese cielo celeste, impenetrable a su juicio, al esfuerzo humano. Hablo del año 81, cuando cursábamos el cuarto básico en la Escuela E-10 de San Fabián de Alico. Ignoro qué pensará el profesor Parada hoy en día sobre ese controvertido acontecimiento. Sé que aún hace clases en la escuela Caracol. Desde aquí mis respetuosos saludos y mi agradecimiento por su valioso aporte pedagógico.


*Nota: Este texto fue escrito hace algunos años. El profesor Parada probablemente a estas alturas ya ha jubilado, lo cual no quita su alta dignidad de pedagogo y formador de numerosas generaciones de sanfabianinos. La fotografía de la obra de teatro (1981) fue aportada por Paola Arancibia Bonniard, a quien le envío mi agradecimiento y un saludo afectuoso. Quienes aparecen en la fotografía son, de izquierda a derecha: Guillermo Benavides, Paola Arancibia, Betty Silva, Jorge Muñoz y el juguete robot, que en este momento no puedo recordar quien lo interpretó.

Nuevos soles

Los Puquios. Fotografía: Lorena Ledesma

Llueve sobre las árboles desnudos. El rumor del viento tiene sonido de flauta estropeada. Las gallos empapados mantienen su dignidad levantando el pico hacia el cielo. Nacen corderos negros en el establo, pollos cimarrones entre la zarza húmeda. Maduran los naranjales y se pudren los últimos caquis. Han comenzado a florecer los aromos. Las pinceladas amarillas se empiezan a imponer en un valle moteado de marrones, verdeoscuros y celestes diluyéndose en la lejanía. 

San Fabián es una bendición estética sobrepoblada de contradicciones humanas. Hay material suficiente para Tolstoi, para Stendhal, para Chéjov. Aspiraciones, tristeza, desamor y una cuota de tragicomedia para Kennedy Toole. La adultez es un ring de envidias, de flechas ponzoñosas, de inmadurez crónica. Pero nacen niños y con ellos nuevos soles, esperanzas y alegrías que tardarán al menos dos décadas en volver a disolverse.

Semillas de cedro

Niebla nocturna. Luna llena. Humedad en los huesos. Veo fantasmas a lo lejos, sombras de Bacon, faroles de Turner, arbustos algodonados.  Recojo semillas de cedro para adornar la parte superior de mi biblioteca, justo al lado del ajedrez polvoriento. Lorena lo compró en Buenos Aires para que confrontásemos nuestras mentes en las largas tardes veraniegas, pero hasta ahora nunca ha sucedido. Preferimos cocinar y hacer el amor, o caminar hasta el río Ñuble,  sentarnos en las piedras a beber mate, fumar un cigarro, y escuchar el batir de alas de los patos salvajes.

Tardes incendiadas

Fotografía: Lorena Ledesma. Crepúsculo sanfabianino (tomado desde Avenida Purísima a mediados de junio de 2016)
Son tantas las señales de vida que he ido guardando en el disco duro de mi computador. Tantas miradas distintas del universo. Basta apretar una tecla para que se abra mi propia biblioteca de Alejandría. Veinte mil libros de literatura, historia, antropología, filosofía, mi selecta musicoteca de jazz, música étnica, las mejores arias de la ópera, el Réquiem de Mozart para mis horas solemnes, la historia contemporánea en películas, los grandes directores de cine, los pensadores que respeto, Onfray y Zizek en un bar digital, los atrapamariposas de Nabokov, el ajedrez narrativo de Joyce, la poesía de Vallejo, miles de fotografías personales, sentimientos esculpidos con luces y sombras, nubes caprichosas, tardes incendiadas, ciruelos muertos y cada uno de los territorios que conquisté por algunos instantes. Junto a ellos, decenas de miles de documentos, enciclopedias, diccionarios, novelas y textos personales en construcción, imágenes de pinturas famosas y desconocidas, de otoños canadienses, inviernos chilenos y primaveras japonesas, de mujeres desnudas, pudúes asustadizos y castores construyendo represas con alerces muertos. De alguna forma, tengo el espíritu conservacionista de un monje medieval, de un hámster que sólo avizora inviernos. Me arrincona la pregunta, ¿resguardar para qué?. La banalidad se impone, los discos duros quedan arrumbados y lo que queda de vida es menos que un parpadeo.

No hay finales felices

¿Cómo es posible que una novela tenga un final? Todo final es artificioso. La vida continúa su rutina chirriante, los pasos en falso, la frescura del toronjil, el esplendor de los atardeceres. Entre bueno y malo a la vez, con el ánimo promediando el gris rata de la resignación.

Borges, enfrentado a esta disyuntiva, optó por no escribir una novela. Vargas Llosa nos convoca a la posibilidad de ordenar el caos de la vida mediante la estructura de la novela, algo así como condensar una raíz de mandioca en un cubo de Rubik.

En Morirás lejos de José Emilio Pacheco, se lanza toda la artesanía narrativa a la parrilla. Se sacan las cortinas de la manufactura, el trasluz de la imaginación, el behind the scenes del agobiado narratario, escribiendo con tinta indeleble sobre un discurso narrativo deliberadamente no acabado.

Recuerdo haber leído tempranamente El último magnate de Scott Fitzgerald. Me agradaba que una obra se fuera disolviendo. Que las notas tentativas reemplazaran las certezas. Luego disfruté esa obra estrellada de Albert Camus: El primer hombre, y aún camino sobre El buen soldado Svejk de Jaroslav Hasek.

Alguna vez escribí sobre mi fastidio con los finales, sobre la falsa mariconada feliz, los tórtolos mirando el crepúsculo marítimo, la sonrisa de oreja a oreja a lo Warner Brothers. La vida real es una sumatoria de imprevistos y calamidades. Por eso prefería que los protagonistas se cagaran a tiros o fueran a comprar cigarros y no volvieran. Que los acuchillaran en el camino, que los atropellaran sin portar documentos y terminaran en un hospital público, como indigentes desmemoriados, con una pierna levantada y una Playboy arrugada entre las manos.

Fallas estructurales de la condición humana


Es de madrugada en Chile pero nadie duerme. Hace un frío polar. Se ha ganado la copa América Centenario en Estados Unidos. Dos penales que marcaron la diferencia ante Argentina. Lo veo en familia. El triunfo lo disfruto. Reconozco el esfuerzo deportivo de ambos equipos. Admiro el talento. Yo también jugué alguna vez de mediocampista amateur. Hago un brindis y paso a lo mío, a la multitud de actividades de otra índole que me esperan. Afuera el ruido es incesante. Pasan caravanas de autos tocando bocinas, hinchas enfervorizados soplando vuvuzelas, gritos roncos, obscenidades xenófobas. Las principales avenidas del país se atiborran con cientos de miles de personas carnavaleando su gran contento como macacos cocainómanos. 

Se me ocurre que con toda esa energía desperdiciada en eventos futboleros podríamos cambiar todo lo que hay de injusto en esta patria sureña. Unos pocos días que vuelvan a estremecer al mundo. Desratizar el congreso. Asambleizar la convivencia. Acabar con afps e isapres, para que pensiones y salud vuelvan a ser un asunto de todos. Guillotinar el saco roto de la educación privada financiada con fondos públicos. Recuperar la dignidad de los trabajadores, la soberanía de nuestras riquezas. Ponerle tarjeta amarilla a las transnacionales que lucran gracias a nuestra regulación tan sospechosamente entreguista. Y una tarjeta roja al gran empresariado que se colude para jodernos la existencia. Quizá nos merecemos lo que tenemos, lo que hemos contribuido a perpetuar con silencio, omisión, cobardía. He percibido que es así en casi todos lados. La condición humana tiene fallas estructurales por donde campea con mucha complacencia la religión y el capitalismo con sus hordas circenses de aprovechadores y chiflados.

Artilugios emotivos

No sé si la soledad es una queja o una bendición. La multitud te convierte en un borrego estúpido, pero la soledad te hace doler esa indefinibilidad llamada alma. La creación es en principio un rompecabezas desparramado. Un rompecabezas que debes armar arbitrariamente para que nada calce como debiera calzar. O si no daría lo mismo seguir escribiendo redundancias de formas y estilos. El drama encubierto es que necesitas alejarte, aunque tengas a alguien al lado. Y en ese desierto debes sobrevivir solo, porque nadie podrá entrar en él. Podrás armar una casa de putas croatas, destruir iglesias católicas o avivar progromos de politicuchos neoliberales. Es la libertad imaginaria no sujeta a legislación nacional o ética. Luego vuelves por combustible mental. Café y cigarrillos, coñac para el frío, estridencias desquiciadas de Paganini, brindis por entusiasmos futboleros que no alcanzas a comprender. Voces en el portón. Celular vibrando. Ulular de wasap. Carita feliz de Facebook. Debes parlamentar. Y eso te obliga a enrielarte, a ser coherente. Salen palabras e impresiones desde tu sombrero de ilusionista que no podrías asegurar que estás sintiendo. Chamantos lingüísticos, palmoteos virtuales, artilugios emotivos para no morir de frío polar. La convención ocupa demasiado tiempo y allí también sueles estar muy solo. 

Imagen: Egon Schiele

Llueve sin pausa


Llueve sin pausa y el señor Tatón se inquieta pues nuevamente no habrá paseo. Desmalezo los almácigos. Acomodo las viejos utensilios agrícolas. Debo comprar herramientas nuevas y aprenderme sus nombres. Para cada requerimiento humano hay un objeto facilitador. El gran Malalcura se divisa fantasmal. 


Imagen: Rufino Tamayo, "Perro / Dog", grabado / engraving, 55,5 x 75,5 cm., 1979

Tamborileos fascistas en el valle


Cae la tarde de junio, el manto frío, el anticipo de la escarcha. Quedan manzanas solitarias en las copas de los árboles, bolsas de nylon acarreadas por los puelches, uva podrida en el parronal. Las montañas cambian de abrigo. Ocres y amarillos en los lomajes. Marrón anaranjado a media altura. Violeta en las cumbres. 

Repican tamborileos fascistas en el valle. Se acercan las elecciones municipales y tal como en ocasiones anteriores sale a relucir lo mejor y peor de cada localidad. 

La mentalidad campesina, la mayoría al menos, es sabia en aspectos climáticos, en cultivo de chacras y cuidado de animales, pero muy rudimentaria en el área política. Siglos de bosquejos patrioteros, militarismo ramplón y catolicismo ultrista han moldeado a un ser pasivo, obediente, unidimensional, que no votará más que por candidatos de extrema derecha, porque son ellos, con su circo y sus dádivas, los que han reemplazado la figura del terrateniente feudal. La mentalidad inquilina es una funesta mochila cultural que inclina la democracia hacia el oprobio del pasado. No hay mucho que hacer porque se hace mediante el voto. 

Por su parte, una minoría de campesinos silenciosos, con plena conciencia de clase, mantiene la memoria muy viva puertas adentro,  junto al fogón, premunidos de un mate dulce, y a veces unas sopaipillas fritas en manteca de cerdo. Pues allí, en esa pequeña ágora de la resistencia, van transmitiendo a sus hijos y nietos la historia de las bellaquerías cometidas por los que mandan y su horda de rastreros desclasados.

Pero a San Fabián ha llegado mucha gente que no responde a estas características. Profesionales, ambientalistas, académicos, jubilados, extranjeros, místicos, obreros urbanos y descendientes de antiguos sanfabianinos emigrados. La mayoría decididos a quedarse, imantados con la cordillera nevada, las aguas cristalinas, la tierra húmeda, el bosque nativo y la sencillez de los lugareños. Ellos aportan diversidad, dinamismo, nuevas ideas y entusiasmos que probablemente reorientarán nuestras formas de convivencia hacia algo distinto.
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