Tercera clase


Primeras luces de un martes abrileño. Frío azulado, neblinoso, con tufillo a humo de incendios amagados. El otoño arribó al valle con camas y petacas. Maduran membrillos, manzanas y uvas. Los plátanos orientales ostentan enaguas de amarillos y marrones. Las diucas reclaman lluvias desde las quebradas y los tordos canturrean su optimismo desde los guindos deshojados. Pasan buses llenos de temporeros, rostros ojerosos, adormilados y tristes como pasajeros de Daumier. Quedan pocos días de trabajo. Con la primera helada se acabará la recolección de frutas y empezará el largo invierno de la incertidumbre.

Café bien caliente. Primer cigarro. Coro de perros ladrando al último vestigio lunar. Recorro portales que parecen uno solo. Los papeles de Panamá como algo sospechosamente nuevo. Es bien sabido que ningún rico quiere pagar impuestos y que hará lo ilegalmente posible para zafar su obligación ciudadana. No hay de qué avergonzarse, no hay de qué asquearse, porque con vergüenza y asco ajeno hemos vivido siempre. Es lo usual. Lo sorprendente sería lo contrario.


Imagen: Honoré Daumier, The Third Class Carriage (1862)

Mataron al Coco


El puelche botó encinas y duraznos y levantó polvaredas que se confundieron con el humo de los últimos incendios. El valle de San Fabián es una mezcolanza de azules y grises. Esporádicas nubes rosadas pasan indiferentes al tráfago envilecedor de los pueblerinos. Las codornices andan particularmente inquietas y los conejos más jóvenes aprenden a huir de los galgos. Las avellanas transitan del rojo al negro y las rosas mosquetas del amarillo al rojo. La sequía ha adelantado la estética otoñal intercalando en el verdor del bosque los marrones oscuros de los árboles muertos.

Han sido días de recolección de frutos, molienda de trigo y compra de fardos para las ovejas. Las estaciones frías se acercan a tranco largo. De lecturas poco que hablar. Relatos breves de Herta Müller y crónicas de Roberto Merino sobre escritores chilenos. La noble pobreza de Federico Gana, la misantropía de Juan Luis Martínez, la lucidez ante la muerte de Enrique Lihn y Pezoa Véliz. Una lectura retomada: Las noches difíciles de Dino Buzzati. Nos enteramos que se cagaron a tiros al Coco. Su caso fue considerado en el Pleno Municipal de Roma como «Un deplorable factor de turbación del descanso nocturno de la ciudad». El asunto quedó en manos de la policía que metralleta en ristre no tardó en darle la baja. Los niños del planeta se quedaron, de esta forma, sin su principal atemorizador, aunque la luna siguió su ruta inexorable, fría y distante.

Noche de sábado. Carmenere Santa Emiliana, maní japonés y cine gitano de Tony Gatlif. Logramos conseguir Gaspar et Robinson y Gadjo Dilo. A la profunda ternura de la primera película sobre seres solitarios que buscan apoyo entre sí, prosigue la historia del extranjero loco, donde un joven investigador musical francés busca a la cantante Nora Luca, cuya voz deleitó a su padre. La particularidad de la película es que cámara y director parecen desaparecer, dejándonos en medio de un precario villorrio rumano como reporteros silenciosos de un documental sobre el mundo gitano. Conmovedoras resultan las actuaciones de Rona Hartner e Izidor Serban. Este último, un viejo gitano borracho que aun cree en la amistad y el compañerismo.



Imagen 1:  Babau, de Dino Buzzati
Imagen 2: Fotograma de Gadjo Dilo, de Tony Gatlif, 1997.

Lo relevante

Para enterarte de las noticias relevantes de una época debes leer una novela, que es como la piedra desnuda tras la hojarasca periodística, tras la ventolera opresiva de la política, tras la banalidad de las formas que imponen las aristocracias ociosas. Se me viene esa idea cuando empiezo Desesperación de Nabokov. Ni siquiera la novela, sólo su prólogo de Montreux. Es como si el novelista hablara desde el periódico de esta mañana. Con perspectiva, con frescura, con humor, divagando esencialidades en torno a un ser humano habitualmente afligido por su orfandad cósmica. 

La rutina

A las ocho de la mañana llega Olegario con su carretilla cargada de zapallos italianos. Abre el portón que está al otro lado del camino y se pierde en el descampado neblinoso. Es hermano del hacendado del frente. Analfabeto como casi todos los viejos hacendados. Antes era difícil estudiar. Los viejos patriarcas lo consideraban una pérdida de tiempo, una excusa para la flojera. Olegario debe rondar los 90 años. Noventa años de soltería, de soledad, de reiteración de estaciones como diapositivas, repitiendo las mismas acciones cotidianas los últimos 84 años. Antes se pasaba de la niñez a la adultez. Y el límite estaba en los seis años, cuando se era capaz de sostener un azadón y picar la tierra. Lo veo hacer lo mismo desde que tengo recuerdos, osea, desde hace 40 años. 

No se le ve triste ni particularmente alegre. Camina erguido. Saluda levantando el sombrero.  Es bajo, de metro cincuenta. 

Observar su vida en retrospectiva no parece difícil. Antes de la segunda guerra mundial ya abría ese mismo portón a las 8 de la mañana. Con sol tórrido, nevazón o escarcha agostina.

¿Qué desayuna? Probablemente huevos fritos, un cascarón de tortilla de rescoldo, un brioso café de trigo o un pichón de harina tostada. Es lo que desayunaba la gente campesina desde hace siglos. Desayuna sentado ante el fogón, con un gato somnoliento calentándose en la ceniza, en una ruca negra de troncos mal parados y tablones sin pulir para que las rendijas dejen escapar el humo.

Su camastro debe ser de fierro, con cotí relleno de lana de oveja, sábanas raídas, chalones deshilachados, colchas tejidas por palillos del siglo XIX, habitadas por pulgas ancestrales con título nobiliario por tanta proeza sanguínea, por tanto sueño interrumpido, por tanto combate cuerpo a cuerpo con manos rugosas y torpes. Antes se trabajaba durante años para comprar un camastro de fierro, si es que no se tenía la suerte de heredar uno, cosa difícil en estas tierras olvidadas por dios. Lo otro era dormir sobre paja o sobre un manterío pulguiento en el suelo, como los perros.

Cuando éramos pequeños y papá estaba vivo, Olegario nos solía ayudar en las trillas, cargando sacos, guiando bueyes o cortando zarzamora. Nunca lo vi enojado ni demasiado interesado en el festín burlón de los huasos. Bebía poco, brindaba con parquedad y luego se iba a trabajar a otro lado hasta completar su jornada solar.

Otros viejos lugareños que le driblan a la muerte recuerdan que Olegario era bueno pa' los combos. Achorao el enano, sobretodo en las ramadas dieciocheras. Que embestía hacia arriba, cornete tras cornete, sin dar respiro ni oportunidad al rival, hasta derribarlo. Era todo un espectáculo dicen los viejos hocicones, porque era tan chico y tan choro que no había para qué pagar humoristas.


Adaptación


Esto de ser el actor principal de la propia vida no es cosa menor. El guión a veces se pierde y debes improvisar, arreglar un foco quemado del escenario, sobornar a la policía de la culpa para que no irrumpa a medianoche. Los problemas siguen brotando en campo fértil. Se enredan, oscurecen y rumian hasta adaptarlos a la narrativa mentirosa que da consistencia al conjunto. Luego debes encajarlos con cierta prudencia en la continuidad de los días para que la obra final no sea ilegible o vanguardista en extremo.

El azaroso destino

Afortunadamente no soy de caer simpático a la primera ni a la segunda. Suelo generar suspicacias en quienes me escudriñan con ánimos útiles. Los funcionarios me detestan, me maltratan, me expatrian a la ventanilla del infierno. Un rictus burlón en mi rostro contribuye a hostilizar a mis interlocutores. No pocos huasos y matones han ofrecido sacarme la chucha pensando que me burlo de ellos. Pero soy astuto y sé escabullir los golpes. Casi siempre. Las damas, más evolucionadas, intuyen rápidamente que no soy un tipo muy serio. Tierno y viril, pero sólo para pasar el rato. Respecto a mi condición de escritor, que podríamos llamarle oficio, profesión, laburo, changuita, peguita, sacadura de vuelta, desviación burguesa, emprendimiento poco ortodoxo, inevitabilidad existencial, o simple hobby, como les gusta categorizarlo a mis enemigos y parientes, pues prefiero la invisibilidad. Asumo que tengo mucho de hijo de puta, de rufián y de santo bebedor. Insuficientes lecturas, potentes guantes de boxeo narrativo y una digestión cultural extravagante. Sé cuánto valgo creativamente, conozco mi lugar exacto en el estrado de escritores, y sé que eso no me garantiza boletos a ninguna estratósfera. Puedo ser polvillo de hoja otoñal o futura estatua cagada de palomas. Lo esencial lo dirá el azar.

Imagen: Saul Steinberg

Fingir

Cómo es posible caerse tantas veces. Multiplicar pasos en falso. No remontar. No ser el héroe del niño que fuiste. No darle un motivo de orgullo a nadie. Florecen las hortensias. Ese círculo vicioso de las estaciones. Finges que eres un roble. Las nubes lloran por ti.

Me casé con una peronista

A Lorena Romina Ledesma, 
por tanta bendita entrega

Hace unos días vi brillar sus ojos cuando se encontró con una turba que pedía reivindicaciones salariales. Lo mismo sucede cuando vemos una huelga. Averigua el por qué, la forma de apoyar, puteada mediante a los que la causaron. Como buena peronista de izquierda, no admite que se trance con la dignidad del trabajador. Comparte su pan, su almuerzo, su abrigo o sus escasos minutos de celular con quienes lo necesitan más que ella. Por eso no tiene nada, sólo sus pasos, sus vestidos, su larga cabellera negra chasconeada por el viento cordillerano y su perrito blanco, sentimental e hinchapelotas. Sus inquietudes sociales no se calman ni en sueños, porque sueña con lo mismo, los piqueteros haciendo lo suyo y ella al medio, cual Chaplin flameando su banderita, y aunque el desenlace siempre es sangriento, igual se gana un metro, se rompe una alambrada, se derrite una cadena.

Romina llegó tarde a la historia, cuando el alfonsinismo naufragaba en la marea inflacionaria y los carapintadas bravuconeaban su cobardía, pero sé que hubiese sido una montonera, una fugitiva de Trelew, una ideóloga de Quebracho. Sin la comprensión ni el empuje de nadie. Sólo porque sí. Porque así lo exige la circunstancia, el sentimiento, la pulsión de justicia. Romina odia al menemismo vendepatria, la tibieza radical, el macrismo lametraseros, los milicos represores, los buitres acechantes, la banalidad circense de la oligarquía. Las cosas no pueden sopesarse a medias, la injusticia no es visible con un solo ojo. Latinoamericanista hasta los huesos, empática con el dolor ajeno, con la diversidad de los pueblos, con la alegría de los humildes. Sabe que nuestros problemas son muy parecidos, que el diagnóstico sirve para todos y la solución es una sola: memoria y fusil, o como dice León Gieco: "Todo está cargado en la memoria, alma de la vida y de la historia. La memoria apunta hasta matar a los pueblos que la callan y no la dejan volar libre como el viento..."

Justificación y autodefensa

Alejandro Dolina, conductor de radio y filósofo de bar argentino, sugiere no aburrir al lector u oyente con excesivas lameduras de gato. Lo dice por experiencia propia de alguien que cree haber escapado a tiempo. No es digno de elogio transformarse en un pelmazo autoreferente. Hablar de si mismo es terreno pantanoso. Nabokov también recomienda andarse con cuidado, sobretodo entre los escritores jóvenes, entre los aspirantes al olimpo literario. Sin embargo, y esta es mi opinión, nadie está libre de seguir hablando de si mismo. Ni Nabokov pudo salir de su cascarón de emigrante uso. Ni Kafka de su timidez. Ni Joyce de su resentimiento. Ni siquiera Nietzsche de su soledad. Simplemente se trata de disfrazar la cuestión, adornar la nostalgia, maquillar el resentimiento, ponerle cola de cometa a la esperanza. El resultado suele ser desigual, o más bien distinto. Alta poesía narrativa en el caso de Nabokov. Ajedrecismos lingüísticos en el caso de Joyce. Ficción especulativa en el caso de Borges. Y ni hablar de Nietzsche que sin manto ni duda fue el rey de los pelmazos. Es decir, su artillería sirvió por defecto para despejar entuertos morales, para asesinar dioses y nalguear pusilánimes, pero esencialmente fue una artillería de justificación y autodefensa

Caricatura de Nietzsche: Samura

Error de principio

Leo el ensayo sobre Joyce de Edmund Wilson. Las aparentes razones de Ulises. Las claves de ese trayecto. Mi percepción gruesa es que los temas de infancia nunca desaparecen de vista, que buena parte de la literatura es una vuelta de tuerca a esa soledad, a ese desabrigo, a esa decepción de ir creciendo. Nada es ideal nunca. La mirada de un niño es superconciencia de lo que debiera ser. Error de principio. Partida de caballo inglés en arenas movedizas. Luego la corrupción es la norma. La zancadilla. La superposición del ego. La astucia alevosa de hienas hambrientas. Y así te enmierdeces, te nublas, te achicas, porque aunque te creas delfín o lobo estepario, la circunstancia exige tu mordida de mastín acorralado. Hacer daño. Ganar tiempo para no ser despedazado. Eres miedo, duda, incertidumbre, desesperanza. Cuando te explicas suenas a flauta descompuesta. No convences. No cautivas. Es cierto que te diviertes jugando, con sonrisa preterizada, de caballo inglés sin sabor a arena movediza. Pero no puedes evitar sumar días. Masticar problemas agigantados. Engañarte hacia una paz ilusoria. Engañar a otros que es lo mismo. O quizá peor.  Navegar sin remos en un mar de tinta china derramada. 
Creative Commons License
Cuadernos de la Ira de Jorge Muzam is licensed under a Creative Commons Attribution-NonCommercial-NoDerivs 3.0 Unported License.