Mis demacrados títeres


Jorge Muzam

Releer El ermitaño de la calle 69 me vuelve a convencer que narrativamente todo es posible. Mi primer encuentro con ese libro fue en los primeros 90, al amparo de las regadas conversaciones con Claudio Rodríguez en los patios del Pedagógico. En su momento me abrió perspectivas creativas, formas de mirar, de enfrentarme a la compleja, aunque engañosamente simple, forma de transcribir las relaciones literarias que la usina de mi cerebro iba produciendo en cantidades industriales.

Han pasado 33 años desde entonces. Mis títeres no se han descuerado menos que los de Camilo José Cela. La percepción del paso del tiempo es distinta. La resta es mucho menor.

A Kosinski lo retomé el 2003, en mis noches solitarias de San Antonio. Una vez que mis pequeños hijos ya se habían dormido. Construirme una fortaleza cultural era tarea urgente y personalísima. Debía ser dibujante, proyectista, topógrafo, carpintero, arquitecto, ingeniero, supervisor de obra, fiscalizador de mi propia destreza, de los cálculos no enteramente precisos, de los clavos oxidados, del suelo reblandecido por el exceso de lluvia costera. Debía alimentar a mi hueste de espantapájaros literarios para que llegaran a ser personajes complejos, entretenerlos en los escasos ratos de ocio, calmar mis propias ansias con un psicoanalista pintado en la pared.

Muchos años más tarde, ya viviendo con Romina en San Fabián de Alico, en la casa que no sabía que sería incinerada por las desprolijidades eléctricas propias de la desidia, pues allí, en el corredor que daba al jardín de las camelias, sentados sobre sillas de coligüe en plan de desuso, leímos El pájaro pintado. Lo leímos durante el verano. Quedaba humedad. Había rosas florecidas y mi perro Ron aún no se había marchado a su probable vida salvaje.

El pájaro pintado nos fue conmoviendo en cada nuevo capítulo. La crudeza de la narración salpicada de poesía inevitable nos corría nuevamente la vara de lo que parecía literariamente razonable. Bebíamos tanto mate, una tras otro, muy probablemente salpicado de aguardiente y hojitas de cedrón, mientras Kosinski nos miraba con socarrona sonrisa desde la tercera silla.

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Fragmento de mi libro Los sombreros se usaban para soplar el fuego

Amanecer de marzo

 

Amanecer de marzo. Los amarillos de Van Gogh empiezan a tinturar el valle, tal como los azules limpios que abruman los cerros. Recorro el huerto, el potrero, los sitios baldíos, hay manzanas caídas, duraznos visitados por abejas madrugadoras, perros somnolientos de tanto ladrarle a la noche, bosquecillos de menta clamando un mejor riego, cada aroma me retrotrae a diversas ventanas de mi infancia, de mi primera juventud. Allí está el primer aprendizaje, mis vivos y mis muertos, la soledad que me acompañó a todos lados como una sombra obcecada.

Desarraigo lingüístico

Mi genes lingüísticos parecen desarraigados. Las circunstancias de la historia han sido de largas marchas en medio de la ventisca. De esporádico calor nocturno. De mentirosos hasta pronto. Ni siquiera el español es plenamente mi español, solo un instrumento medianamente funcional de mi propio estar en este suelo reblandecido de lluvia. Pienso esto mientras leo a Umbral, porque siento que habla con un lenguaje de siglos en reversa, melancolía cervantina pura, genes que escriben por si solos, que amasijan el verbo, lo contraen, lo extienden, lo voltean, le prenden linternas o le abren nubes para que el sol acaricie lo que debe ser dicho.

Y mi gelidez se hace mayor. A veces hasta insoportable. Porque deambulo con un dialecto sombrío, y la vida se me va esfumando antes de encontrar soluciones dignas.

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Imagen: Landschaft bei Montana, 1915, Ferdinand Hodler.


Castaños en flor

 

Mi desierto de los Tártaros está cubierto de castaños en flor. Noviembre se extingue bajo una luz resplandeciente. Me dejo seducir por lecturas al azar. Roberto Calasso, Pascal Quignard, Paul Auster. Aves disipadas revolotean bajo una nube gris. Gatos anaranjados ejecutan abluciones de lengua en los viejos ventanales de las casas. Las tardes son tan largas que los jubilados hacen durar sus puchos bajo la sombra de los tilos. 

Las últimas lluvias propiciaron jardines selváticos, yuyos soberbios. Faltan minutos libres para domesticar la naturaleza que amenaza con devorarnos. Es tiempo de cerezas paloma, de frambuesas incipientes, de nísperos diminutos probándose la verde amarella. 

Las lechugas han crecido lo suficiente


Noviembre está en su cénit. Amaneceres cubiertos de rocío, mediodías calurosos,  largos atardeceres de mates desgastados junto al río, y noches lunares, de grises y sombras, como grabados crepusculares de Goya. El frescor trae esencias aromáticas de poleos tiernos y rosas chinas. 

En San Fabián se sobrevive de muchas formas y la huerta es una contribuyente importante a la superación de los días. Las lechugas han crecido lo suficiente y arriban a la mesa tonificadas con vinagre de manzana. Los oréganos han formado sus propios escudos de tortuga, tal como la mentas que se imponen en prestancia sobre el desprevenido toronjil. Pollos intrusos han volteado algunos repollos y picoteado las frutillas. Mientras limpiamos de manzanillón las hileras de frambuesas, encontramos un nidal. Veinte hermosos huevos celestes que entregamos en un canastito a la dueña de la gallina. 



Los indisuadibles


Es tiempo de azules. Las montañas de abril se decoloran hasta confundirse con el cielo celestino. En Los Monos queman rastrojos de eucaliptus que se difuminan por el valle. Piras que ascienden como volcanes de utilería. Crepitan las hojas marrones junto al río Ñuble. Puelche liviano que apenas susurra, que va soplando la arenilla sobre las rocas, que tuerce las plumas de los colilargas hacia el sudoeste.

Abril se despide con velatón de álamos amarillos, ofrendas de membrillos maduros al caminante, manzanas de cordillera al leñador, lleuques para el arriero de cabras.

Ha llovido bastante. Llegan aromas de pastizales en descomposición, de uva negra mordisqueada por avispas, de castañas cocidas en ollas de greda.

El día se va como un tren bala sin que hayamos hecho lo suficiente. Ladran perros en la oscuridad. Cipiones y Berganzas que discuten el maltrato diario de los hombres. El aire trae mezclas de humo de chimenea. Roble queman los pudientes. Aromo y pino los menesterosos. Preparamos leche caliente con café, marraqueta con palta, galletas bañadas en miel de quillay. Sintonizamos noticias argentinas. Subidas de precios, inflación galopante, un país que no arranca. Las derechas tampoco tienen la llave de la bienaventuranza. 

Debemos construir una tablilla para reposar la tetera, dos repisas para los libros, colgadores para los abrigos. Todo está por hacerse en esta vida que renació de las cenizas de noviembre. Se acerca la medianoche. Los queltehues enmudecen. Ráfagas de brisa nocturna sacuden los encinos. Un café hirviendo para espabilar. Satie en los audífonos.

Retorno a Enzensberger. Los libros digitales sobrevivieron en un disco duro. Mi biblioteca de Alejandría pesa menos que un holograma. Enzensberger disecciona a los indisuadibles. La silenciosa legión perdedora que crece por el mundo. Rastrojos de capitalismos y socialismos, ratas envenenadas de luna flaca, magos sin conejo, mariscales sin charreteras, acreedores de paraísos terrestres apolillados de condición humana. Hombres conscientes de su miseria, posicionados de su peligro, que no tienen sitio ni esperan ascenso. Al acecho. Siempre al acecho. Como panteras tristes bajo una noche menguante.

Ni en la tumba


Miguel Sánchez-Oztiz acaba de publicar Ahora o Nunca (Renacimiento 2022). Obra que espero conseguir y leer. Y no solo porque me mencione al pasar (según lo confidenció Lander Zurutuza en su muro de Facebook). Gesto que agradezco en el alma. Si no porque su mirada, o sus recuentos de vida, me conmueven humana y estéticamente. Predomina una latencia, una voz tan lúcida como epilogal, a menudo desencantada, empática, gruñona o compasiva, que desenvaina su espada cada tanto, aunque sea para mostrar su melladura, para ajusticiar literariamente a la escoria contemporánea, a modo de espadachín o ronin que morirá más temprano que tarde con un ojo abierto. Porque ni en la tumba descansan los justos.

Conocí hace años a Miguel Sánchez-Ostiz, mientras frecuentaba las redes de Claudio Ferrufino-Coqueugniot. Percibí que se estimaban mutuamente, y mi confianza en la percepción literaria fina de Ferrufino es plena, así que ni sé como empezamos también a intercambiar mensajes con Sánchez.Ostiz. Son esas cosas que no pueden suceder de otra forma.

Desde entonces leo lo que publica en su blog Vivir de buena gana. Creo comprender buena parte de lo que escribe, y el resto lo investigo para comprender. Porque percibo que no malgasta tinta. No es escritor de innecesariedades, adulaciones o ñoñerías.

El 2017 Miguel consiguió que su editorial me enviara Perorata del insensato. Gesto que agradecí enormemente, casi con alegría infantil. Y que leí hasta la página 83 porque luego mi casa se quemó con el libro en su interior. El resto de la novela es asunto pendiente.

Por otro lado, leer a Sánchez-Ostiz, tanto como a Ferrufino, Cingolani, Cerezal o Bagatin, me permite mirar al otro lado de la inmundicia mediática que antepone como infranqueable muro nuestra poderosa oligarquía de extrema derecha que imbeciliza a tiempo completo a mis desprevenidos compatriotas. 

Esas refrescantes voces que están del otro lado no están al servicio de nadie y  perseveran como fieras solitarias en dejar constancia reflexiva y poética de esta época de mil putas. 

Si no fuese así me haría un rápido sepukku con estalagtita antártica, porque la conciencia de la vastedad universal o de la irremediable marcha fúnebre hacia el abismo climático, rebana al seso más mesurado. Y ya saben que vivo en la concha de la lora del mundo donde no sobrevuelan más que buitres famélicos y desesperanzados.

Escribir respirando humo de nogal


Amanecer de martes 23 de agosto de 2022. Brisa fría. Aromos en flor. Estreno de tordos sobre los ciruelos. Nubes altas disuadiendo el hielo matinal de este epílogo invernal en el valle de Alico.

La chimenea se ha cubierto de hollín. El puelche furioso parece haberle bajado el sombrero. Encender fuego involucra tragar humo y que la casa misma quede envuelta en sepia azuloso, en ondillas de humo que permanecen estáticas a media altura.

Días sin escribir de manera sistemática, como payaso pugilista de Buffet que baja la guardia por falta de voluntad, recibiendo de vuelta una andanada de charchazos arteros. La vida no tiene conmiseración con los flancos abiertos. 

Mate cocido, pan blanco horneado por Romina, mermelada de mora recolectada por mis propias manos. La estufa apenas enciende. Le introduzco varillas del nogal derribado por el viento. Será el combustible proponderante hasta que el calor primaveral haga innecesario volver a encenderla. 

Escucho a Rachel Willis-Sorensen cantando Non mi dir, de  Don Giovanni. Me lo sugiere el algoritmo de Spotify que infiere mi predilección por la ópera. Pero mi encantamiento se estropea pronto por la estridencia irrespetuosa de los continuos comerciales. Dejo los audífonos a un lado. Esa basura mercantilista asesina a Mozart, y de una forma poco ortodoxa, también guillotina mi paciencia.

Abro Gente, años, vida de Ehrenburg. Dos mil páginas de memorias. Avanzo lentamente porque lo retomo con días o semanas de intermitencia, pero es de los pocos libros que sigo leyendo con entusiasta fidelidad. Quizá porque su voz me resulta necesaria. Su claridad. Su lucidez. Incluso el colorido de su narración. La desdramatización de la nostalgia. La historia misma del siglo XX que puedo palpar a través de sus letras. Ya conocí a Lenin, a Tolstoi, observé sus miradas, sus levitas, sus zapatos, recorrí sus escritorios, los vi bebiendo cerveza, escuché el timbre de sus voces, aprecié gestos de humanidad que nadie más captó o dejó constancia para la posteridad. Y así a muchos otros. Balmont, el incombustible Balmont, el irrepetible Balmont. Los poetas herederos rusos gastando dinero en los casinos de Niza hasta convertirse en indigentes, los poetas deslumbrados con la arquitectura de Ragusa, los poetas kamikazes que inflamaron sus pechos con los tamborileos de la revolución, que murieron de bala súbita, incongruencia ideológica o pura decepción y que fueron olvidados por el resto de la historia, pero no por el memorioso Iliá. 

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Imagen superior: Iliá Ehrenburg.

Oración laica por Salman Rushdie


Llovió todo el día, con ventarrón intermitente y rugidera de árboles desnudos. Contemplamos la jornada desde la ventana. Los pozones fangosos. Las estoicas caléndulas. Los gatos mojados de agosto que ante la urgencia del amor desatienden razones climáticas. El encino derribado y las torcazas huérfanas de hogar. Logré mantener el fuego encendido con tronquitos verdes del cedro que cayó en el jardín. A ratos igual tuvimos frío. Tatón se exasperaba por no poder salir a jugar como de costumbre. Tampoco pasaron ciclistas, caballares ni corredores solitarios que lo incitaran a un ladrido furioso.

Almorzamos tortillas de verduras, albóndigas de lentejas, ensalada escarola. Romina preparó café y horneó galletas cubiertas con dulce de mora. El mismo que preparé a mediados de marzo. Lo disfrutamos viendo un documental de DW sobre Salman Rushdie. A ambos nos importa demasiado la suerte de Rushdie. Es alguien del gremio. Una mente lúcida con sentido del humor suicida. Deseamos ferviente y silenciosamente que se recupere. Un deseo como oración encomendada a los dioses de Bukowski.

La tarde nos ensimismó. Cada uno en lo suyo durante al menos siete horas. Escribí cinco textos nuevos, textos impensados que vinieron de un altísimo laico. Redescubrí por efecto de serendipia una novela del 2008 de la que ni me acordaba y que estaba guardada en mi correo. Un yo levemente distinto. Más sobrio y temerario. Hoy mi Kaláshnikov se oxida por falta de uso. O de razones. Una melancolía steineriana doblega mi voluntad. Hoy solo escucho ópera bebiendo vino tinto de supermercado. Releí el comienzo y me prometí publicarla. Luego avancé en memorias de Elías Canetti, Joseph Brodsky, Doris Lessing e Ilya Ehrenburg. Últimamente he preferido leer memorias a novelas, no obstante avanzar en obras de Vargas Llosa y Philip Roth.

Inevitablemente a ratos me voy a las redes, no por demasiados minutos, porque los niveles de toxicidad son abrumadores. Quedan pocos días para votar la propuesta de nueva constitución, y la extrema derecha descarga toda su violencia clasista, su venenoso desdén, su racismo, su anticomunismo enfermizo a través de sus medios hegemónicos, sus encuestadoras y los millares de lacayos que amenazan convertirse en mayoría.

Es mejor volver al silencio de la lluvia, a 1920, 30 o 50, al baile nocturno de poetas y sobrevivientes, que en estricto rigor es casi lo mismo, a esos días y noches donde predominaba la ingenua certeza de que los años venideros serían mejores.

Payaso de Bergman


Un soberbio maitén dosifica los primeros rayos solares que llegan hasta la casucha verdeolivo. El Malalcura y el Alico se han azulado hasta parecer ilusiones turnerianas. En los parlantes, Mark Knopfler eleva secuencias al cielo de este valle de fin del mundo.

Debo trabajar en proyectos culturales. Pajas burocráticas que no suman un solo pan al mundo. Me siento como una migaja teórica de David Graeber. La mañana es breve y la burocracia una tormenta negra acechante. No me concentro. Sigo pensando en la película La mula que vimos la noche anterior. Un hombre viejo cultiva flores. Camina dubitativo, tiene el espinazo encorvado como ají reseco. Solo los jardines parecen iluminar su mirada. La pala, la regadera, el milagro del sol.

Su familia no le escenifica mayor aprecio. Un dique de hielo se interpone. Hosco como perro viejo. Exuda silencio. Lo masculla. Los acreedores de la culpa lo tienen con la soga al cuello. Nunca estuvo en los eventos importantes de su familia. 

La rudeza sentimental de Eastwood, el hombre sin palabras, es parte de las leyendas de nuestro imaginario estético. El personaje que ilumina nuestro armario de dolores y rencores.

Algo sucede en el rostro de los actores viejos. La vidas multiplicadas se reúnen en la mirada, la contemplación de lo que pudo ser y de lo que de seguro nunca será. Todo está allí, avizorando un horizonte que se oscurece. La esperanza lleva atuendos raídos. Comprender que 80 años fueron menos que una bocanada de humo.

Pasan las horas del último domingo juliano. Cuando la vulgaridad de la rutina agobia, me oxigena el espíritu recordar las construcciones narrativas de Nabokov, la compulsión poética de Virginia Woolf, la infinita materia prima de Umbral.

La poesía me cautiva más allá de la admiración y hoy quisiera escribirla. Ya no ser un poeta ninja enmascarado en mis narraciones, sino un personajillo de grueso gabán y sombrero de copa, con collar de laureles y habano encendido. 

Al domingo le sobran algunas horas. Un silencio de muerte pone altoparlantes a mi latido interno. Hay embotellamiento cerca de mi pecho. Opresión gratuita que solo sabe de aumentos. El payaso de Bergman me persigue a cada paso. Doblo una esquina imprevista para distraerlo, pero luego está en la siguiente. Solo me mira fijamente. A veces pestañea y logro respirar unos segundos.



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