Puelche


El puelche invernal que baja por los cajones cordilleranos es un viento gélido que doblega el ánimo y maltrata los arbustos. Trae recuerdos de nieve y soledad, de apacibles zorros mirando desde las cuevas y pumas famélicos saboreando hojas de coigüe. Suele voltear albaricoques o quebrar grandes ramas de encino sobre los cables eléctricos que luego nos dejan a oscuras.
Solía pasarnos hace 35 años, cuando cursaba mi primaria en San Fabián de Alico. Se nos cortaba la luz y las clases continuaban en penumbras, a 5 grados bajo cero, con la mitad de los estudiantes mojados, embarrados o descalzos. La rutina colegial se mantenía imperturbable. Los muchachos y muchachas que vivían a decenas de kilómetros llegaban a clases caminando, sin atrasarse un minuto. Nadie faltaba. El único premio era un tazón de leche y una galleta dura a las diez de la mañana. No eran tiempos para quejarse.

Pintura: Viento Puelche, Ulises Vásquez

Falta de sentido práctico

En penumbras me dirijo al establo a liberar las ovejas que salen saltando como si aún fueran borregas. Muy golosas, corren a comerse las ciruelas y manzanas caídas durante la noche. Abro el gallinero y reparto el maíz, tras lo cual los gallos se dispersan por el campo con su corte de esposas.

Luego de la ducha me preparo el desayuno. Café y tostadas con queso o mermelada de alcayota. Hago zapping por los noticieros del mundo. Veo las versiones sobre Ucrania y Venezuela. Algún nuevo chisme sobre las ociosas realezas. La manipulación informativa parece ser la regla. Los matices de la historia se obvian por oportunismo, premura o ignorancia.

Apunto fragmentos de mi vigilia nocturna, ideas sobre la contingencia mundial y esbozo imágenes de mi monstruosa novela antes que devore mi mente.

Anoche leí La especulación inmobiliaria, de Italo Calvino. Novela breve sobre un intelectual izquierdista que no quiere desaprovechar las oportunidades especulativas de la Italia de post guerra. Para ello convence a su anciana madre y a su hermano de iniciar un proyecto inmobiliario en su jardín. Pero la realidad está llena de baches y maliciosos códigos no escritos, y es allí donde los más astutos y sinvergüenzas toman rápidamente la delantera, por lo que a poco andar el protagonista se ve sumido en engaños y sinsabores por su falta de sentido práctico.

Mis últimas líneas fueron para No Door, de Thomas Wolfe, escritor que encantaba a José Donoso. Hoy entiendo por qué. 

La noche se apagó con un mazazo de tristeza del que intenté deshacerme cerrando fuertemente los ojos.

Encender una hoguera

No soy sólo un muñeco sexual, en teoría también soy un escritor, y de los respetables, aunque sea pajero para escribir, le digo a Lorena mientras nos pasamos el mate. Ella discrepa, es decir, me prefiere como macho involucionado antes que como intelectual inútil. Al otro lado de la ventana el ventarrón tuerce peligrosamente los álamos, le promete un nocaut a los ciruelos más viejos y hace temblar el muelle podrido de los patos. La laguna inventada por la lluvia no sabe hacia dónde arrear sus olas. Acabamos de terminar la lectura de Encender una hoguera, de Jack London. Nos quedamos un rato en silencio asimilando el sabor de ese final. Al lado de ese invierno el nuestro nos parece de maricones. Quien podría quejarse de unos centímetros de nieve o de una granizada que no desnuca a los queltehues, cuando el explorador y su perro resisten 60 grados bajo cero en medio de una ruta olvidada del Yukón. Nos concentramos en una nueva lectura: Informe del interior, de Paul Auster, pero a la segunda hoja me detengo. Hay temas, formas literarias, ciertas cuñas de la nostalgia que me afectan como un zorro ante el patíbulo de los mastines. No puedo continuar y me quedo mirando la ventana. Esta contradictoria humanidad que me aqueja, este sentimentalismo arbitrario. Pensar que sería capaz de ordenar un nuevo Katyn de fascistas pero no podría pisar la hoja seca de un castaño.

Arlés


Vincent se disculpa ante Theo por hacerle gastar demasiado dinero. Le narra paraísos visuales, alternancias cromáticas. Nada se le escapa, ni una silla, ni una sombra, ni el viento mistral barriendo las hojas secas. Sólo vive de pan y café a crédito. Prefiere gastar en telas. Tiene premura por pintar. No es posible que los amaneceres de Arlés se diluyan sin que quede registro en una tela. Le asombran los trigales, los geranios naranjas, los vergeles florecidos, las noches estrelladas, los cipreses con luna, el Puente Trinquetaille, la vieja diligencia de Tarascón. Todo lo boceta y lo comparte con Theo. Está atento a una posible venta de sus pinturas, aunque preferiría no vender nada. Pero el desinterés lo resiente. Está seguro de lo que hace. Confía en el reconocimiento postrero. El cambio cromático lo obsesiona, por eso trabaja frenéticamente, día y noche, con frío y calor, aunque ya percibe las posibilidades del colapso, la vista fatigada, la locura tocando la puerta.

Comunismo literario

Carlos Cerda, autor de Morir en Berlín, Una casa vacía y Sombras que caminan, acostumbraba sobreproteger a sus personajes. Les enfatizaba sus cualidades, les perdonaba sus faltas, los auxiliaba en sus tropiezos, como si de verdad los amara, o los comprendiera. No confería privilegios a unos sobre otros ni le gustaba verlos sufrir gratuitamente. Buscaba el cobijo mágico de las palabras para contenerlos, para hacerles justicia a su manera. Un cáncer fulminante lo pasó a buscar muy temprano. Hubiese sido un exitoso abogado en el juicio final.

Nos conocimos en el taller de narradores José Donoso. No alcanzamos a aclararlo, pero estoy seguro que fue él quien eligió mi cuento "La pistola de agua", texto que me abrió la puerta ancha al taller más selecto que ha existido en Chile. Carlos era afectuoso y escuchaba a todos por igual, con una sonrisa genuina, de esas que te acarician el alma.

Desde esos años, o quizá de antes, he caminado con la certeza de que todos somos iguales ante el paredón literario, que la verdadera y única justicia posible se encuentra sólo en la literatura, y que los grandes jueces, fiscales y verdugos son los buenos novelistas, esos pocos que han logrado olfatear la multiplicidad de sentidos de una época, que puede ser la propia o una anterior, y que han escarbado en la complejidad de la condición humana encontrando prodigiosos hallazgos que sólo sirven para matarse de la risa.

No hay vacantes para ratas en el infierno

Queda poca miel. La pequeña cuchara rastrojea los costados sin alcanzar el fondo. Basta para endulzar un té a las dos de la madrugada. Tengo el alma envenenada. El rifle cargado. Es una historia algo vieja. Algo que debí resolver hace tiempo. Entonces subí el obelisco escarchado como lo haría un gato con guantes de seda. Hoy tengo hierro oxidado en mis huellas dactilares. Sabes que no habrá paz ni nuevas canciones. Las letras ya están muertas. Los fantasmas emigraron buscando mejores perspectivas. Los objetos son sólo objetos. La esperanza es un sorbo de whisky. Queda ese asunto. Por el honor al menos. Pero no hay vacantes para ratas en el infierno. Y el polvo es algo muy noble. La alquimia transforma la nada en una nada nauseabunda. Pero la nada es un problema filosófico. Y un problema es un problema.

Imagen: Bernard Buffet

No serán los mismos

"Quédate donde estás. Si no te han acertado es porque no te han visto", le aconseja Robert Capa a Steinbeck. La Segunda Guerra Mundial avanza hacia su epílogo. Capa y Steinbeck son corresponsales de guerra pero ostentan grados militares de oficial. Pueden entrar en cualquier parte, acercarse a la línea de batalla, comer con oficiales o soldados. Sin embargo, prefieren a los últimos. La oficialidad es aburrida. Se escapan con cualquier pretexto hasta los barracones donde se improvisa jazz. Las vigilias antes del combate son largas. Comparten cigarrillos mal liados, whisky de contrabando, escuchan las escaramuzas de los viejos sargentos y empatizan con aquellos jovenzuelos que aún no han entrado en combate. Saben que al día siguiente o algunas horas más tarde, si es que sobreviven, ya no serán los mismos, nunca volverán a ser los mismos.





Imaginación romántica

Me gustan las mujeres viajeras que usan sombreros ridículos y maletas viejas. Las ves en cualquier terminal de buses, estación de trenes o aeropuerto. Pero no hablo de todas las mujeres con sombrero y maletas viejas, sino de las que tienen la mirada perdida y no necesariamente envuelta de tristeza. Son pocas, ínfimas, menudas y no ostentan sus formas sino que las ocultan. No miran a nadie, no responden ninguna insinuación, sólo contemplan arbitrariamente lo que demanda su curiosidad infantil, que puede ser una pelea de pajaritos o un vagabundo pidiendo monedas.

Me deleito observándolas, quietecitas, silenciosas, bastándose a sí mismas. Creo que me he enamorado de todas las que he visto, que no han sido muchas. No las abordo, sólo las amo mientras mi imaginación romántica se desboca cerro abajo.

Imagen: Liu Ye

Sobre el destino trágico de tres mujeres

Stephen Crane, uno de los narradores estadounidenses que más admiro, publicó doce libros entre los 22 y 28 años, cuando murió de tuberculosis. Uno de ellos, La roja insignia del valor, es una de las mejores novelas antibelicistas de la historia. 

Crane admiraba a Emile Zolá, pero no escribió como él, con la frialdad naturalista del francés, sino que fue una especie de naturalista romántico, sentimental, intimista. De sus obras, Maggie, una chica de la calle (1893),  tiene cierta semejanza con Nana (1880), de Emile Zolá, escrita 13 años antes. Hurgando encontré otra novela también muy parecida del chileno Augusto D'Halmar. Se titula Juana Lucero, y fue publicada en 1902. De esta forma, Maggie, Nana y Juana Lucero conforman una especie de tríada naturalista sobre el destino trágico de tres mujeres.

Ginsberg en Chile

Gonzalo Rojas fue el culpable de traerlo a Chile. Corría 1959 y Rojas aprovechó su paso por Estados Unidos para invitar a la camada beat al sur del mundo. El pretexto era un tal "Primer encuentro de escritores americanos". Sólo vinieron Ginsberg y Ferlinguetti. Kerouac se excusó y Burroughs no estuvo suficientemente cuerdo para enterarse.

Llegaron a Chile en enero del 60. Se alojaron en casa de Nicanor Parra. Al Encuentro también vino Ernesto Sábato y los escritores chilenos Volodia Teitelboim, Miguel Arteche, Gonzalo Rojas y Jorge Teillier. Del encuentro no quedan mayores registros, aunque sí de las extravagancias del autor de Aullido. Se cuenta que al llegar al aeropuerto, y ante la pregunta de la razón de su visita, el poeta sólo respondió: "Vengo a cojer".

Sobre el sentido de hinchar las pelotas


Sábado muy temprano en el nordeste argentino. Caen las primeras gotas de lluvia y un viento otoñal embiste a los limoneros del jardín. Claudio, desde el lado chileno, manifiesta por chat estar muy aburrido y para remediarlo quiere molestar a Leoncio. 

Es usual que lo provoque porque Leoncio  es muy agresivo y no tarda en responder con una andanada de descalificaciones y argumentos místico-nazis. Se altera hasta volverse un energúmeno y eso a Claudio lo divierte enormemente. 

Por mi parte, tras concluir un artículo, necesito estirar brazos, piernas y neuronas a través de un buen asalto boxístico. Pero pugilistas verbales que sean individualmente respetables son muy escasos, así que intento entrometerme con grupos grandes, idealmente antagónicos a mi, donde sé que se me vendrán muchos encima.

Pasan las horas y seguimos sin tener con quien pelear, a nadie a quien molestar. Nuestros enemigos habituales parecen estar descansando o deshaciéndose de la resaca del viernes.

Recuerdo que el Gallo Claudio, el popular personaje de Looney Tunes, no podía sentirse en paz si no molestaba al perro George agarrándolo a tablonazos en el culo y luego arrancando.

De verdad me aburre la paz.  He visto a tantas personas que se encierran en sí mismas, que ven televisión mañana, tarde y noche, los mismos programas de siempre, sumidos en una rutina de escasos metros cuadrados, apenas armados con un control remoto y una teterita para el mate. Ese pasa a ser el único cuadrilátero de sus vidas. Sus amigos y enemigos son meros recuerdos. Su alegrías superficiales son esos sketch estúpidos que repite la farándula televisiva. Y quizás no sería tan malo (pienso en Chauncey Gardiner) si la televisión no se hubiese transformado en un aberrante nido de moscas.

Hay quienes le hinchan las pelotas a un familiar, amigo o conocido hablándole horas por teléfono sin decir nada realmente importante. Eso tampoco me entusiasma. Hablar por teléfono es una de las actividades que más me exasperan.

Hay personas que leen por leer, por gastar el tiempo, medio desconcentrados, porque mientras intentan leer van digiriendo cientos de problemas más acuciantes en su mente.

Leer por leer, por gusto, yo también lo hago, es decir, por gusto y porque curioseo y busco confluencias y diferencias de pensamiento, busco datos, imágenes poéticas, ventanas históricas, combates personales contra contextos difíciles que quedaron transcritos para la memoria colectiva. Leo de todo, desde la basura más vil (habitualmente periódicos derechistas) hasta obras consideradas consensuadamente como inmortales.

Leo para buscar sentidos, para prepararme para una guerra que no estoy seguro si alcanzaré a dar, pero es una actividad hacia afuera, como casi todo en mi vida, lo propio, mi unicidad, el sólo para mí, carece de sentido, tal como contemplar bellos paisajes. Todo lo grandioso de la vida no tiene importancia si no es compartido, y en este sentido me parezco al replicante de Blade Runner. Me duele que todo lo vivido, lo percibido, el sorprendimiento y la creación personal, aquello que antes de mí no existía, ese reentendimiento poético de un universo eterno y complejo, muera como una noche sin luna cuando cierre mis ojos.

Sucede que inventar narraciones, juntar palabras, ajustar mekanos narrativos, es un oficio muy solitario, y  que se necesita ese recreo de muchedumbre, aunque sea sólo para pegarle tablonazos en el culo a los quiltros fascistas y esperar a que vengan por tí.

Arcabuz mojado

Soy como los vampiros. Incapaz de verme en el espejo. Un mero pavoneo lingüístico. Una vanidad indolente. Un arcabuz mojado. 

Mi oficio consiste en juntar letras que pueden significar luz neblinosa o sombra de álamo, o muchas otras cosas. Y créanme amables lectores que da exactamente lo mismo hacerlo o no hacerlo.

Animal moribundo

La intensa lluvia de ayer dio paso a un día despejado, con vaho matinal, viento frío y un sol inútil. Los campos quedaron alfombrados de hojas húmedas y cajetillas de castañas. 

Anochece y comienza a caer la helada. Me he prevenido con troncos de roble para la noche. No me he sentido muy bien los últimos días, y no hablo de mi cuerpo, pues soy un toro sano y furioso, sino de un lugar difícilmente identificable de mi ser. Lo he ido racionalizando paso a paso, manteniendo la tristeza a raya para que nunca me arrincone, para ganarle siempre la partida. Así lo he hecho desde hace años, sólo para sobrevivir y sobrevivirme, como un bufón vendado que da saltitos burlones junto al precipicio. En otras ocasiones en que me he sentido así, ha sobrevenido un período intensamente creativo. Espero que esta vez suceda lo mismo. Entre tanto divagar me dio por pensar en los medicamentos apropiados para apaciguar un alma herida. Sin duda que hay muchos, y ninguno parece mejor que el otro, salvo para el paciente que lo necesita. Las religiones, con sus mentiras y aprovechamientos a cuestas, parecen llevar la delantera. Mucho más atrás encontramos el alcohol, las drogas, el sexo, el arte, el fútbol, las lecturas de autoayuda, las fiestas de amanecida, las perversiones sexuales, el Prozac, la tv farandulera, las comedias bobas, la contemplación del paisaje, las caminatas matinales sobre la hierba, la comida, el café, el chocolate, la exposición pública del dolor en Facebook, las armas de fuego, un nuevo amor, un nuevo hogar, nuevos amigos,  y el sol, sobretodo el sol. 

Esta vez, esta noche, me he recetado El animal moribundo, de Philip Roth. En días menos fríos me ha resultado con Umberto Eco o Enzensberger, pero hoy está demasiado gélido y de verdad necesito con urgencia a un diestro escudriñador del alma para dialogar en las horas del insomnio.


Felicidad ensimismada

Parece tan simple. No es lo ideal, claro, pero todo indica que es así. Una readecuación de la biología evolutiva. La filosofía no puede ante un vigoroso par de tetas. Los buenos modales no pueden ante el atropello. La juventud es un imperio al contraataque (es decir, la juventud blanca, europea, de ojos grandes, aunque el culo se lo pidan prestado a los negros), y la ostentación, eso sí que se salió de madre, todo lo imaginariamente inútil cabe en el saco de la ostentación. Qué lejos está esto del espacio de un santón, a quien le basta el aire, una jarra de agua, medio mendrugo de pan, setas del sendero, una flor marchita, y la posibilidad de contemplar la sublime perpetuación de los días, un arcoiris fugaz, truenos a lo lejos, lluvia oblicua, el sudor de un labriego. Con mucho respeto, claro. Contemplación que no tiene más utilidad que la de contemplar, como una felicidad intrínseca, ensimismada, que no interviene ni daña.

Pintura: Bernard Buffet
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