Sábado muy temprano en el nordeste argentino. Caen las primeras gotas de lluvia y un viento otoñal embiste a los limoneros del jardín. Claudio, desde el lado chileno, manifiesta por chat estar muy aburrido y para remediarlo quiere molestar a Leoncio.
Es usual que lo provoque porque Leoncio es muy agresivo y no tarda en responder con una andanada de descalificaciones y argumentos místico-nazis. Se altera hasta volverse un energúmeno y eso a Claudio lo divierte enormemente.
Por mi parte, tras concluir un artículo, necesito estirar brazos, piernas y neuronas a través de un buen asalto boxístico. Pero pugilistas verbales que sean individualmente respetables son muy escasos, así que intento entrometerme con grupos grandes, idealmente antagónicos a mi, donde sé que se me vendrán muchos encima.
Pasan las horas y seguimos sin tener con quien pelear, a nadie a quien molestar. Nuestros enemigos habituales parecen estar descansando o deshaciéndose de la resaca del viernes.
Recuerdo que el Gallo Claudio, el popular personaje de Looney Tunes, no podía sentirse en paz si no molestaba al perro George agarrándolo a tablonazos en el culo y luego arrancando.
De verdad me aburre la paz. He visto a tantas personas que se encierran en sí mismas, que ven televisión mañana, tarde y noche, los mismos programas de siempre, sumidos en una rutina de escasos metros cuadrados, apenas armados con un control remoto y una teterita para el mate. Ese pasa a ser el único cuadrilátero de sus vidas. Sus amigos y enemigos son meros recuerdos. Su alegrías superficiales son esos sketch estúpidos que repite la farándula televisiva. Y quizás no sería tan malo (pienso en Chauncey Gardiner) si la televisión no se hubiese transformado en un aberrante nido de moscas.
Hay quienes le hinchan las pelotas a un familiar, amigo o conocido hablándole horas por teléfono sin decir nada realmente importante. Eso tampoco me entusiasma. Hablar por teléfono es una de las actividades que más me exasperan.
Hay personas que leen por leer, por gastar el tiempo, medio desconcentrados, porque mientras intentan leer van digiriendo cientos de problemas más acuciantes en su mente.
Leer por leer, por gusto, yo también lo hago, es decir, por gusto y porque curioseo y busco confluencias y diferencias de pensamiento, busco datos, imágenes poéticas, ventanas históricas, combates personales contra contextos difíciles que quedaron transcritos para la memoria colectiva. Leo de todo, desde la basura más vil (habitualmente periódicos derechistas) hasta obras consideradas consensuadamente como inmortales.
Leo para buscar sentidos, para prepararme para una guerra que no estoy seguro si alcanzaré a dar, pero es una actividad hacia afuera, como casi todo en mi vida, lo propio, mi unicidad, el sólo para mí, carece de sentido, tal como contemplar bellos paisajes. Todo lo grandioso de la vida no tiene importancia si no es compartido, y en este sentido me parezco al replicante de Blade Runner. Me duele que todo lo vivido, lo percibido, el sorprendimiento y la creación personal, aquello que antes de mí no existía, ese reentendimiento poético de un universo eterno y complejo, muera como una noche sin luna cuando cierre mis ojos.
Sucede que inventar narraciones, juntar palabras, ajustar mekanos narrativos, es un oficio muy solitario, y que se necesita ese recreo de muchedumbre, aunque sea sólo para pegarle tablonazos en el culo a los quiltros fascistas y esperar a que vengan por tí.