Volver a Joyce

Despertar en una habitación extraña, sin país, sin estación, sin sol reconocible. Tardar algunos minutos en recordar los últimos sucesos, cómo llegaste hasta ahí, quién te acompañó la víspera. Dónde quedó el intermezzo. Dónde las razones. Las circunstancias diluidas. Recuerdas Paris-Texas, donde la vida atropellaba como un vagón de carga y no sabías por qué. Nadie lo sabía. En qué exacto momento se bifurcaban los buenos deseos. Aún no sabes, no quieres saber, mejor despertar no sabiendo y que el día simplemente transcurra. 

Pero sabes, y esa es tu maldita doble cara. Lo sabes aunque cierres los ojos y finjas ante ese parpadeo oscuro. El sol sigue ascendiendo, este sol extraño, opaco, sin perspectiva, que no calienta ni alumbra. Sabes demasiado, y al saber tu corazón estalla de culpa como una bola de cristal lanzada desde un peñasco. Es mejor volver a Joyce y Nabokov. Así le digo a McCaves. Para sobrevivir, para imantar tu pensamiento de lenguas alternas y encontrar el tono para seguir escribiendo nuevas mentiras.

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