Escabullir el bulto, desviar la atención, salvar las vergüenzas, hablar sólo de lo que le interesaba hablar. José Donoso no se sentía cómodo cuando los entrevistadores intentaban desnudarlo. La piluchez era algo que le horrorizaba de si mismo, pero que admiraba en escritores como Manuel Rojas, que no necesitaba esconderse, que anteponía en cualquier situación su pecho de quiltro de mil batallas. José Donoso, hombre de dudas, de envidias, de homosexualidad reprimida y conflictos familiares insuperables, encontraba en las letras la forma de imaginarse a voluntad, de protegerse.
Quiso ser hombre rudo, un Jack London del sur. Lo intentó en las haciendas ovejeras de Magallanes, pero no tuvo el cuero, se lo comió el clima, la vulgaridad tramposa del bajo pueblo, la falta de respeto a toda palabra empeñada. No quedó rastro literario de ese desencuentro. Prefirió la pulcritud de Princeton, donde cruzó con Einstein y Oppenheimer. Sus presencias lo revitalizaban. Admiraba que se les pagara solo por pensar. Luego vino México, Centroamérica, Calaceite. En Italia entrevista a Giorgio de Chirico, a Ezra Pound. Se siente cómodo en ese cuadrilátero. Auscultando el silencio de los hombres del siglo.
El 81 regresó a Chile. Pero su país ya no era el mismo. La experiencia socialista, la dictadura, el atropello, el dolor, la mezquindad, la extrema pobreza, habían transformado la patria, la habían mancillado, empequeñecido. Comprendió que sus letras narraban un mundo extinto. Y los escritores de estos lados se lo hicieron saber rápidamente.