Y sin embargo, se pudo

Acumulo notas matinales desordenadas. Simples datos, imágenes narrativas, delirios extravagantes.  Puede que algunas de esas notas se conviertan en textos, anticipos de novelas o abortos literarios desaguados en la papelera (aunque últimamente no estoy desechando nada, porque entendí que soy un escritor vertedero, es decir, toda la basura humana, sus modos, sus abyecciones, van a parar a mi estropicio mental donde se rumia con la adustez de un demonio vengativo)

Bosón de Higgs

Las facultades de filosofía y ciencias de la Universidad de Chile eran vecinas, por lo que era natural que nos mezclásemos filósofos, lingüistas y científicos en los casinos, conferencias y cátedras del Campus. Era un deleite pasar en una sola mañana desde una conferencia sobre Lacan a una clase sobre biología del conocer, luego a debatir en teoría de la historia, meternos en una disertación sobre Dostoievski y terminar en un concierto de música medieval.

De esta forma surgían amistades y también romances. Esto último fue lo que sucedió con Mared, destacada física galesa invitada por la universidad a ofrecer un conjunto de clases magistrales a sus doctorandos en ciencias. Mared era una de las investigadoras del CERN, que entonces afinaba los últimos detalles para echar a andar al gran acelerador de partículas LHC.

La primera vez que compartió con nosotros en el casino, nos contó en su dificultoso español, que encontrar la partícula de Dios era un sueño que albergaba desde pequeña. Mared era muy joven y hasta parecía una campesina adolescente venida de las montañas, de cabello largo y rojizo, ojitos azules, pecas al por mayor y nariz de brujita hechizada.

Carlitos era un muchachón chileno de bellos rasgos mestizos que comandaba una de las facciones izquierdistas más radicales de la universidad. A diferencia de otros comandantes, era amable, muy caballero y hasta dulce en el trato. Alto, fornido, de ojos azules y piel morena, era admirado por numerosas mujeres que lo contemplaban extasiadas mientras Carlitos encendía barricadas en medio de las principales avenidas santiaguinas. Con el rostro cubierto por una capucha, sólo quedaban  visibles sus ojos y su torso desnudo exhibiendo una leyenda mapuche en el pecho izquierdo. Nosotros le decíamos Sean Penn, porque era igualito al actor.

Carlitos y Mared se sentaron varias veces en nuestra mesa y compartieron un café distendida y risueñamente mientras escuchaban nuestras extravagantes conversaciones filosóficas.

Pronto empezaron a sentarse solos y a ratos los veíamos perderse tras el follaje de los patios interiores. No debieron pasar más de dos días antes de que viniesen hasta nosotros tomados de la mano. Era una hermosa pareja. El impetuso revolucionario y la científica soñadora. Se besaban y abrazaban en público desenfrenadamente, como si la conciencia del tiempo les oprimiera el pecho. No perdían un segundo, bebían café entre besos, bebían cerveza entre caricias, reían junto al resto entre arrumacos.

Mared tuvo que marcharse a las pocas semanas. Parecía desesperada, como si toda la tristeza universal se hubiese adosado a su mirada. Los últimos días se le veía llorar a menudo en el pecho de Carlitos, mientras éste, muy compungido, le acariciaba la cabeza y la intentaba calmar.

Mared volvió a Gales, y Carlitos, con su sonrisa tan tristemente amable, al redil de la revolución. Volvió a quemar neumáticos en las calles y a darse de palos con la policía. Sin embargo, antes de una semana ya tenía una compañera que no le perdía pisada. Era Sabrina, una extremista tan fiera como él que se lo había apropiado. Morena, alta y atlética, luchaba de igual a igual junto al resto de los varones.

Carlitos se veía feliz nuevamente, bromeaba con entusiasmo, repartía volantes, bebía junto a nosotros, y el nombre de Mared no volvió a ser mencionado, por la presencia siempre severa de Sabrina.

Sucedió que antes de tres semanas volvió Mared. Volvió a una hora en que estábamos todos en los patios, en las escaleras, en los casinos. La vimos entrar llena de ansias, casi corriendo. No había resistido la separación. Parecía haber dejado todas sus investigaciones y cátedras botadas en Europa para venir a abrazar a su amado revolucionario. 

Al verla avanzar presentimos lo que iba a pasar, más bien lo sabíamos, todos sabíamos lo que pasaría segundos más tarde, conocíamos el futuro inmediato, menos ella. Y asi fue. Fuimos testigos privilegiados. Mared caminó hasta el ágora central donde se reunían los revolucionarios, y allí, en el centro, estaba su amado Carlitos. pero no estaba solo, sino con Sabrina, y esta lo tenía fuertemente aferrado entre sus brazos. Mared pareció entender lo que sucedía y estalló en llanto delante de ellos. Un llanto que la envolvía, que la consumía. Estaba sola, a miles de kilómetros de su hogar, de su trabajo, de su familia, estaba sola y su viaje había sido completamente inútil. Tras unos minutos volvió sobre sus pasos y nunca más la volvimos a ver.

Imagen: © Anna La Mouton

Ser niebla

Quiero amanecer dentro de un banco de niebla en mitad de la montaña. Diluirme con los primeros rayos del sol. Es un sueño que tengo de pequeño. Ser niebla, ser invisible, vagar por los aires sin ser visto y volver a dormir cada noche sobre el mismo bosque de avellanos en mitad de la montaña.




Fotografía: Otoño en San Fabián de Alico. Jorge Muzam.

Raíces aferrándose a las rocas

Me aferro a las horas tal como los aromos que nacen y crecen desde la verticalidad de los acantilados. Extendiendo largas raíces entre las piedras de la cultura universal, estableciendo diálogos en el tiempo con escritores filósofos, inventando formas levemente distintas de decir lo mismo de siempre, no añorando demasiado los días recientes, los días rotos, porque eso debilita las raíces que me sostienen ante el despeñadero.


Fotografía: Lorena Ledesma

Rey de los muertos

Cierta tarde calurosa decidimos bajar al río por el camino del cementerio. Irnos por allí nos hacía más llevadera la marcha, por cuanto esa ruta está sombreada por álamos blancos. Lorena se detenía cada pocos metros a tomar fotografías. A veces captaba un aguilucho sobre un poste, una bandada de jilgueros o una solitaria nube navegando por el cielo azul. 

Antes de bajar al río nos aventuramos por el cementerio. El silencio sólo era interrumpido por las chicharras de un castaño y ciertos rumores de brisa en lo alto de los cedros. El portón de latón oxidado rechinó al abrirse. Recorrimos las viejas tumbas descubriendo nombres y apellidos raros, lápidas excéntricas, mausoleos pomposos entre los descendientes de anglosajones, judíos, palestinos y vascos, cierta austeridad entre los andaluces y cruces podridas sobre promontorios de tierra como únicas huellas del campesinado pobre. Muchas de ellas habían sido tragadas por la zarzamora y los nombres de sus moradores eran apenas identificables. Todo el clasismo de los vivos reproducido con exactitud entre los difuntos. Para nuestra sorpresa, ningún mapuche había parado la pata por esos lados.

Tras visitar la totalidad del cementerio, decidí anexionarlo a mi imperio, y declaré solemnemente a todos esos muertos como mis súbditos. Lorena estuvo de acuerdo y tomó nota oficial del asunto. 

Fotografía: Bruce Gilden

Entonaciones afectivas


Escarcha matinal y desfile de torcazas en la cordillera andina. Las empinadas paredes rocosas son humedecidas por las nubes que van hacia el sur. Más abajo los álamos amarillos compiten en prestancia con los bosquecillos de robles que mutan de marrón a rojizo. El viento bombardea los lomos de los cerdos con nueces y encinas. Los higos intensifican su madurez violeta y las cajetillas de castañas se precipitan como naves de Ka-El.

Ante cada persona que despierta nuestro afecto, o ante cada animal, usamos palabras deformadas o sonidos muy particulares. Onomatopeyas nuevas o refaccionadas. Añuñuis del habla. Encantamientos para los que el lenguaje normal no tiene expresión. Quien los recibe se siente acogido, respetado, único en su parcelita de amor.

Don Justo mantiene su inquietud posada en la lejanía. Nadie más parece comprender la desaparición del perro Malacara. Lo que significa para los días usuales. El abismo que queda en el sentimiento. Por eso la marcha nocturna, los zapatones de caminata, la bufanda hasta las orejas, como una última cruzada de vida hasta encontrar a ese amigo perdido.

Imagen: Fotograma de la película argentina Historias Mínimas de Carlos Sorín

Váyase Guzmán

Cuando no estoy juntando letras me desvanezco en un lago de niebla. El trabajo brutal me suele ayudar, me agota físicamente, pero mi mente sigue siendo un rápido de rafting, una efervescencia descontrolada cayendo desde un tepuy. ¿Cómo apaciguarla? Con cierta poesía, con álamos amarillos, con Philip Glass, con brisas mozartianas. Busco narraciones que sincronicen con mis ánimos, que me depositen como un pichón políglota en el nido de un cuco ciego. De tanto escarbar siempre llego a las mismas voces, mis amigos de letras, compañeros de viaje en este tramonte cósmico. Llevan mochilas bien provistas. Cerveza fría, libretas con hojas en blanco, carne seca para la noche. Son incorrectos, y eso me gusta, así no me siento tan solo, pues nunca pude amoldarme, y también digamos que nunca pudieron ponerme la soga, llegué a ellos, a mis amigos, como una gota de mercurio extraviada. Philip Roth, Céline, Nabokov, el bueno de Steinbeck, el peruano Vallejo, una suma no tan larga, y esta noche, nuevamente, Allan Sillitoe.

Horizonte disuelto

Maduraron los membrillos después de la última lluvia. Las nueces siguen cayendo y las avispas danzan en torno a los racimos de uva negra encaramados en las antenas. La bruma azulada se atrincheró en las montañas y nos dejó sin un horizonte taxativo. Los álamos amarillos se difuminan en la niebla baja como estoicos palitroques disolviéndose en la nada. Es un día frío y silencioso, con leños de pino crepitando en la chimenea y carpinteros negros visitando a los viejos manzanos.

Literatura política

Si eres escritor y no eres indolente al devenir de los hombres, es imposible que el huracán político no te atrape tarde o temprano. Trabajas con ideas, eres hábil, tienes olfato de sabueso para captar la grandeza y la miseria en los demás, para captar sus luces y sombras, sus miedos y osadías, puedes esclarecer las ideas, manipularlas, tergiversarlas, y hasta convertirlas en una refulgente marca ideológica para tatuar el trasero de los asnos. 

Marzo de 2014. Ricardo Piglia decide no viajar al Salón del Libro de Paris por discrepancias irreconciliables con los organizadores. Intuye una emboscada político-cultural anti-kirchnerista en la capital francesa.

Una historia no basta

Una historia no basta para vivir. Por eso lees novelas o biografías, por eso te adentras en la historia universal, escuchas a los abuelos, ves películas, por eso auscultas lo que sucede en las vidas vecinas o reescribes mentalmente capítulos de tu propia vida volviendo ideal lo que entonces pareció funesto.


Imagen: Bruno Schulz

Intolerable patudez

No solía recoger personas, y no era por falta de generosidad o por temor. Al fin y al cabo qué podían quitarme, mis tarjetas siempre estaban reventadas, mi reloj era taiwanés y el vehículo se adscribía al club de los espantamóviles. No recogía personas porque no quería que estropearan mi silencio, ¿de qué podía hablarles? No encuentro placer en hablar por hablar, menos en escuchar problemas de otros, o en comentar el clima. Preferiría la telepatía, que adivinásemos intenciones, que bastara una mirada. 

El hecho es que recogí a esa solitaria muchacha que perdió el último colectivo a la cordillera. Lo hice sin pensar. Sólo detuve el auto ante su requerimiento. Una vez a bordo nos quedamos mirando y nos reconocimos de inmediato. Era la desquiciada Alicia Cornejo, mi compañera de primaria y cómplice de mis primeros actos delincuenciales. Nos abrazamos como dos huérfanos que se reencuentran después de pasar mil penurias. Tenía algunas arrugas y estaba más gruesa pero conservaba intacta su risotada ronca de Nanny. De verdad me sentí alegre, pues no he tenido muchas amigas inmorales en mi vida. Me contó que estaba separada, que no tenía hijos y que trabajaba en Lan Chile. Le pregunté si llevaba mucho tiempo sin culear y me respondió "compruébalo". Nos reímos. No me sorprendió su respuesta. Ya en primaria tenía mente de pornostar, sucia, vulgar y festiva.

Síndrome Barry Lyndon

Tal como Barry Lyndon, prometí en algún momento no descender de la condición de caballero. Orgulloso y convencido de mi talento literario, he vivido varias vidas y muertes, a veces como santón, reyezuelo, puto o borracho. He pasado infortunios y alegrías, y a veces salvé el pellejo por un rasguño. Varias mujeres me amaron y a la mayoría las amé de una forma parecida. Para algunas me convertí en un dios y para otras fui un granuja de la peor ralea. 

Si hubiese sido más disciplinado, a estas alturas debería estarme chamuscando en el infierno, pero como he dilatado las cosas, ninguna novela del tiempo ha sido terminada. Mis maldiciones son prórrogas infecundas, seducciones inesperadas, cuentas por saldar.

No alcancé estrellas, ni títulos, ni menos un reconocimiento masivo. Me leyeron y valoraron más críticos literarios que lectores. y al final eso fue suficiente. Y aunque creí merecer más ventas que Stephen King, apenas rivalicé con Kafka.

La mancha humana


La bruma se estancó en el valle y acortó la tarde de este jueves ordinario. El cambio estacional ha sido veloz, con escarcha matinal, días opacos y frío intenso por las noches. Ya se han encendido chimeneas y cocinas a leña. Probablemente arderán de continuo hasta octubre.

Las uvas van madurando en la misma proporción que el batallón de avispas que llega a devorarlas. Las hojas que caen son tantas y de tan distintos tonos que ya no vale la pena barrerlas, y así van quedando, como una enorme alfombra de gala otoñal que conduce a cualquier parte.

Vuelvo a La mancha humana, de Philip Roth. El viejo académico Coleman está destrozado por una acusación absurda de racismo hacia unos estudiantes negros. Se le viene la noche, el negro humo, los escombros de su reputación, y se sabe inocente, pero nadie está dispuesto a escucharlo, a poner verdaderamente atención a su drama.

 "Había perdido el dominio de sí mismo, y por ello ver y escuchar a aquel hombre era como presenciar un dramático accidente de tráfico, un incendio o una explosión aterradora, un desastre público que hipnotiza tanto por su improbabilidad como por su carácter grotesco. Su manera de moverse por la estancia me hacía pensar en esos pollos que siguen andando después de que los han decapitado. Le habían cercenado la cabeza, aquella cabeza que contenía el educado cerebro del que en otro tiempo fue inatacable decano y profesor de lenguas clásicas, y lo que yo veía era el resto amputado de su cuerpo girando fuera de control.
El semblante que me mostraba, la cara situada a menos de un par de palmos de la mía, estaba por entonces descompuesta, desequilibrada y, para ser la cara de un hombre mayor pero de apostura juvenil y bien arreglado, era extrañamente repelente, distorsionada sin duda por el efecto tóxico de las emociones que le recorrían. Vista de cerca, estaba magullada y echada a perder, como una fruta que ha caído del puesto en el mercado y los pies de los compradores la han enviado de un lado a otro.
Resulta fascinante lo que el sufrimiento moral puede hacer a una persona que no es en modo alguno débil o enfermiza. Es incluso más insidioso que la acción de una dolencia física, porque no existe goteo de morfina ni bloqueo espinal ni cirugía radical que lo alivie. Cuando te tiene asido, es como si tuviera que matarte para que te veas libre de él. Su desnudo realismo no tiene parangón".

Cae la noche en el valle. No hay personas a la vista, ni voces a la distancia, sólo álamos amarillos que se oscurecen como un sueño de Seurat.


Leerte


En los días que estuvo Lorena en San Fabián solíamos caminar al atardecer hasta el río Ñuble. Bajábamos por el camino nuevo hasta el puente que nos une a Coihueco. Noviembre estuvo muy caluroso, con temperaturas diurnas que no bajaban de los 34 grados, así que esperábamos que descendiera el sol para aventurarnos por ese solitario lugar. Oscurecía a las diez de la noche, por lo que teníamos al menos tres horas de luz para leer, tomar mate y fotografiar los abundantes patos salvajes que volvían a pernoctar río abajo. Generalmente leía yo, libros muy diversos, El Pájaro Pintado, FlushEl Rodaballo, Hacia rutas salvajes, biografías de Stefan Zweig y una cantidad de crónicas, memorias y poemas de diferentes autores. Entre lo más sabroso que recuerdo estaban las crónicas del mexicano Artemio de Valle Arizpe, sobre los chismes de la nobleza colonial. Relata en un capítulo las jugarretas del rey Fernando VII con su virrey en México, Don Juan Ruiz de Apodaca, a quien nombró conde del Venadito, sólo para que se burlaran de él.  Y así lo hizo muchas veces con distintos funcionarios, ennobleciéndolos con nombres ridículos para matarse de la risa.

A veces pasaba mucho rato, y cuando me detenía pensando que Lorena ya no me escuchaba, ella me hacía alguna observación que dejaba patente su total concentración. Me gustaba hacerlo, oír mi voz, perfeccionar mi dicción, compartir las delicias de una buena narración, detenernos a comentar las mejores partes. Nunca antes lo había hecho de esa forma, salvo con mis hijos a quienes les solía leer historias de Roald Dahl y Bashevis Singer antes de que se durmieran.

Tengo escasa tolerancia a las conferencias y mesas redondas, a todo ese pavoneo de tontos graves haciéndose los inteligentes, así que cuando he tenido que hablar en tales lugares he sido lo más parco posible, precisamente para que no me vuelvan a invitar. Sé que no siempre es así, y que hay conferencias fabulosas, pero lo usual es que sean vitrinas de mediocres. No necesito ser un escritor-mono de circo, no me interesa ser conocido por andar entreteniendo a burgueses ociosos, sino por mi mera acumulación de letras. Mi talento debiera articularse de una manera suficientemente sólida como para prescindir de toda esa fanfarria. Aunque reconozco que me gustaría dialogar, pública o privadamente, con Enzensberger y Philip Roth.
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