Vincent se disculpa ante Theo por hacerle gastar demasiado dinero. Le narra paraísos visuales, alternancias cromáticas. Nada se le escapa, ni una
silla, ni una sombra, ni el viento mistral barriendo las hojas secas. Sólo vive de pan y café a crédito. Prefiere gastar
en telas. Tiene premura por pintar. No es posible que los amaneceres de Arlés se diluyan sin que quede registro en una tela. Le asombran los trigales, los geranios naranjas, los vergeles florecidos, las noches estrelladas, los cipreses con luna, el Puente Trinquetaille, la vieja diligencia de Tarascón. Todo lo boceta y lo comparte con Theo. Está atento a una posible venta de sus pinturas, aunque preferiría no vender nada. Pero el desinterés lo resiente. Está seguro de lo que hace. Confía en el reconocimiento postrero. El cambio cromático lo obsesiona, por eso trabaja frenéticamente, día y noche, con frío y calor, aunque ya percibe las posibilidades del colapso, la vista fatigada, la locura tocando la puerta.
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