Ni telarañas


Es un sueño recurrente, de esos que te estropean la noche, el mes y hasta los años venideros El guión es más o menos así:  llegas ante una puerta conocida, una puerta familiar, vas alegre y llevas obsequios. Golpeas con una mano o con el pie. Esperas atento al pequeño tumulto que antecede a tu arribo. Crees escuchar risas de niños, bromas espontáneas, el acomodo de algunos muebles. Tu corazón se acelera. Tu sonrisa se expande...

Pero pasan los segundos y nadie abre. Nadie pregunta nada desde el interior. Y los sonidos que creíste oír no son más que emoticones sonoros prefabricados por la debilidad nostálgica de tu cerebro culeado.

Decides abrir la puerta por ti mismo y al segundo preferirías no haberlo hecho. Al otro lado no hay nada, no hay sillas, ni tazones sucios, ni estufas tibias, ni camas a medio hacer. Ni siquiera hay telarañas, porque el viento que se cuela por todos lados las pulverizó hace mucho tiempo.

Imagen: Teun Hocks

Una soledad demasiado ruidosa

Dos truenos irrelevantes se adelantaron al primer canto del gallo. Despertamos sin reconocernos del todo. El café ordenó las cosas. Las tostadas con miel dulcificaron los rostros. Soñamos con Bohumil Hrabal. Exploramos su mente, sus pesadillas, su melancolía libresca. Laboramos en un sótano triturando libros. Convivimos con ratoncitos amistosos. Bebimos cerveza como en la víspera del apocalipsis. Dialogamos con Rembrandt, Klimt y Monet. Palmoteamos a Goethe. Le hicimos zancadillas a Rabelais. Nos volvimos cultos a pesar de nosotros mismos. Fue el costo por leer Una soledad demasiado ruidosa antes de dormir. 





Imagen: Bohumil Hrabal, novelista checo.



Tostadas con mermelada de mora


Días tibios. Remolinos de hojas amarillas. Pájaros estresados preparando su equipaje para emigrar. Las humaredas se multiplican tiñendo las montañas de un azul ceniza. Hay premura por preparar la tierra para la siembra antes que empiecen las lluvias. Ha empezado a helar por las noches. Asoman caminantes con bufandas y orejeras. Las chimeneas parecen calderas de ferrocarril transiberiano. Lo que quedaba del huerto se ha quemado con el hielo. Sobreviven apios y tomates tardíos que no tienen la prestancia ni el sabor de los veraniegos. El deshoje otoñal se ha generalizado. Manzanos y perales van quedando desnudos y los castaños se deshacen de sus cajetillas espinudas. 

Lecturas dispersas. Entusiasmo oscilante. Avanzo poco en cada libro. No soy capaz de concentrarme en Cortázar. Sí lo logro con Bashevis Singer y Harold Bloom. De este último, husmeo Dónde se encuentra la sabiduría. La defensa de Pascal, la desesperación de Eliot, el anhelo de Montaigne, leer y escribir en soledad para combatir la melancolía con sabiduría. Perdió tempranamente a su amigo Étienne de La Boétie, y luego no se arriesgó a tener otro. Bloom utiliza una buena imagen: a Montaigne no se le puede combatir porque es como tirarle granadas de mano a la niebla.

Hora de escribir. Los dioses humoristas parecen haberme bendecido con buen ánimo para el trasnoche. Antes de empezar, un café con miel y tostadas con mermelada de mora.


Eduardo Blanco-Amor, un gallego adicto al caldillo de congrio


Hay escritores que sin ser chilenos han dejado la impronta de su mirada muy bien marcada en nuestra idea de país. Eduardo Blanco-Amor es uno de ellos. Nacido en Ourense, Galicia, en 1897, emigró a Argentina a los 17 años. Allí se formó como periodista y fue profesor de lengua gallega en la Universidad Nacional de Buenos Aires. No obstante desarrollar buena parte de su vida académica en Argentina, escribió y publicó en lengua gallega la mayoría de sus obras, así como retrató temáticas principalmente ligadas a su ciudad natal.

Alrededor de 1950 anduvo por Santiago de Chile y sobre esa experiencia escribió el libro Chile a la vista. Ante el inesperado éxito de ventas del libro, los editores persuadieron al autor para que escribiera una segunda versión que abarcara el conjunto del territorio chileno. Así fue como Blanco-Amor realizó un extenso viaje de más de 4 mil kilómetros desde Magallanes hasta Arica, fruto del cual escribió una segunda edición que es a la que nos estamos refiriendo.

La mirada de Blanco-Amor es aguda y compasiva con lo que va encontrando en el camino. No se le escapan las grietas expresivas en el rostro de los pobres ni los ademanes altivos de los abundantes perros callejeros que pueblan las ciudades y pueblos de Chile. Resalta el garbo muy femenino de las bellas chilenas cuarentonas, a quienes recomienda llamar cuarentinas, para hacerle mayor justicia a su donaire.

Degusta todo tipo de comidas, no sin cierto recelo ante los secretos de su preparación. En ocasiones el recelo original muta en culpabilidad, sobre todo cuando ciertos manjares se le vuelven adictivos, como le sucede con el caldillo de congrio:

"Pero un día -¡ay, mísero de mí; ay, infelice!- descubrí el caldillo de congrio. Insensatamente despistado por el diminutivo, representémelo como un inocente jigote adecuado para puérperas, como algún transparente consomé de enfermo, donde el congrio sería apenas una delicada y lejana alusión al caldo de pescado. Y lo pedí …

¿Por qué en su lugar y en aquel mismo instante, no pedí la cicuta? ¿Qué destino me espera ahora tras un régimen de dos caldillos de congrio diarios y a veces, ¡oh, espanto!, con una repetición tras cada uno? ¿Quién fue el enemigo que inventó el sublime equilibrio de esta síntesis de chapines, caldeiradas y buillabesas? ¿Quién tradujo al lenguaje del Pacífico la antigua sabiduría ictiofágica de Atlánticos, Cantábricos y Mediterráneos, sometiéndola a nuevos desgloses de gustos y subgustos? ¿Cómo iba a hacer yo para evitar el sabrosísimo nepente oculto en el diminutivo? ¿Quién me reconocerá, a mi regreso, tras estos mofletes y papadas, tras estos rollos y envolturas? Fieles a los usos geológicos de estas partes del mundo, los restos de mi silueta quedarán aquí no enterrados, como en las viejas arqueologías europeas, sino sumergidos, como en las nuevas geografías americanas, junto con las secuencias australes y los continentes pascuenses. Sumergidos en caldillo de congrio ¡Ay, dolor!”



Compara lugares y personas chilenas con lugares y personas de otros países, incluso con personajes de la literatura, la historia y la ópera. Su amplia erudición le permite hacer innumerables analogías y juegos verbales, mientras se sonríe, se sorprende y se conmueve ante el barroquismo tan vital e insólito de este sureño país. Una característica muy personal de Blanco-Amor es que hace continuas referencias a su tierra natal, como si parte de su ser siguiera viviendo y desayunando bajo el amparo de su sol gallego.

Su narración es tan elocuente como clarificadora de nuestras conductas y costumbres, captando muchas veces lo invisible, lo inaudible y el detalle objetivo y subjetivo que a menudo se nos escapa a los transcriptores de nuestro propio entorno.

Chile a la vista
es una obra iluminadora, que se suma a la fina mirada de la británica María Graham en su Diario de mi visita a Chile (1822), las impresiones de Charles Darwin en su libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo (1860), las del explorador Bruce Chatwin en su bitácora En la Patagonia (1977), y la del boliviano Gustavo Adolfo Otero, que con gran perspicacia y calidad narrativa, retrata nuestras miserias y grandezas en su libro El Chile que yo he visto (1922).

Militaristas y patrioteros

Ante cada desfile marcial, ante cada muestra de histérico y vano patrioterismo, suelo recordar los Sueños de Akira Kurosawa, donde un pelotón de cadáveres irrumpía marchando desde un oscuro túnel para pedirle explicaciones a su comandante y único sobreviviente.







Imagen: Zdzislaw Beksisnki

Preterización

Cuando logramos que los abuelos recuerden a sus propios abuelos, damos un salto de más de un siglo hacia atrás. Entonces podemos escarbar en retazos, en difusos recuerdos que van asomando, reconstruyendo con prisa, con entusiasmo, como si nos fuésemos adhiriendo nuevos pedacitos de sentido a nosotros mismos. 

Mi abuela, ya nonagenaria, me confidenció lo que pasó con sus propios abuelos. Eran comerciantes, iban a bordo de una carreta por un camino rural de Arauco. Fueron asaltados y asesinados. Me dice sus nombres, pero no porto libreta ni lápiz y los olvido a los pocos minutos. 

Sigue narrando mientras observa a unos jilgueros disputarle el trigo molido a sus gallinitas de la pasión. La madre y el padre de mi abuela murieron antes de que ella cumpliera los cuatro años. Huérfana desde 1929, debió crecer bajo el cruel yugo de sus hermanas mayores. Donde predomina la miseria el amor se muestra esquivo.

Mi abuela baja la mirada. Enumera cada detalle de su madre, sus facciones, su voz, su vestido, su sonrisa, incluso su mano, cuando tomada a la suya se volvió más pesada porque había dejado de existir.

Sobre el arte de sobrevivir

Tarde abochornada con nubes pedantes sin solvencia lluviosa coronando los cerros. Tormentea hacia la frontera con Neuquén, pero aquí la sequedad ya parece la venganza de un dios ensañado. Comparto un vino con campesinos amigos y turistas santiaguinos. Intento ser cortés. Sonrío cuando veo que los demás sonríen ante algo que estiman gracioso. Observo sus facciones, gestos y vestimentas sin que alcancen a sentirse incómodos. A ratos participo con un comentario generalista sobre el tema que están tratando. Levanto la copa del brindis, apruebo las opiniones sobre el clima, los errores del director técnico de Colo Colo, las quejas contra los políticos o los usurpadores locales del agua. No saco conclusiones, no intento hacer resaltar mi presencia, ¿qué podría aportarles a sus vidas? Mi exhaustiva y a ratos patológica disección de los sucesos les traería más problemas que beneficios. Personalmente no me siento cómodo entre ellos. Mi tangente libresca me lleva a territorios complejos donde se camina sobre un suelo gravillado de matices y huevos relativos. Estos campesinos no son muy diferentes a los mujiks, a los pastores aymaras o a los segadores húngaros. Quizá más hipócritas, arrogantes y ladinos. En cada lugar, en cada circunstancia, se establecen esquemas de poder, chismoseos de envidia, superposición de los vivarachos sobre los tímidos, en cada rincón se amasijan los pormenores del momento para extraerles el máximo provecho, y eso está bien, porque usualmente se sobrevive cuesta arriba, con las migajas desechadas o no contempladas por los grandes apropiadores. De esta forma, los campesinos pobres, los pequeños funcionarios, los gañanes sin tierra, las mujeres solas con hijos o los turistas que salen a airearse con lo justo, se ven obligados a engañar, a estafar, a seducir con finas argucias para sacar aunque sea una delgada tajada extra de sus interlocutores.

Fotografía: Antonio Quintana

Amarillo pálido

El sol marziano tiñó los pepinos de amarillo pálido. El huerto ha dado paso a las hojas resecas, a los tallos marrones tumbados como borrachos. Lechugas y acelgas han florecido y van soltándole su semilla a las ráfagas de viento. Ajíes y pimientos enrojecen y las cebollas asoman como queriendo salirse de la tierra. Quedan las papas subterráneas como testigos silenciosos de un ciclo estacional que ya expira. Las hojas de los zapallares empiezan a contraerse con las primeras heladas nocturnas dejando en evidencia el tamaño de sus frutos. Algunos zapallos parecen budas de veinte kilos, y otros, pigmeos de quinientos gramos.

A media tarde me voy al fondo de los potreros a recoger moras. El tiempo de la recolección es breve porque muy pronto las moras se deshidratan hasta secarse. Siento que es algo que me hace feliz. Veo las sombras de las nubes deslizarse por las montañas, me acaricia un sol tenue, repaso lo leído y lo creado, las vacas no me hacen preguntas maliciosas y yo no molesto a nadie con esta simple actividad que luego transformaré en deliciosa mermelada.

Imagen: Vincent Van Gogh, Green Wheat Field, 1889.

Largo invierno


Septiembre de pies congelados. El invierno se alargó como jardín de gigante egoísta. Las plantas florecen con sol esquivo. Las rosas se empinan hasta lo alto para pedir explicaciones al gran revitalizador. La tierra está reblandecida, atiborrada de lluvia y manantiales transitorios.

Los conejos no perciben el peligro en medio de la tempestad nocturna y los cazadores hacen su festín. Queda poca leña, troncos amagosos de avellano, olorosos laureles derribados por el viento, cercos podridos convertidos en astillas. La chimenea no da suficiente calor.

Fotografía: Lorena Ledesma

Viajeros lunares

Pensaba que Cyrano de Bergerac había sido el primer hombre en alunizar, pero me he dado cuenta que otros llegaron antes que él, o al menos elucubraron en torno al tema.

En el siglo II, Luciano de Samosata, irreverente sofista sirio, propone en Historia Verdadera un viaje al mundo de los selenitas, quienes, entre otras maravillas, hilan los metales y el vidrio y se quitan y se ponen los ojos.

Ludovico Ariosto nos cuenta cómo Astolfo, duque de Inglaterra y personaje de Orlando furioso (1516), descubre en la Luna todo lo que se pierde en la Tierra: los suspiros de los amantes, los proyectos inútiles o los no saciados anhelos.

Hacia rutas salvajes

Me hubiese gustado continuar la historia de Sabbath durante meses. Pero se acabó en la 465. Me siento huérfano. No he vuelto a leer con el mismo entusiasmo. Intenté retomar Los viajes de Charlie, de Steinbeck, y de verdad me ha servido. Es una gran narración. También lo intento con Into the wild, de John Krakauer. La historia de Chris McCandless es cautivante y triste a la vez. No quisiéramos perder a los chicos que realizan sus sueños.

Pareciera como si ciertos hombres inadaptados buscasen apaciguar su monstruoso vacío existencial adentrándose en la inmensidad de las llanuras, en las montañas, en los desiertos, en los ríos caudalosos, en la vastedad marítima. O bien se inmiscuyen en guerras que ni siquiera son sus guerras, porque ese murmullo de sangre detrás de las colinas les recuerda que aún siguen vivos, y mientras haya vida habrá acción y hasta podrán burlar a los toros en estampida. Estos hombres no suelen tolerar las ciudades, ni el encierro hogareño, ni la rutina, ni las leyes oficiales. La inmensidad que volvería loco a un hombre común, pacifica la atormentada alma de estos hombres libres. No sé si se sentirán menos solos en medio de ese horizonte inabarcable. La luna extrae los mejores recuerdos de cada memoria. El fuego se comparte con los antepasados que no piden explicaciones y siempre habrá un perro o un caballo más silencioso que el silencio. En la urbe la soledad también es horrorosa por lo que debes ensayar rutinas distractoras todos los días para que la señora de la guadaña no te agarre del pescuezo.

Creo comprender ese sentimiento que impulsa a adentrarse en territorios salvajes. Mi propio ser no toleró la urbanidad y sus convencionalismos. Volví a la montaña, donde los ecos retumban como ladridos desgastados de Dios, donde la lluvia se desrisca en miles de cataratas y la brisa tiene un lenguaje diferente en cada árbol. 

Junto a Steinbeck y Krakauer, me acerco a las obras de Jack London, Joseph Conrad y Herman Melville. El mundo de ellos  es de alguna forma también el mío. Somos compañeros complementarios en el tiempo.

Fotografía: Jack London

No ha vuelto a llover en el valle


No ha llovido desde octubre y ya son evidentes los estragos de tanta sequía. El paisaje se ha tornado amarillo. Sobreviven los espinales, tal como en los desiertos más secos. Las personas riegan sus jardines discriminando a las plantas y arbustos que no cuentan con su gracia. Mi huerto es grande y el agua tampoco me alcanza para toda la siembra. He tenido que privilegiar los tomates, pepinos, cebollas, morrones y sandías por sobre los porotos y papas. La sequía acelera los procesos. Los frutos maduran antes, sin alcanzar su tamaño normal, y se secan rápidamente para darle tiempo a la semilla de la sobrevivencia. Los cerezos que planté en invierno también están sedientos y hasta ahora han sobrevivido con la escasa niebla de las madrugadas.

Fotografía: Lorena Ledesma

Fantasmas del silencio

Se acerca otra medianoche veraniega. No hay rumores de brisa. Según la versión de mi ventana, la luna se ha encaramado sobre la rama de un acacio.

La falta de sueño me debilita. No logro profundizar en ningún pensamiento, pero debo seguir leyendo y escribiendo hasta quedar extenuado. No puedo permitirme despertar a mitad de la madrugada porque los fantasmas del silencio me despedazarían el alma.

El otro Estados Unidos

Estados Unidos, como idea, suele asociarse con prepotencia política, con reverendos extremistas, con las distorsiones informativas de CNN, con gringos gordos y estúpidos similares a Homero Simpson y helicópteros Black Hawk ametrallando árabes y afganos.

Sin embargo, Estados Unidos es un poliedro histórico, político, racial, literario, donde todo lo bueno y malo que pudo haber pasado, pues efectivamente ha pasado. La lucha de clases y la imposición sangrienta de unos sobre otros ha teñido casi toda su historia. Los que han ganado han impuesto su versión, su monserga patriotera, su historia dulzona de un sueño americano, en apariencia, plenamente alcanzable a través del esfuerzo personal.

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