Sobre el arte de sobrevivir

Tarde abochornada con nubes pedantes sin solvencia lluviosa coronando los cerros. Tormentea hacia la frontera con Neuquén, pero aquí la sequedad ya parece la venganza de un dios ensañado. Comparto un vino con campesinos amigos y turistas santiaguinos. Intento ser cortés. Sonrío cuando veo que los demás sonríen ante algo que estiman gracioso. Observo sus facciones, gestos y vestimentas sin que alcancen a sentirse incómodos. A ratos participo con un comentario generalista sobre el tema que están tratando. Levanto la copa del brindis, apruebo las opiniones sobre el clima, los errores del director técnico de Colo Colo, las quejas contra los políticos o los usurpadores locales del agua. No saco conclusiones, no intento hacer resaltar mi presencia, ¿qué podría aportarles a sus vidas? Mi exhaustiva y a ratos patológica disección de los sucesos les traería más problemas que beneficios. Personalmente no me siento cómodo entre ellos. Mi tangente libresca me lleva a territorios complejos donde se camina sobre un suelo gravillado de matices y huevos relativos. Estos campesinos no son muy diferentes a los mujiks, a los pastores aymaras o a los segadores húngaros. Quizá más hipócritas, arrogantes y ladinos. En cada lugar, en cada circunstancia, se establecen esquemas de poder, chismoseos de envidia, superposición de los vivarachos sobre los tímidos, en cada rincón se amasijan los pormenores del momento para extraerles el máximo provecho, y eso está bien, porque usualmente se sobrevive cuesta arriba, con las migajas desechadas o no contempladas por los grandes apropiadores. De esta forma, los campesinos pobres, los pequeños funcionarios, los gañanes sin tierra, las mujeres solas con hijos o los turistas que salen a airearse con lo justo, se ven obligados a engañar, a estafar, a seducir con finas argucias para sacar aunque sea una delgada tajada extra de sus interlocutores.

Fotografía: Antonio Quintana

Amarillo pálido

El sol marziano tiñó los pepinos de amarillo pálido. El huerto ha dado paso a las hojas resecas, a los tallos marrones tumbados como borrachos. Lechugas y acelgas han florecido y van soltándole su semilla a las ráfagas de viento. Ajíes y pimientos enrojecen y las cebollas asoman como queriendo salirse de la tierra. Quedan las papas subterráneas como testigos silenciosos de un ciclo estacional que ya expira. Las hojas de los zapallares empiezan a contraerse con las primeras heladas nocturnas dejando en evidencia el tamaño de sus frutos. Algunos zapallos parecen budas de veinte kilos, y otros, pigmeos de quinientos gramos.

A media tarde me voy al fondo de los potreros a recoger moras. El tiempo de la recolección es breve porque muy pronto las moras se deshidratan hasta secarse. Siento que es algo que me hace feliz. Veo las sombras de las nubes deslizarse por las montañas, me acaricia un sol tenue, repaso lo leído y lo creado, las vacas no me hacen preguntas maliciosas y yo no molesto a nadie con esta simple actividad que luego transformaré en deliciosa mermelada.

Imagen: Vincent Van Gogh, Green Wheat Field, 1889.

Largo invierno


Septiembre de pies congelados. El invierno se alargó como jardín de gigante egoísta. Las plantas florecen con sol esquivo. Las rosas se empinan hasta lo alto para pedir explicaciones al gran revitalizador. La tierra está reblandecida, atiborrada de lluvia y manantiales transitorios.

Los conejos no perciben el peligro en medio de la tempestad nocturna y los cazadores hacen su festín. Queda poca leña, troncos amagosos de avellano, olorosos laureles derribados por el viento, cercos podridos convertidos en astillas. La chimenea no da suficiente calor.

Fotografía: Lorena Ledesma

Viajeros lunares

Pensaba que Cyrano de Bergerac había sido el primer hombre en alunizar, pero me he dado cuenta que otros llegaron antes que él, o al menos elucubraron en torno al tema.

En el siglo II, Luciano de Samosata, irreverente sofista sirio, propone en Historia Verdadera un viaje al mundo de los selenitas, quienes, entre otras maravillas, hilan los metales y el vidrio y se quitan y se ponen los ojos.

Ludovico Ariosto nos cuenta cómo Astolfo, duque de Inglaterra y personaje de Orlando furioso (1516), descubre en la Luna todo lo que se pierde en la Tierra: los suspiros de los amantes, los proyectos inútiles o los no saciados anhelos.

Hacia rutas salvajes

Me hubiese gustado continuar la historia de Sabbath durante meses. Pero se acabó en la 465. Me siento huérfano. No he vuelto a leer con el mismo entusiasmo. Intenté retomar Los viajes de Charlie, de Steinbeck, y de verdad me ha servido. Es una gran narración. También lo intento con Into the wild, de John Krakauer. La historia de Chris McCandless es cautivante y triste a la vez. No quisiéramos perder a los chicos que realizan sus sueños.

Pareciera como si ciertos hombres inadaptados buscasen apaciguar su monstruoso vacío existencial adentrándose en la inmensidad de las llanuras, en las montañas, en los desiertos, en los ríos caudalosos, en la vastedad marítima. O bien se inmiscuyen en guerras que ni siquiera son sus guerras, porque ese murmullo de sangre detrás de las colinas les recuerda que aún siguen vivos, y mientras haya vida habrá acción y hasta podrán burlar a los toros en estampida. Estos hombres no suelen tolerar las ciudades, ni el encierro hogareño, ni la rutina, ni las leyes oficiales. La inmensidad que volvería loco a un hombre común, pacifica la atormentada alma de estos hombres libres. No sé si se sentirán menos solos en medio de ese horizonte inabarcable. La luna extrae los mejores recuerdos de cada memoria. El fuego se comparte con los antepasados que no piden explicaciones y siempre habrá un perro o un caballo más silencioso que el silencio. En la urbe la soledad también es horrorosa por lo que debes ensayar rutinas distractoras todos los días para que la señora de la guadaña no te agarre del pescuezo.

Creo comprender ese sentimiento que impulsa a adentrarse en territorios salvajes. Mi propio ser no toleró la urbanidad y sus convencionalismos. Volví a la montaña, donde los ecos retumban como ladridos desgastados de Dios, donde la lluvia se desrisca en miles de cataratas y la brisa tiene un lenguaje diferente en cada árbol. 

Junto a Steinbeck y Krakauer, me acerco a las obras de Jack London, Joseph Conrad y Herman Melville. El mundo de ellos  es de alguna forma también el mío. Somos compañeros complementarios en el tiempo.

Fotografía: Jack London

No ha vuelto a llover en el valle


No ha llovido desde octubre y ya son evidentes los estragos de tanta sequía. El paisaje se ha tornado amarillo. Sobreviven los espinales, tal como en los desiertos más secos. Las personas riegan sus jardines discriminando a las plantas y arbustos que no cuentan con su gracia. Mi huerto es grande y el agua tampoco me alcanza para toda la siembra. He tenido que privilegiar los tomates, pepinos, cebollas, morrones y sandías por sobre los porotos y papas. La sequía acelera los procesos. Los frutos maduran antes, sin alcanzar su tamaño normal, y se secan rápidamente para darle tiempo a la semilla de la sobrevivencia. Los cerezos que planté en invierno también están sedientos y hasta ahora han sobrevivido con la escasa niebla de las madrugadas.

Fotografía: Lorena Ledesma

Fantasmas del silencio

Se acerca otra medianoche veraniega. No hay rumores de brisa. Según la versión de mi ventana, la luna se ha encaramado sobre la rama de un acacio.

La falta de sueño me debilita. No logro profundizar en ningún pensamiento, pero debo seguir leyendo y escribiendo hasta quedar extenuado. No puedo permitirme despertar a mitad de la madrugada porque los fantasmas del silencio me despedazarían el alma.

El otro Estados Unidos

Estados Unidos, como idea, suele asociarse con prepotencia política, con reverendos extremistas, con las distorsiones informativas de CNN, con gringos gordos y estúpidos similares a Homero Simpson y helicópteros Black Hawk ametrallando árabes y afganos.

Sin embargo, Estados Unidos es un poliedro histórico, político, racial, literario, donde todo lo bueno y malo que pudo haber pasado, pues efectivamente ha pasado. La lucha de clases y la imposición sangrienta de unos sobre otros ha teñido casi toda su historia. Los que han ganado han impuesto su versión, su monserga patriotera, su historia dulzona de un sueño americano, en apariencia, plenamente alcanzable a través del esfuerzo personal.

Y sin embargo, se pudo

Acumulo notas matinales desordenadas. Simples datos, imágenes narrativas, delirios extravagantes.  Puede que algunas de esas notas se conviertan en textos, anticipos de novelas o abortos literarios desaguados en la papelera (aunque últimamente no estoy desechando nada, porque entendí que soy un escritor vertedero, es decir, toda la basura humana, sus modos, sus abyecciones, van a parar a mi estropicio mental donde se rumia con la adustez de un demonio vengativo)

Bosón de Higgs

Las facultades de filosofía y ciencias de la Universidad de Chile eran vecinas, por lo que era natural que nos mezclásemos filósofos, lingüistas y científicos en los casinos, conferencias y cátedras del Campus. Era un deleite pasar en una sola mañana desde una conferencia sobre Lacan a una clase sobre biología del conocer, luego a debatir en teoría de la historia, meternos en una disertación sobre Dostoievski y terminar en un concierto de música medieval.

De esta forma surgían amistades y también romances. Esto último fue lo que sucedió con Mared, destacada física galesa invitada por la universidad a ofrecer un conjunto de clases magistrales a sus doctorandos en ciencias. Mared era una de las investigadoras del CERN, que entonces afinaba los últimos detalles para echar a andar al gran acelerador de partículas LHC.

La primera vez que compartió con nosotros en el casino, nos contó en su dificultoso español, que encontrar la partícula de Dios era un sueño que albergaba desde pequeña. Mared era muy joven y hasta parecía una campesina adolescente venida de las montañas, de cabello largo y rojizo, ojitos azules, pecas al por mayor y nariz de brujita hechizada.

Carlitos era un muchachón chileno de bellos rasgos mestizos que comandaba una de las facciones izquierdistas más radicales de la universidad. A diferencia de otros comandantes, era amable, muy caballero y hasta dulce en el trato. Alto, fornido, de ojos azules y piel morena, era admirado por numerosas mujeres que lo contemplaban extasiadas mientras Carlitos encendía barricadas en medio de las principales avenidas santiaguinas. Con el rostro cubierto por una capucha, sólo quedaban  visibles sus ojos y su torso desnudo exhibiendo una leyenda mapuche en el pecho izquierdo. Nosotros le decíamos Sean Penn, porque era igualito al actor.

Carlitos y Mared se sentaron varias veces en nuestra mesa y compartieron un café distendida y risueñamente mientras escuchaban nuestras extravagantes conversaciones filosóficas.

Pronto empezaron a sentarse solos y a ratos los veíamos perderse tras el follaje de los patios interiores. No debieron pasar más de dos días antes de que viniesen hasta nosotros tomados de la mano. Era una hermosa pareja. El impetuso revolucionario y la científica soñadora. Se besaban y abrazaban en público desenfrenadamente, como si la conciencia del tiempo les oprimiera el pecho. No perdían un segundo, bebían café entre besos, bebían cerveza entre caricias, reían junto al resto entre arrumacos.

Mared tuvo que marcharse a las pocas semanas. Parecía desesperada, como si toda la tristeza universal se hubiese adosado a su mirada. Los últimos días se le veía llorar a menudo en el pecho de Carlitos, mientras éste, muy compungido, le acariciaba la cabeza y la intentaba calmar.

Mared volvió a Gales, y Carlitos, con su sonrisa tan tristemente amable, al redil de la revolución. Volvió a quemar neumáticos en las calles y a darse de palos con la policía. Sin embargo, antes de una semana ya tenía una compañera que no le perdía pisada. Era Sabrina, una extremista tan fiera como él que se lo había apropiado. Morena, alta y atlética, luchaba de igual a igual junto al resto de los varones.

Carlitos se veía feliz nuevamente, bromeaba con entusiasmo, repartía volantes, bebía junto a nosotros, y el nombre de Mared no volvió a ser mencionado, por la presencia siempre severa de Sabrina.

Sucedió que antes de tres semanas volvió Mared. Volvió a una hora en que estábamos todos en los patios, en las escaleras, en los casinos. La vimos entrar llena de ansias, casi corriendo. No había resistido la separación. Parecía haber dejado todas sus investigaciones y cátedras botadas en Europa para venir a abrazar a su amado revolucionario. 

Al verla avanzar presentimos lo que iba a pasar, más bien lo sabíamos, todos sabíamos lo que pasaría segundos más tarde, conocíamos el futuro inmediato, menos ella. Y asi fue. Fuimos testigos privilegiados. Mared caminó hasta el ágora central donde se reunían los revolucionarios, y allí, en el centro, estaba su amado Carlitos. pero no estaba solo, sino con Sabrina, y esta lo tenía fuertemente aferrado entre sus brazos. Mared pareció entender lo que sucedía y estalló en llanto delante de ellos. Un llanto que la envolvía, que la consumía. Estaba sola, a miles de kilómetros de su hogar, de su trabajo, de su familia, estaba sola y su viaje había sido completamente inútil. Tras unos minutos volvió sobre sus pasos y nunca más la volvimos a ver.

Imagen: © Anna La Mouton
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