Debatimos con Lorena sobre la escasez de narradores en Chile. En un país con 17 millones de personas pueden contarse con los dedos el número de narradores autónomos, de peso, con voz propia. Su contraparte son los poetas, que probablemente sean más de 16 millones, si excluimos a los recién nacidos. Es decir, casi todos los chilenos se sienten poetas (lo cual no está mal ni tendría por qué ser de otra forma. La poesía condensa muchas cosas: iluminación estética, sorprendimiento, amor, dolor, resentimiento, intuición, esencialidad del lenguaje, vómito existencial, impresiones primarias ante los truenos y relámpagos de la vida)
Pero Lorena, que siente predilección por la narración, suma ciertas características a la labor poética predominante: cobardía ante la realidad, ocultamiento de la propia miseria mediante una hipocresía retórica de la belleza, photoshopeo de las incoherencias de la mente, forzada entonación poética, travestismo del lenguaje, algo así como la contorsión de una modelo que quiere verse más flaca de lo que es...
O como dijo el Gran Eduardo Molaro en su programa Maldita Radio (a propósito de Baudelaire) "saber articular las palabras no te hace poeta ni narrador". Se requiere un fuego sagrado extra en el espíritu. Eso último no lo dijo Edu, pero sé que lo pensó, porque nuestras mentes payasas se parecen mucho.
Y eso que ni hemos tocado el tema de las apropiadoras del estrado poético chileno. Mayoritariamente damas algo mayores, muy cotorras, muy feministas, ferozmente intolerantes a la crítica, ególatras sin control, muy lacrimógenas y muy peleonas entre ellas. Dictan cátedra sagrada sin reconocer jamás que casi todo lo que se crea alrededor de ellas es mucho mejor que lo que producen ellas. Y ni hablar de los hombres, que de pendejos chismosos y mal hablados pasan en un santiamén a pandilleros (si tan solo vieran la bolsa de gatos que se arma cada vez que hay elecciones en la Sociedad de Escritores de Chile).
Chile es un país pequeño, con mentalidad de crisis permanente, de hambruna y violencia golpeando sin descanso las ventanas neuronales, donde es difícil enemistarse con el que se siente más arriba que tú, porque luego moverá influencias y te joderá la economía y la imagen. Nuestro escudo patrio no oficial es un serrucho. A menos que seas tan bueno y tengas tanto carácter que todo eso te importe un cuesco. Si eliges ese camino, pues aguántatelas, porque te darán duro o te invisibilizarán, en la medida que puedan hacerlo.
No se crea que estos son juicios determinantes. Solo debatimos tirando ideas al ruedo mientras preparamos el almuerzo en la cociña a leña. Afuera germina la primavera, los aromos se envuelven de amarillo, los albaricoques de blanco, y los aromas de las flores que entran por la ventana se mezclan con los tomillos, laureles y albahacas del almuerzo.
En defensa de Lorena, y para que no sea lapidada por juicios literarios tan temerarios, puedo decir que se conmueve ante las excepciones que han desechado ese aputosado mariposeo poético: Pizarnik, Carver, Pessoa, De Rokha, Hölderlin. Ambos concordamos en que cada narrador es a la vez un soldado poeta, que no se esconde, que no retrocede, sino que avanza con toda su caballería de terracota contra los ejércitos de la pedantería, la ignorancia y la envidia.
Leemos antologías y ensayos sobre la literatura chilena. El vejestorio sagrado de la cátedra impone un criterio determinante: Chile es un país de poetas. La narrativa nunca alcanzó una estatura respetable, ni siquiera a nivel latinoamericano. Eso dicen los viejos baluartes y eso aprenden los nuevos pedagogos y la intelectualería pacata de mi país. Creo que a grandes rasgos tienen razón, la narrativa como el cine ha dado muy pocas muestras de superación en Chile. Donoso, Rojas y Droguett conforman un incuestionable pequeño Olimpo de escritores. Luego la labor desciende hasta simas de indignidad. El cine tropieza con la escasez de recursos narrativos de los guionistas, con la nula temeridad para retratar lo nuestro, copiando sin dignidad las fórmulas norteamericanas o europeas (sólo Raoul Ruiz y Cristián Sánchez rompieron esa mediocridad)
A modo de conclusión, y para que el almuerzo no se enfríe, me arriesgaré a afirmar que los narradores chilenos no gatillan su fuego, no desnudan, no expanden su fuerza, porque un temor irracional parece mantenerlos a raya. Prefieren el aplauso fácil, de convención, de ventas mínimas y portada de pasquín. Conformistas al fin y al cabo. La narrativa es una artillería políticamente controlada en Chile. No ejerce su poder develador, su enrostre confrontacional, su honestidad para explorar mundos, su escrutinio implacable de la realidad.
Imagen: Bernard Buffet