–¿Sabéis, hijos míos, sabéis que yo he visto estas orillas hirviendo de vida? Aquí se apretujaban cada domingo hombres, mujeres y niños. En vez de osos a la espera de devorarlos, había allá arriba, en la cima del acantilado, un magnífico restaurante donde uno encontraba todo lo que quería comer. Vivían entonces en San Francisco cuatro millones de personas. Y ahora, en todo el territorio, no quedan ni cuarenta.
Fue rápido y silencioso. La gente simplemente murió y todo quedó abandonado. El anciano llegó a pensar que era el único ser humano vivo en todo el planeta. Comió lo que pudo. A veces enlatados, despensas que no volverían a ser abiertas. Con los años la naturaleza fue recuperando el espacio perdido. Las enredaderas engulleron plazas y edificios, los animales salvajes impusieron su rugido. Caminó durante años evitando las ciudades, los cadáveres, las fieras, antes de encontrar a otro hombre. Al verlo se largó a llorar y quiso abrazarlo, pero ese otro sobreviviente era un ser despreciable. El anciano parlotea mientras acompaña a los muchachos. Intenta recrear ese mundo donde él era un profesor de literatura inglesa. Habla de valores, de formas de buena convivencia y de la abundancia de esa civilización extinta. Pero sus palabras retumban en las mentes embrutecidas de los pequeños cazadores como un indescifrable diccionario extranjero. De cualquier forma no es mucho lo que puede aportar. Solo sabe de poesía:
Hemos caído muy abajo, desesperadamente muy abajo. ¡Ojalá hubiera sobrevivido algún científico, algún físico o químico! ¡Qué preciosa ayuda sería para nosotros! Pero no fue así, y hemos olvidado toda la ciencia.
La peste escarlata, escrita por Jack London en 1912, es la desesperanzadora mirada de un futuro cercano dominado por los magnates del capitalismo. Son ellos los que direccionan y resuelven, son ellos los que exprimen a la especie humana hasta hacerla expirar. Pero tal como las ratas, entre los hombres siempre hay unos pocos fuertes que sobreviven para que todo vuelva a empezar. Circulo vicioso que alcanzará una nueva cúspide en algunos cientos de miles de años, solo para volver a autodestruirse en una prosecución inacabable.
Más allá de las dunas de la orilla pálida y desolada, donde relinchaban los caballos y venían a morir las olas, los leones marinos seguían arrastrándose en las negras rocas marinas, o retozaban entre las olas, emitiendo mugidos de batalla o de amor, el viejo canto de las primeras edades del Mundo..
Fue rápido y silencioso. La gente simplemente murió y todo quedó abandonado. El anciano llegó a pensar que era el único ser humano vivo en todo el planeta. Comió lo que pudo. A veces enlatados, despensas que no volverían a ser abiertas. Con los años la naturaleza fue recuperando el espacio perdido. Las enredaderas engulleron plazas y edificios, los animales salvajes impusieron su rugido. Caminó durante años evitando las ciudades, los cadáveres, las fieras, antes de encontrar a otro hombre. Al verlo se largó a llorar y quiso abrazarlo, pero ese otro sobreviviente era un ser despreciable. El anciano parlotea mientras acompaña a los muchachos. Intenta recrear ese mundo donde él era un profesor de literatura inglesa. Habla de valores, de formas de buena convivencia y de la abundancia de esa civilización extinta. Pero sus palabras retumban en las mentes embrutecidas de los pequeños cazadores como un indescifrable diccionario extranjero. De cualquier forma no es mucho lo que puede aportar. Solo sabe de poesía:
Hemos caído muy abajo, desesperadamente muy abajo. ¡Ojalá hubiera sobrevivido algún científico, algún físico o químico! ¡Qué preciosa ayuda sería para nosotros! Pero no fue así, y hemos olvidado toda la ciencia.
La peste escarlata, escrita por Jack London en 1912, es la desesperanzadora mirada de un futuro cercano dominado por los magnates del capitalismo. Son ellos los que direccionan y resuelven, son ellos los que exprimen a la especie humana hasta hacerla expirar. Pero tal como las ratas, entre los hombres siempre hay unos pocos fuertes que sobreviven para que todo vuelva a empezar. Circulo vicioso que alcanzará una nueva cúspide en algunos cientos de miles de años, solo para volver a autodestruirse en una prosecución inacabable.
Más allá de las dunas de la orilla pálida y desolada, donde relinchaban los caballos y venían a morir las olas, los leones marinos seguían arrastrándose en las negras rocas marinas, o retozaban entre las olas, emitiendo mugidos de batalla o de amor, el viejo canto de las primeras edades del Mundo..
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