La mancha humana


La bruma se estancó en el valle y acortó la tarde de este jueves ordinario. El cambio estacional ha sido veloz, con escarcha matinal, días opacos y frío intenso por las noches. Ya se han encendido chimeneas y cocinas a leña. Probablemente arderán de continuo hasta octubre.

Las uvas van madurando en la misma proporción que el batallón de avispas que llega a devorarlas. Las hojas que caen son tantas y de tan distintos tonos que ya no vale la pena barrerlas, y así van quedando, como una enorme alfombra de gala otoñal que conduce a cualquier parte.

Vuelvo a La mancha humana, de Philip Roth. El viejo académico Coleman está destrozado por una acusación absurda de racismo hacia unos estudiantes negros. Se le viene la noche, el negro humo, los escombros de su reputación, y se sabe inocente, pero nadie está dispuesto a escucharlo, a poner verdaderamente atención a su drama.

 "Había perdido el dominio de sí mismo, y por ello ver y escuchar a aquel hombre era como presenciar un dramático accidente de tráfico, un incendio o una explosión aterradora, un desastre público que hipnotiza tanto por su improbabilidad como por su carácter grotesco. Su manera de moverse por la estancia me hacía pensar en esos pollos que siguen andando después de que los han decapitado. Le habían cercenado la cabeza, aquella cabeza que contenía el educado cerebro del que en otro tiempo fue inatacable decano y profesor de lenguas clásicas, y lo que yo veía era el resto amputado de su cuerpo girando fuera de control.
El semblante que me mostraba, la cara situada a menos de un par de palmos de la mía, estaba por entonces descompuesta, desequilibrada y, para ser la cara de un hombre mayor pero de apostura juvenil y bien arreglado, era extrañamente repelente, distorsionada sin duda por el efecto tóxico de las emociones que le recorrían. Vista de cerca, estaba magullada y echada a perder, como una fruta que ha caído del puesto en el mercado y los pies de los compradores la han enviado de un lado a otro.
Resulta fascinante lo que el sufrimiento moral puede hacer a una persona que no es en modo alguno débil o enfermiza. Es incluso más insidioso que la acción de una dolencia física, porque no existe goteo de morfina ni bloqueo espinal ni cirugía radical que lo alivie. Cuando te tiene asido, es como si tuviera que matarte para que te veas libre de él. Su desnudo realismo no tiene parangón".

Cae la noche en el valle. No hay personas a la vista, ni voces a la distancia, sólo álamos amarillos que se oscurecen como un sueño de Seurat.


Leerte


En los días que estuvo Lorena en San Fabián solíamos caminar al atardecer hasta el río Ñuble. Bajábamos por el camino nuevo hasta el puente que nos une a Coihueco. Noviembre estuvo muy caluroso, con temperaturas diurnas que no bajaban de los 34 grados, así que esperábamos que descendiera el sol para aventurarnos por ese solitario lugar. Oscurecía a las diez de la noche, por lo que teníamos al menos tres horas de luz para leer, tomar mate y fotografiar los abundantes patos salvajes que volvían a pernoctar río abajo. Generalmente leía yo, libros muy diversos, El Pájaro Pintado, FlushEl Rodaballo, Hacia rutas salvajes, biografías de Stefan Zweig y una cantidad de crónicas, memorias y poemas de diferentes autores. Entre lo más sabroso que recuerdo estaban las crónicas del mexicano Artemio de Valle Arizpe, sobre los chismes de la nobleza colonial. Relata en un capítulo las jugarretas del rey Fernando VII con su virrey en México, Don Juan Ruiz de Apodaca, a quien nombró conde del Venadito, sólo para que se burlaran de él.  Y así lo hizo muchas veces con distintos funcionarios, ennobleciéndolos con nombres ridículos para matarse de la risa.

A veces pasaba mucho rato, y cuando me detenía pensando que Lorena ya no me escuchaba, ella me hacía alguna observación que dejaba patente su total concentración. Me gustaba hacerlo, oír mi voz, perfeccionar mi dicción, compartir las delicias de una buena narración, detenernos a comentar las mejores partes. Nunca antes lo había hecho de esa forma, salvo con mis hijos a quienes les solía leer historias de Roald Dahl y Bashevis Singer antes de que se durmieran.

Tengo escasa tolerancia a las conferencias y mesas redondas, a todo ese pavoneo de tontos graves haciéndose los inteligentes, así que cuando he tenido que hablar en tales lugares he sido lo más parco posible, precisamente para que no me vuelvan a invitar. Sé que no siempre es así, y que hay conferencias fabulosas, pero lo usual es que sean vitrinas de mediocres. No necesito ser un escritor-mono de circo, no me interesa ser conocido por andar entreteniendo a burgueses ociosos, sino por mi mera acumulación de letras. Mi talento debiera articularse de una manera suficientemente sólida como para prescindir de toda esa fanfarria. Aunque reconozco que me gustaría dialogar, pública o privadamente, con Enzensberger y Philip Roth.

Gatos tristes

Ordenar archivos literarios me calma, me distrae, me reencauza hacia bifurcaciones que se pierden en la reflexión más neblinosa. Predisposición necesaria para empezar a esculpir universos distintos. Miles de copias dobles o triples que acaparan inútilmente el disco duro esperan su turno en mi terapia escrutadora de las tardes. Encuentro copias de libros de Osvaldo Soriano. Ese argentino me ha seducido en todas mis épocas. Vuelvo a leer con gusto la historia del Mono Gatica, o la del delegado Ignacio Fuentes reventándole el culo a tiros a la gorilada fascista. Triste, solitario y final marcó mis días solitarios en Santiago, mientras soportaba el frío atardecer de mayo en el Parque Forestal. Recuerdo haber llorado con las vicisitudes del Gordo y el Flaco. Entonces, digamos veinticinco años atrás, yo era bastante más pelotudo en muchos sentidos. Hoy soy más inconmovible, o racional, y disfruto sus construcciones narrativas con la parsimonia de un monje zen medio alcohólico.

Llego a un capítulo donde habla de gatos. No he sido muy amigo de esos bichos, pero he tenido que transar con Ultrabook, el gato negro de rostro blanco y bigote hitleriano que llega cada tres o cuatro días a ver si hay algo para echarle al buche. Suele ocurrir en las tardes, cuando estoy en el corredor de los barriles leyendo novelas rusas. Se asoma desde las enredaderas del jardín proveniente de algún mágico pasadizo miyazakiano. Se enrosca en mi pierna, me mira y me dice rrrññmauu. Lo cual quiere decir: ¿no tendrías por ahí unas galletitas de perro al menos? Entonces me dirijo a la cocina a ver la suerte de la olla. A veces encuentro leche, restitos de guisado, pancito amasado o una salchicha.

Ultrabook se llamó así por ser muy flaco, casi una ilusión gatuna, y eso que solía comer, de lo robado y de lo que cazaba en los potreros. Junto al finado Mitsubishi y el impasible Mao Zedong conformaron una exitosa tríada de desarrapados superhéroes que mantuvo alejadas a las ratas durante años. Pero Mitsubichi sufrió una especie de envenenamiento (algo comió por ahí) y se fue al cielo de los gatos. Mao Zedong, mientras tanto, fue obsequiado a una vecina que necesitaba imperiosamente una revolución cultural contra los ratones.

Al parecer, Ultrabook se sintió muy solo y descuidó sus relevantes obligaciones. Dormitaba todo el día en un viejo tronco de encino y en las noches se iba de farra a lupanares de gatos tristes. Las ratas (las literales, no las políticas), siempre muy atentas al devenir humano, a sus flancos desguarnecidos, no tardaron en regresar con maletas y petacas armando ruidosos festines nocturnos en el entretecho.

Ruedita de hámster


A veces eres tan fuerte, y otras sólo una avechucha mojada. El problema es que sigues escribiendo cosas parecidas como en un círculo vicioso. Hay temas que eludes intencionalmente y otros no te interesan lo suficiente. Quieres divertir y no puedes, como un payaso ahorcado en un arce seco que interpreta divertimentos musicales para los buitres. Los dedos apenas responden tecleos en el aire. A un mi le sucede un do, como el tañido monocorde de un cuco atrapado en un zarzal. Miras tu fragmento de horizonte oblicuo sin poder morir del todo. Aclara, oscurece. Aclara, oscurece. Y ese dilema es tu ruedita de hámster. Como decía Lacan, al final puede ser un problema de palabras más, palabras menos. No puedes salir de tu bunker porque no hay registro de palabras nuevas, precisas, condensadoras de tanta complejidad en tu cerebro ni en ningún cerebro o idioma. Los días son niebla de amanecida, burbujas de jabón espejeando la desidia, hojas secas atrapadas por pequeños remolinos. La contradicción humana tiene un atajo religioso pero no lingüístico. Las palabras liberadoras, necesarias, simplemente no se han inventado. Y esas con que creíste contribuir no sirvieron de mucho. A lo más respondieron a una breve circunstancia, una minúscula circunstancia, y de vuelta no hubo más que gestos corteses, sonrisas socarronas de idiotas inseguros, el anticipo de un olvido muy probable. Los días venideros se encargaron de dejar las cosas en su lugar.


Fotografía: Jorge Muzam y el señor Ron. San Fabián de Alico. Diciembre de 2014.

© Lorena Ledesma

Plegarias atendidas


El relevo estacional se acelera. El sol se opaca. El aire tiene esencias de membrillo, de toronjil moribundo. Las mañanas están más frías, con bancos de niebla taimándose a baja altura y multitud de pajarracos batallando por las últimas semillas. Las hojas secas se amontonan en las esquinas. A ratos la brisa otoñal las alborota en breves remolinos. Los perros pulgosos gustan de usarlas como crujientes colchones. Se han secado pozos y acequias. Los campos están resecos, los caminos secundarios polvorientos. No ha llovido en cuatro meses. Proseguimos las lecturas nocturnas y agregamos otras. La dispersión es una licencia intelectual. Esta vez divagamos en torno a libros no concluidos. La muerte es una visitante asidua de los creadores. El último magnate de Scott Fitzgerald, El primer hombre de Camus, La hora del diablo de Fernando Pessoa, El buen soldado Svejk de Jaroslav Hasek, Woyzeck de Georg Büchner, La Galatea de Cervantes, Plegarias atendidas de Truman Capote. Libros que culminan en puntos suspensivos, en breves notas que abren las puertas a la elucubración lectora, a la infinidad de posibilidades que acecharon cada final inexistente. Capote quería emular a Proust, hacer algo tan grandioso desde los convulsionados 60. Como buen lenguaraz se ufanó de estar construyendo una obra monumental. Le adelantaron una fortuna, le concedieron prórrogas. El alcohol y la droga lo hacían balbucear incoherencias, justificar telefónicamente con fragmentos inventados al paso. Parecía asustado, cercado, incapaz de alcanzar el nivel de lo prometido. Finalmente la obra completa nunca apareció, ni siquiera entre sus papeles póstumos. Tan sólo tres capítulos ya adelantados en la revista Esquire...

Detrás de las letras

Desaparece de tus palabras, ponte un antifaz, que nadie vea esa mirada en la que cabe un universo de tristeza, y sigue así, como un arlequín travieso, armado de plumas secas y linternas sin pilas, total ya te sabes las letras de memoria y lo mismo da que en el papel sólo quede un relieve blanco.










Pintura: Francis Bacon, Writing Reflected in a Mirror

Vidas inútiles


El verano llegó como una bola de fuego de Van Gogh. Algunas flores se desvanecen sin recibir misericordia.  Respondo a las llamadas telefónicas con escaso entusiasmo. Mis intermezzos se rellenan con pensamientos volátiles, imágenes literarias en construcción y arias interpretadas por Aida Garifullina. He perdido la cuenta de todo lo que he escrito, los papeles simplemente se amontonan a la par de los días que siguen impertérritos su marcha de luces y sombras. Suelo levantarme antes que el gallo. Hay aromas matinales que deslumbran, petunias vestidas de gala y rosas multicolores bañadas de rocío. Los campesinos no las cuidan y ellas parecen crecer con más prestancia. El exceso de cuidados sólo daña la vida. La sobreprotección es un veneno lento.

Cambio de habitación. Arrastro muebles que cobijan libros viejos. Releo fragmentos. Mi cabeza levemente inclinada intenta captar las letras que parecen decir algo. Me he volcado en El Pájaro Pintado de Kosinski. Es decir, lo acabo de terminar y ahora empiezo la biografía de Tolstoi escrita por Stefan Zweig. La conciencia de la brevitud de la vida te lleva a discriminar. Cientos de libros se van a las estanterías bajas y sabes que al menos tú nunca volverás a hojearlos. Fueron amistades pasajeras que no sirvieron de mucho, como las personas que pasaron, cual de todas más preocupada de calafatear su propio bienestar, asumiendo actitudes diplomáticas para no perder pisada ni sendero. La soledad duele, pero la multitud duele más.

Los huertos recrean un espacio de vida controlada. Las semillas fueron plantadas como filas soviéticas. Tu intervención fue breve, casi insustancial. 

La calma


Hace dos días paró el puelche y sobrevino la calma de un óleo de Burchard. Aproveché de inspeccionar los estropicios que dejó el ventarrón en mi huerto. Algunas plantas fueron arrancadas de cuajo, los almácigos resistieron medianamente bien y los pétalos caídos de los durazneros formaron riachuelos rosados entre los surcos. El sol se asomaba tímidamente entre los cirros y una tibieza creciente se apoderaba de la tarde. Instalé mi silleta bajo dos enormes cerezos florecidos. Tenía una vieja biografía de Oscar Wilde escrita por André Gide, en una mano, y un vaso de vino en la otra. A veces me alejo para disfrutar momentos así. El imponente Malalcura, vestido con los coloridos ropajes de la transición estacional, estaba justo frente a mí. Aspiré profundamente el aroma del primer instante de primavera, recliné la silla y me quedé mirando la intensa actividad en los cerezos. Decenas de apresurados colibríes y miles de abejas succionaban las flores. El sonido parecía el de una gran fábrica tayloriana. Pensé en lo que afirman los medios, que más allá de esas montañas hay conflictos, matanzas y depredaciones capitalistas, que el planeta sufre una fiebre terminal de codicia y sobreconsumo, que todas las formas políticas han fracasado estrepitosamente dejando un saldo de dolorosa desigualdad.  Sin embargo aquí, entre los cerezos, la vida continúa tan imperturbable como hace miles de años. Abro el libro en cualquier parte: "El Evangelio inquietaba al pagano Wilde. El no le perdonaba sus milagros. El milagro pagano es la obra de arte: el cristianismo era una usurpación..."


Pintura: Pablo Burchard

Tanta dureza, tanta fe


La tarde avanza sobre un cronómetro neurótico. Alterno a Enzensberger con Marc Ferro. Las cuitas del general Hammerstein con los resentimientos que sulfuran la historia. Todo al mismo tiempo, como un pulpo con sobredosis de cocaína que espera ser ajusticiado al día siguiente. Leo un fragmento de Borges. Lo encuentro en medio de un libro de crónicas de Enrique Lafourcade. No dice de qué obra lo extrajo.

"A veces me da lástima. Tanta dureza, tanta fe, tan impasible o inocente soberbia, y los años pasan, inútiles."


Imagen: Helios Gómez

Barnacla vagabunda

A veces pienso que todo da lo mismo, un valle, cualquier valle, una piedra, un árbol, una ecuación, personas que van y vienen presurosas por una misma senda, igual o peor que hormigas, sin que las obliguen siquiera. El amor y el odio licuados a la medida de la rutina para un panqueque muy sobrio. Me he quedado excepcionalmente de este lado, tras un risco sin sombra, más acá de un torrente turbio que arrastra cocodrilos doctorados y ballenas rubias. No hay puentes ni lianas. A los botes se los lleva la corriente. No fue premeditado, las hostilidades nacieron de un empujón biológico acicalado de romanticismo, de una lluvia de expectativas pulverizadas con bombas nucleares de despecho y resentimiento. Los humanos son así, susurra una barnacla vagabunda. Intento responderle, fue sólo excepción, excepcionalidad, una risa y una lágrima sin contexto, pero ya está muy lejos para escucharme.
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