Fiestoca de avispas en el manzanar / Liztor festa sagardian


El valle de San Fabián amaneció neblinoso. Se oyen rumores de truenos cordilleranos. De queltehues exaltados por la probable lluvia de Viernes Santo. El volcán Chillán no ha dejado de fumar. Ráfagas de viento norte voltean cajetillas de castañas y despeinan quiltros somnolientos. Hay fiestoca de avispas temerarias en el manzanar. Hojas de zapallo moribundas por la inclemencia solar de marzo. Suficientes encinas en el suelo como para alimentar las ovejas de un insomne.

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Liztor festa sagardian

San Fabiángo harana laino pean iratzarri da. Mendilerroko trumoien marmarra entzuten da. Ostiral Santuko euri probableagatik aztoratutako queltehueena. Chillán sumendiak ez dio pipatzeari utzi. Ipar haizearen ufakoek gaztaina kaxatxoak iraultzen dituzte eta zakur logaletuen ilea nahasten. Liztor zoroak festan dabiltza sagardian. Zapallo hostoak hilzorian martxoko eguzki errukigabearen kariaz. Lo ezinean den baten ardiak bazkatzeko adina zurbeltz lurrean.

Traducido al euskera por Lander Zurutuza. (8/10/2021)

Gris perlado


El cielo tiene color de lluvia, un gris perlado que se asemeja a la desidia y también a la inteligencia, a las emociones acongojadas sobre una tabla de piratas alcohólicos. Recorro mi huerto, lo que queda de una siembra descuidada, el poco riego, la libertad de crecer y morir con escasa intervención humana. El bosquecillo de tomillos sigue estoico su transición a un abril reseco. Los zapallos crecieron poco, pero se dejan ver entre guías y yuyos, augurando charquicanes humeantes en días lluviosos, estofados de cochayuyo para Semana Santa, sopaipillas amarillas en tiempo de escarcha. Los manchones de orégano vuelven a renacer, tal como las alcachofas y lavandas. El frío tiene su propia corte de renacidos, su primavera invertida.

He descubierto un pequeño castaño entre los maquis. Apios entre los manzanos. Cinco peras primerizas. Hay escaramuzas aéreas entre tiuques y queltehues. Imperialismos emplumados acaparándose el botín de los insectos.

Traslado mi ordenador y mis libros al patio, bajo el parrón de uva negra. La mesa está alfombrada de hojas resecas. Mate tibio. Celular alerta. El viento trae noticias de membrillares maduros, de manzanas agusanadas suicidándose en la hierba. Rameau en los parlantes. Un carpintero cabeza colorada tamborilea el viejo manzano. Los yorkshire corretean de lado a lado como caballería liliputiense. Avanzo en Las ratas de Miguel Delibes. La perrita Fa medio enceguecida de tanto hurgar entre la maleza del arroyo, el Ratero merendando ratas fritas rociadas con vinagre. El mundo a ras de suelo de Delibes bien cabría en San Fabián, entre nuestros comedores de perdices que silban y carraspean para ahuyentar su soledad.

Lucidez nabokoviana


El whisky se inventó para soportar los adioses, para pegar un relincho de gozo ante una fogata crepuscular. La alegría del alcohol es de utilería, de resignación, de amistad transitoria, un dopaje a la futilidad de los días. Habitualmente es lo que está más a mano. Lo contrario es tirarse desde un risco hacia la lucidez nabokoviana. Ver colores inverosímiles y libélulas transparentes, crepitar de hojas otoñales de 1900, asombro ante un dejavú desclasificado de memorias ancestrales, nuestro rostro impasible en el agua de un río que no deja de murmurar.

Las nubes bajas tiñeron el valle de un azul grisáceo. Un silencio corrompido por balidos de ovejas anticipa una probable tormenta cordillerana. Entumidos abejorros de otoño llegan a succionar un planchón de rudbeckias. Es hora de retomar El aroma del tiempo de Byung  Chul Han. Recuperar el ánimo contemplativo es un imperativo en esta época de trenes bala donde casi nadie parece alcanzar a percibir qué y cómo es la vida.

Operando la relojería final


Soy un escritor esencialmente político. Una Corea del Norte armada hasta los dientes de posibilidades narrativas. Aborrezco la derecha y me suelo burlar de la ineptitud de las izquierdas, de casi todas, porque son miles, tal como derecha hay una sola, soez, irracional y feroz. Así es difícil tener compañía, una legión que combata desde una posición parecida, porque no respondo a ningún mando, a ninguna parcialidad, solo apoyo eventualmente, presto mi artillería a una causa cuando la creo justa, y me repliego cuando el enemigo a vencer se ha hecho humo, o ha triunfado. Estar fuera de control es un valor agregado de mi pluma. Al menos así me gusta verme, antes que el vino me entristezca la mirada, o me la aclare, y me exponga una condición humana turbulenta y maldita, donde en lugar de sangre circula mala leche.

Busco los libros de Israel Yehoshua Singer y alguna novedad de su hermano Isaac Bashevis Singer, pero me encuentro con abundantes manuales de costura. De su hermana Hinde Esther Singer, prodigiosa novelista, queda muy poco. Ni siquiera el apellido. Desde hace una década dialogo con la mente de Isaac. De Israel solo conozco Los hermanos Ashkenazi. Y es por eso que llegué a los manuales de costura. Buscando La familia Karnowsky. La operación tiene un resultado inesperado, pues arribo accidentalmente a La rebelión de Joseph Roth, libro hasta hace poco inencontrable. Las ácidas reflexiones de Andreas Pum, ex combatiente a quien el gobierno ha otorgado una condecoración y una licencia para tocar el organillo.

El cóctel de mi mente suele ser explosivo. Un parque de diversiones hecho de despojos, de héroes caídos en desgracia. De payasos de circo pobre apretando sus largas suelas con neoprén. De comienzos y finales amarillentados por el sol de marzo. Me siento bien entre los personajes de Joseph Roth, los atardeceres de Steinbeck, los colores de Nabokov. Y ante pocas personas de mi entorno. Algunos viejos campesinos me estiman y me confían la conducción de sus camionetas, me piden consejo para orientar sus proyectos productivos, me hacen narrarles lo que es una universidad por dentro, y a cambio me convidan una copa de vino de montaña, una chupilca en jarro de porcelana, un durazno de abril. El funcionariado me mira de lejos con adusta sospecha, como potencial amenaza, tal como la ralea pobre de extrema derecha que ya se dispone a fascistear las calles con su abanderado Piñera.

 Avanzan las horas de un sábado infecundo. Las letras boxean con el espejo sin dejar tiempo para maquillar personajes secundarios. Mi ternura sonambular añora abrazos filiales, épocas ruidosas de biberones y espantacucos.  La mitad de mi rostro se asoma desde una cortina púrpura. Ha florecido el cedrón. Mi mano derecha, rugosa y fría, palpa lo que la mirada apenas distingue, una sombra, una ilusión, un recuerdo, mientras la izquierda roza mi barbilla barbuda como interpretando a un dios filósofo aterido de incertidumbre.

Así están las cosas esta fresca tarde de marzo. Las nubes se estacionaron a baja altura. Corre un viento mentiroso de lluvia. Caen membrillos pasmados sobre el poleo reseco. Sé que lo único que tengo de mi lado es mi arbitrariedad para contar las cosas de una manera distinta. Para emboscar por sorpresa como un Pierrot con resorte. Mis neuronas psicodélicas hacen un producto por defecto, como un Chauncey Gardiner operando la relojería final.


El desasosiego de marzo



Marzo trajo consigo el desasosiego. Chile se convulsiona con pequeños escandaletes avivados por la prensa para distraer la atención de la chusma. Todos se suman al baile de humo. La letanía de las televisoras transmitiendo mañana, tarde y noche las andanzas de un pequeño estafador como Garay, mientras el imputado Piñera se esfuma del dedo acusador del populacho y la prontuariada Udi se sacude el polvo y la paja de la deshonra. Un grupo de policías se roba hasta los calzoncillos de la patria y ni amonestación reciben. A una mujer le sacan los ojos y nadie resulta culpable. El show de lágrimas de periodistas y fiscales excusa a psicópatas, ladrones y criminales. La misoginia se adhiere como alquitrán en cada argumento, en cada disquisición, y las víctimas mutan en victimarias. La era del espectáculo nos empieza a hundir en un limbo de inmoralidad, de relativismo, donde las fechorías no se pagan, donde la justicia bosteza inoperancia, la prensa exuda clasismo y la clase política, ciega, sorda y muda por esencia, leva anclas para seguir timoneando a su arbitrio su enorme navío de privilegios.

Niebla de mediodía

Te desvaneces como niebla de mediodía y no has hablado de ti lo suficiente. Has escabullido el gran tema, bailas sobre el ring como un boxeador escurridizo, das informes meteorológicos sin que nadie te lo pida, y no asestas ningún golpe, ni nadie sabe cómo golpearte, porque en el fondo eres una sombra sin sujeto, un payaso fantasmal sin repertorio, tienes el corazón en un lugar extravagante, la ética en un cuarto de violines, la memoria encerrada en un búnker de plomo, te gusta ver brasas encendidas avivadas por soplidos inexactos, chispas imprevisibles de eucalipto seco y pezones erectos de lectora de noticias; te gustaría ser un asceta, tener cornamentas de carnero y hasta morir así, morir simplemente, sin masticar nubes, sentado sobre la roca más alta, donde nadie pueda disuadirte, morir sin mirar abajo ni arriba, sólo al frente, o más bien hacia adentro, muy adentro, donde no hay acceso a servicios de emergencia, donde no hay grifos ni cascadas, sólo una memoria obstinada dentro de un búnker de plomo que se incendia con su cuota de universo.

Fotografía: © Jorge Muzam

Fe

Contemplar fotografías antiguas ocupa parte de mis momentos solitarios. Rictus, miradas, posición de manos, cuerpos erguidos o exangües. Temor y osadía. Perspectiva y resignación.

Esta fotografía en particular me conmueve. Contiene fe, alegría, decisión. Convicción de que no pasarán. Qué falta hace hoy ese convencimiento en la posibilidad de cambiar el rumbo.


Cerrar la taberna para los amigos


Rápido se otoñea el paisaje en el valle de San Fabián. Los espíritus de pintores impresionistas juegan a tinturar árboles y cerros. Hay belleza suficiente como para exportar a otras galaxias. Sumo lecturas sin terminar las que están en curso. Mi torre de libros superará el Burj Khalifa. Será la huella que me trascienda. Un monumento inútil que sombreará hormigas holgazanas.

Traje de San Antonio las Crónicas imperdonables de Daniel de la Vega. Esta tarde, mientras bebía un Gato Negro, leí sobre las andanzas de Pedro Cordero, andrajoso pirquinero copiapino que busca una veta para cambiar su suerte. Duerme sobre sacos. Ni cama tiene. Menos aun respeto. Una noche sueña que una niña lo conduce hasta Sierra Flamenco y le indica un lugar. Despierta sobresaltado.

Al día siguiente se dirige hasta el lugar soñado y empieza a cavar. Cree encontrar una buena veta, pero quiere asegurarse y lleva una muestra para el análisis. El resultado es portentoso. Diez kilos de oro por tonelada. Busca a un socio capitalista y se reparten las ganancias. Cordero no quiere cuentas bancarias ni mansiones, solo quiere su paga diaria y tomársela con quien desee acompañarlo. Llega a las tabernas y compra todo lo que está en su interior. Los taberneros se van felices contando los fajos. El oro provee. Llegan funcionarios, almaceneros, dueñas de casa, hambrientos, curiosos, todo el que golpea es invitado a seguir esa fiesta interminable. Pasan días y meses y Cordero sigue comprando tabernas y ofreciendo trago y comida a todo el que lo acompañe.

© Lander Zurutuza
Pero el oro empieza a escasear y con ello la gran farra. Cordero vende su participación a su socio y se va para Santiago. Entra a una taberna en calle Victoria y pide un vaso de vino. Luego otro. Luego otro. El tabernero le ofrece el arriendo de una pieza y comida por una modesta suma. Así pasa los meses hasta que se le termina el dinero. Vuelve a Copiapó. Duerme en un bodegón abandonado y deambula con sus andrajos buscando una nueva veta. Recorre cerros y quebradas pero no la encuentra. Tampoco encuentra amigos. Hasta que la noche y el día y el sol y el polvo lo empiezan a convertir en un espejismo en disolución.

Lluvia marziana

Verá usted, señor Gutiérrez, la lluvia marziana ha dejado el camino lodoso y no puedo devolverle su libro esta tarde. La verdad no sé si se lo devolveré algún día. No tengo ánimos apropiatorios, pero me embarga la sensación de estar envuelto en un domo azulino donde ya nada sale ni entra. ¿Qué pensaría usted si le digo que del libro he leído tres hojas? Y no es que no me vaya gustando. Lo que pasa es que las tangentes me distraen el pensamiento hasta el punto de olvidar los caminos de retorno. Yeats afirmó que los hombres mejoran con los años, como tritones de mármol gastados por el clima o cóndores inconmovibles que expiran mirando el vacío. No estoy seguro de que sea así. Mi mejoría es esporádica, inconstante, habitualmente circunscrita al sorprendimiento que depara un capítulo nabokoviano. Persiste la lluvia marziana, monocorde, adelantada, lavando uvas infantiles y encinas verdosas. Los pronósticos de mañana hablan de un sol somnoliento.

Alargando la sombra del ciprés

Expira febrero pero el verano se resiste a dar tregua. El sol se desploma sobre el valle como un borracho atarantado. Los muchachos aprovechan de lanzarse piqueros al Ñuble gritando gerónimos retumbantes. Pronto comenzarán las clases, las levantadas de amanecida, las corbatas mal anudadas. Desde las casas sale aroma a mermelada de mora, a pastel de choclo, a porotos granados. Los duraznos maduros caen sobre la hierba derramando su ofrenda nectarina. Las gallinas sedientas incursionan en los huertos para comerse los tomates. Pasan señoras con quitasoles proclamando las bondades del reino de los cielos. La brisa trae semillas desmembradas, cartitas sin remitente, rumores de erupción volcánica.

El mate con lavanda sabe bien. Un trueno carcajea detrás del Malalcura. El gallo cresta de rosa canta su diana de cinco de la tarde. Vuelvo a Delibes, que es como volver a Umbral o a Cela, los soberbios españoles que hoy son casi viejos, casi olvidados, y cuyos lectores parecen en serio peligro de extinción.

"Encontré mi habitación fría, destartalada, envuelta en un ambiente de tristeza que lo impregnaba todo, cama, armario, mesa y hasta mi propio ser. Temblaba al desnudarme, aunque el frío no había comenzado aún a desenvainar sus cuchillos. Me daba la sensación de que todo, todo, hasta las paredes y el techo de la habitación, estaba húmedo de melancolía. Por otro lado, nadie se preocupó de llevar a aquel cuarto la caricia de un detalle. Todo raspaba, arañaba, como raspan y arañan las cosas prácticas. No existía una cortina, o una estera, o una colcha, o una lámpara con una cretona pretenciosa. Allí todo era rígido como la vida y útil como la materialidad del dinero lo es a los espíritus avaros. Me resigné porque esta vida arrastrada, materializada, estaba forzado a vivirla unos cuantos años. Y al apagar la luz y llenarse de lágrimas mis ojos -que aguardaron a las tinieblas para no escandalizar a la materia que me envolvía-, mi pensamiento quedó muy cerca; dentro de la misma casa, pero, casualmente, fue a parar a Fany y a los dos pececillos rojos que nadaban en la pecera verde."

Miguel Delibes, La sombra del ciprés es alargada.
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