Hará una semana que no vemos el sol. El temporal se ha ensañado con la costa chilena derribando muros, loteos turísticos y yates de lujo. A la cordillera llega embebido de arrogancia pero no le hacemos mucho caso. Acá somos algo bestias ante las inclemencias climáticas. Salgo al huerto a cortar perejil y cilantro para el pesto y la ensalada. Voy con botas militares dadas de baja porque no he bajado a la ciudad a comprar botas de agua. Me hundo hasta los tobillos. La tierra parece una esponja saturada de agua. Un conejo liberto me mira a lo lejos y raja a esconderse entre unos espinales. Sabe que no es bienvenido en mi huerto pues mantiene bien podados mis apios y acelgas. Hace un par de meses que mantenemos la misma dinámica. Yo lo insto a abandonar mis dominios y el conejo zapatea burlonamente el suelo antes de rajar a esconderse. Pori-Pori, el viejo ovejero inglés, me ha hecho saber con la mirada que se considera incapaz de ahuyentar al intruso. En el intertanto el conejo se ha puesto gordito y yo no he podido disfrutar de mis verduras predilectas.
Corneta de cumpleaños / 1996
Es desalentador darme cuenta que no puedo comprender ni menos controlar la complejidad de mi propio mundo. Mis sentidos en máxima alerta, mis conocimientos acumulados y las ideas fuerza que encauzan mi forma de discernir no son suficientes para captar siquiera un irrelevante aspecto de la realidad. Al leve gozo de creer que he comprendido algo le sobreviene la sospecha de que no ha sido así, y que no he llegado más allá de ver el océano a través de la boquilla de una corneta de cumpleaños.
Decirte hijo de puta sería un halago
Sé empático con tu época, muchacho. Tus cuitas se disolverán con el agua bendita de las hojas podridas. Mira tu universo asfixiado ¿crees que lo tuyo importa? Te quejas como un maricón burgués con la mesa atiborrada. Hay demasiados balcones con geranios secos, miradas estrelladas contra grietas profundas, pipas de la paz que no han sido fumadas en cien años. ¿Desde cuándo te dejó de importar la sangre? Cerraste los ojos prematuramente. Sólo pensaste en pornografía y en glorias literarias culeras. Tu verdadera voz te la guardaste tras un biombo pintado de cigüeñas. Decirte hijo de puta sería un halago.
Asombrosamente pelotudos
Frío de perros. El sol salió cabizbajo como anhelando una licencia médica. Nuestro hemisferio está futbolizado hasta el tuétano, los temas no peloteros fueron postergados hasta fines de julio. Las huelgas de estudiantes y trabajadores ya no salen en la televisión y las palizas a los mapuches son exhibidas como un terrorismo inverso.
Anoche nos quedamos hasta muy tarde bebiendo vino tinto junto a la chimenea. El dios del fuego laboraba a gusto, pero los leños se fueron agotando y tuve que ir por más combustible para que el hielo no nos comiera vivos.
Hablamos de poesía y negocios, una mezcla interesante, algo así como un café literario en la montaña, con patinadoras poetas y jazzistas alcohólicos. Luego leímos a Claudio Bertoni, el bardo del hueveo. En algún instante expuse mi predilección estética por la poesía bruta de Nicanor Parra, su poesía sombría, esa que emanó de la carencia, de la soledad, de la añoranza. También manifesté mi extrañeza ante sus cien años de silencio con su pueblo natal. San Fabián ahora soy yo, dije altaneramente. Esta es mi tierra, mi aldea, mi sol predilecto. Nada personal. Sólo explicité lo que no me puedo tragar por simple moda de burguesía bohemia, o por imposición de funcionarios de la cultura oficial, esos que cobran tanto y leen tan poco. Luego cada uno impuso sus temas, pero ya no nos escuchábamos. Creo que hablé de la inutilidad del amor, de toda esa idealización biológica, de su escasa practicidad en medio de una vida creativa tan breve, de lo asombrosamente pelotudos que nos volvemos ante el encanto fugaz de una mariposa, de las palabras rojas incineradas, de las impertinentes obcecaciones de la memoria. Tatiana habló de las dos muertes de la mujer, algo que casi ningún hombre percibe a tiempo.
Hablamos de poesía y negocios, una mezcla interesante, algo así como un café literario en la montaña, con patinadoras poetas y jazzistas alcohólicos. Luego leímos a Claudio Bertoni, el bardo del hueveo. En algún instante expuse mi predilección estética por la poesía bruta de Nicanor Parra, su poesía sombría, esa que emanó de la carencia, de la soledad, de la añoranza. También manifesté mi extrañeza ante sus cien años de silencio con su pueblo natal. San Fabián ahora soy yo, dije altaneramente. Esta es mi tierra, mi aldea, mi sol predilecto. Nada personal. Sólo explicité lo que no me puedo tragar por simple moda de burguesía bohemia, o por imposición de funcionarios de la cultura oficial, esos que cobran tanto y leen tan poco. Luego cada uno impuso sus temas, pero ya no nos escuchábamos. Creo que hablé de la inutilidad del amor, de toda esa idealización biológica, de su escasa practicidad en medio de una vida creativa tan breve, de lo asombrosamente pelotudos que nos volvemos ante el encanto fugaz de una mariposa, de las palabras rojas incineradas, de las impertinentes obcecaciones de la memoria. Tatiana habló de las dos muertes de la mujer, algo que casi ningún hombre percibe a tiempo.
La noche expiró con un murmullo colectivo de poesía espontánea. Pasaron raudos los vehículos de los panaderos y un par de perros se dijeron buenos días.
Imagen: Grabado de Sergio Sergi.
Imagen: Grabado de Sergio Sergi.
Soledades muzamianas
Soledades muzamianas. Llueve en voz alta, lluvia de cinc, de charco, de ilusión turneriana. En mis escritos siempre llueve, como descripción climática o recuerdo. Debo ejercitar la pluma, ampliar el cuadrilátero. No me agrada la parquedad de mis publicaciones actuales. La falta de sustancia, la excesiva corrección, como si le estuviera redactando informes de buenas intenciones a la ONU. Debo reencontrarme. Reencontrar mis monstruos, mis arlequines, mis almas en pena.
Refugio antibombas
Septiembre lluvioso. Llegan rumores de que a mucha gente se le acabó la leña. El invierno cordillerano es solaz estético de ricos y un general muy severo con los pobres. Trozamos raíces terrosas de avellanos muertos, ciruelos derribados por el puelche y troncos de roble que habían quedado a la intemperie. Todo suma cuando se trata de espantar el frío. La estufa tarda en calentar el caserón. El hervidor eléctrico provee un café soluble que sabe a engaño industrial. Cigarrillos baratos para compartir mensajes circulares con los espíritus. Leves ráfagas distorsivas como respuesta. Divagaciones strindberianas revolotean sobre mi cabeza. Buceo en la contradicción humana. Uso la escafandra de escritor para no ahogarme en caldos de cabeza. Confronto comportamientos pretéritos. Hago rayuelas emocionales. Intento reparar con parches curitas los eventos insolucionables de la historia. Sucede que entre más me sumerjo descubro que es más oscuro, más intrincado, y no avizoro un túnel alterno para respirar, o para al menos deleitarme con una luz distinta.
La soledad cordillerana se trasladó al lado oscuro del corazón. A ratos me veo como un fiordo ignoto, un glaciar estático, una era de hielo de tres peniques.
Avanza la madrugada. Quiltros amarrados aúllan en la lejanía. No habrá justicia para hombres ni perros. Me refugio en mi cultura como niño asustado detrás de un sillón. Mi universo construido por defecto. Goethe me lanza el balón. Stefan Zweig me convida una galleta. Nabokov me sonríe burlón. Los grillos se exasperan y suben el volumen como trombones soplados por el demonio de Tasmania.
Todo pasa. Verás que donde hubo tanto amor suele quedar un sótano con las ampolletas rotas, un refugio antibombas cubierto de musgo, una tumba con la inscripción borrada.
Sol de agosto
Sol de agosto, sol tibio, traicionero, que te abandona a los cinco minutos para dar paso a una llovizna ineficaz. Subiendo desde San Carlos a San Fabián vi los primeros aromos florecidos, las primeras camelias blancas, los manchones violáceos de los robledales en las alturas. La escasa nieve es un mero saludo a la bandera. Una semana de días azules y no habrá rastros del invierno en este hemisferio. Es necesario tomar precauciones por la posibilidad de otro año seco. Adaptar los cultivos, profundizar los pozos, prorrogar entusiasmos grandilocuentes.
Las noches son tan frías que las lecturas se abandonan a medio camino. Retazos de Heberto Padilla (tan grande como incomprendido escritor) y Hans Magnus Enzensberger. Poesía no amorosa, intimista o quejumbrosa, si no comprometida con su tiempo, aspirando a la transformación social, denunciando la infamia política, los estragos de la modernidad en la vida cotidiana.
Nuestra política nos hace pasar malos ratos. Parece como si toda la mediocridad se hubiese atrincherado en el gobierno y en la oposición. Sobrevivimos a pesar de esas ratas, como el país mentiroso que somos, que paga su desayuno con un crédito a seis años plazo. La marcha del país se ralentiza, los cambios prometidos se disuelven en gimnasia retórica, la derecha le dirige la agenda a la izquierda, la prensa difunde farandulismos con los pantalones en los tobillos, las buenas intenciones de la presidenta se hunden en su propia debilidad, en su falta de carácter para afrontar la inevitable rudeza de los cambios, en los gallinazos de palacio que le susurran al oído que es mejor que todo siga tal como hasta ahora.
Nuestra política nos hace pasar malos ratos. Parece como si toda la mediocridad se hubiese atrincherado en el gobierno y en la oposición. Sobrevivimos a pesar de esas ratas, como el país mentiroso que somos, que paga su desayuno con un crédito a seis años plazo. La marcha del país se ralentiza, los cambios prometidos se disuelven en gimnasia retórica, la derecha le dirige la agenda a la izquierda, la prensa difunde farandulismos con los pantalones en los tobillos, las buenas intenciones de la presidenta se hunden en su propia debilidad, en su falta de carácter para afrontar la inevitable rudeza de los cambios, en los gallinazos de palacio que le susurran al oído que es mejor que todo siga tal como hasta ahora.
Fotografía: © Jorge Muzam
Gato Mitsubishi, un vago objetor de conciencia que ha establecido un pacto de no agresión con los ratones.
Gato Mitsubishi, un vago objetor de conciencia que ha establecido un pacto de no agresión con los ratones.
Un recreo de crueldad
Paseo por Google buscando imágenes de la masacre de Katyn. En el camino me encuentro con los custodios nazis de los campos de concentración en Alemania. Hombres y mujeres, la mayoría adolescentes, usualmente alegres y festivos, empujándose, traviesos, como niños en un jardín idílico. Si desconociéramos el contexto nada podría hacernos adivinar que sólo se están tomando un recreo antes de retornar al teatro de la crueldad.
Pienso en cuántos de ellos comprendían exactamente lo que estaban haciendo. Cuántos entendían el trasfondo de la ideología que defendían. Para cuántos no era sino un trabajo como cualquier otro, una oportunidad para ascender, para ser reconocidos.
Amar a los animales
Hace muchos años tuve que enterrar a Copo, nuestro exuberante ovejero inglés. Había llegado de cachorro y vivió toda su vida perruna junto a nosotros. Cuando papá lo trajo a casa, parecía una pelotita de lana blanca. Mis hermanos eran aún pequeños, luego se hicieron adolescentes y hasta se marcharon de casa y Copo seguía siendo nuestro perro guardián.
Fue triste. Me encontraba solo. Lo vi agonizar, suplicar con la mirada. El cuerpo dejó de responderle pero sus ojos seguían llenos de vida. Fue el perro más amigable y leal que conocí en mi vida.
Años después perdimos al señor Toncio (que era el hámster de mi hija) por una estúpida negligencia mía. Me rompía el corazón verlo siempre encerrado en su jaulita y una tarde que salimos a pasear, lo dejé libre dentro de la casa. No contemplé entre los posibles peligros a los abundantes forados y desniveles que había dejado el reciente terremoto. El señor Toncio cayó accidentalmente en uno de estos forados y se encontró de frente con nuestra perra. Pienso que él la miró con curiosidad, sorprendido, quizás alegre, pero ella era una chica de ancestros ratoneros y no desperdició la oportunidad de zampárselo. Llegué tarde, cuando la perra ya lo había despedazado. Nunca pude contarle esa dura versión a mis hijos, pero yo quedé devastado. Sé que a ojos de otra persona puede parecer algo fútil, pero no sé cómo llegué a encariñarme tanto con ese ratoncito. Aún lo recuerdo, aún siento culpa y cada tanto me tropiezo con la página que le habíamos hecho en Facebook.
Recuerdo el rostro de mi abuelo cada vez que le atropellaban alguno de sus perros regalones. Parco y huraño como viejo policía retirado, su lado afectuoso y juguetón lo encauzaba hacia sus mascotas. Pero le duraban poco. Eran traviesos, salían de repente a la calle y los atropellaban, o se le escapaban de la camioneta cuando iba con ellos a hacer sus diligencias. Recuerdo su mirada compungida, su silencio de varios días.
En la película Madadayo, de Akira Kurosawa, le sucede algo similar al viejo profesor. Pierde a su gato, y ese drama lo entristece más que haber perdido su hogar por los bombardeos.
Al regresar a mi hogar de infancia tras treinta y un años de ausencia, me amisté con el señor Máster, mestizo viejo de ronco ladrar que cuidaba la casa de mi madre. Era manso, enorme y sabio, digno de respeto. Lo habían traído de Santiago donde cuidaba una casita de La Pincoya. Nos acostumbramos a rutinas inclusivas. Me acompañaba a buscar gallinas y chanchos. A encerrar las ovejas. Con él a mi lado todo se volvía más fácil. Las indisciplinas de los otros animales se volvían inadmisibles. Por mi parte compartía parte de mis once, pancitos con algo sabroso, un hueso con suficiente carne para que no royera puras ilusiones. Sufría de estreñimiento pues lo alimentaban mal. Repito que yo solo era su amigo, no su propietario, y no podía meterme demasiado ya que la nueva pareja de mi madre que había traído el perro no se destacaba por la suavidad en el trato hacia los animales. Así anduvimos un par de años. El señor Máster me acompañaba al potrero, yo lo compensaba con lo que podía, él sufría sus estreñimientos y exactamente a las 8 de cada tarde-noche ladraba media hora bajo los enormes encinos.
Pablo Neruda cuenta una historia parecida en Confieso que he vivido. Durante su estancia en Batavia como cónsul, pierde a Kiria, la mangosta que lo seguía imprudentemente a todos lados.
"Por aquellos días perdí a Kiria, mi mangosta. Tenía la riesgosa costumbre de seguirme adonde yo fuera, con pasitos muy rápidos e imperceptibles. Ir detrás de mí significaba lanzarse hacia las calles que cruzaban automóviles, camiones, rickshas, peatones holandeses, chinos, malayos. Un mundo turbulento para una cándida mangosta que no conocía sino a dos personas en el mundo.Pasó lo inevitable. Al volver al hotel y mirar a Brampy me di cuenta de la tragedia. No le pregunté nada. Pero cuando me senté en la veranda, ella no saltó sobre mis rodillas, ni pasó su peludísima cola por mi cabeza.
Puse un aviso en los diarios: "Mangosta perdida. Obedece al nombre de Kiria". Nadie respondió. Ningún vecino la vio. Tal vez ya estaría muerta. Desapareció para siempre.
Brampy, su guardián, se sintió tan deshonrado que por mucho tiempo no se mostró ante mi vista. Mi ropa, mis zapatos, eran atendidos por un fantasma. A veces creía yo escuchar el chillido de Kiria que me llamaba desde algún árbol nocturno. Encendía la luz, abría las ventanas y las puertas, escrutaba los cocoteros. No era ella. El mundo que Kiria conocía se había transformado en una gran estafa; su confianza se había desmoronado en la selva amenazante de la ciudad. Me sentí por mucho tiempo traspasado de melancolía."
(Pablo Neruda, Confieso que he vivido)
Desde hace seis años nos acompaña en nuestra casa sanfabianina, Tatón Federico, un bichón maltés de extraviada alcurnia. Muy allegado a nosotros e incapaz de fraternizar con otras personas o animales. Tiene trazos de gavilán pollero lo que lo convierte en un perro suicida en estos territorios donde abundan los gallineros. Por esto nos acompaña todo el día, y en la noche se va a dormir a su alcoba ubicada en el lavadero de ropa. Es propietario de una mordisqueada pelota verde marca Milo y de uno que otro palito que roba desde el costado de la estufa. Más allá de eso su vida es dormir, ladrarle a los ciclistas que pasan por la calle y cenar justo a las 19:30 horas.
Leyendo a Neruda, recordé a Copo, al señor Toncio, al señor Máster, a Tatón Federico y a todos los animales que pasaron por mi vida, a todos esos sentimientos que se albergaron en mí y que crecieron con la misma imprudencia con que Kiria y los perros de mi abuelo cruzaban la calle.
Ellos llegan a ocupar un espacio tan importante, un espacio incomprensible para quien no ame a los animales, para quien no logre entender sus lenguajes, sus afectos, sus necesidades. El problema es que se van tan pronto.
Fotografía: El "Duque". Daniela Fuentes Candia
La Santísima Trinidad anticomunista de Paul Johnson
Con qué gusto avanzo en la lectura de algunos artículos de Paul Johnson. Los encontré de casualidad. Son alrededor de 200, y los tienen muy bien catalogados y ordenaditos en una página que dice pertenecer a la iglesia católica. Abarca escritos desde 1991 hasta 2006. Los temas son diversos, pero caracterizados por la aguijoneante y cizañera pluma del escritor inglés.
Mi primer acercamiento a Johnson fue a través de su libro Intelectuales, que aún degusto una y otra vez, como un refinado bocadillo. Se entromete allí, con bastante base argumental, en la vida privada de ciertos personajes históricos admirados y seguidos por la intelectualidad izquierdista. Les reconoce sus méritos artísticos y sus respectivas contribuciones al mundo de las ideas, pero deja en claro que en sus vidas personales fueron casi por regla general, unos tiranos, mentirosos, avaros, manipuladores e indolentes ciudadanos.
Las columnas vertebrales de la historia
Cuando quiero pasar un buen rato, abro a Bukowski, sus poemas, relatos o entrevistas. Cuando estoy
algo melancólico abro Lolita o Desde el jardín. Cuando quiero
buena narrativa, abro algo de Philip Roth, Kundera, Delibes o Paul Auster. Cuando
necesito un hermano silencioso que me comprenda, abro a Houellebecq. Hace unos minutos repasaba la buena prosa
española a través de un manual. Ahí estaba el experimentalismo simbólico
de Juan Benet con Volverás a Región, y el realista Juan Marsé con Si te dicen que caí (novela a la que
accedí muy tempranamente y cuyas desgarradoras imágenes aún
tengo grabadas).
El fracaso es la norma / Memorias correntinas
Ayer soporté 49º, la temperatura más alta de mi vida. Mi récord anterior era 45º. Corrientes es un infierno. Ya me lo había advertido una ancianita neuquina cuando compré el pasaje en Santiago, nadie va a ese lugar si no tiene un asunto muy importante que resolver. No importa cuánta agua, cerveza o tereré se ingiera, la mente y el cuerpo se ralentizan y la sensación de estarse disolviendo no desaparece. Las personas que tienen climatización hogareña se refugian, tal como los políticos que en días así no se les ve la cara. El resto simplemente se airea medio desnudo junto a sus puertas. Pero hay obreros que no pueden refugiarse ni detener su labor. Son los que trabajan en el infierno de los techos, poniendo tapas, clavando y soldando a no menos de 70° de calor.
Leo un artículo de José Donoso sobre Henry James. Curiosamente, el más perfecto novelista de la historia se sentía un fracasado, sufría por no ser más popular, por no vender tantos libros como Ridyard Kipling o Mark Twain. Lo apesadumbraba no conquistar el teatro, la gloria de la dramaturgia. Su amiga Edith Wharton, multimillonaria y superventas, lo postulaba en secreto al Nobel, le conseguía adelantos editoriales con su propio dinero e iniciaba cruzadas para juntar más dinero para el maestro y así pudiese vivir en el lujo tal como ella. James no sabía nada de esto. Cuando se entera monta en cólera y devuelve cuánto le habían recolectado, pero también en secreto, sin que su buena amiga se enterara.
Cae la tarde. Cantan las ranas. Bellas mujeres de rasgos guaraníes se pasean en mínimas prendas por los pasajes. Todas parecen modelos de pasarela, el calor incita a comer frutas y a beber mucha agua por lo que la esbeltez se impone.
Oscurece. En un rato volveré a la lectura de Recuerdos del Pasado 1814-1860, del chileno Vicente Pérez Rosales. Hombre inquieto que recorrió el mundo. Empresario, timador, contrabandista. Emprendió negocios en cada lugar pero le fue mal en casi todos. Afortunadamente registró sus pasos, el pormenor de cada fracaso, su expulsión de un barco inglés en Brasil, sus deambuleos por la Francia revolucionaria de 1830, su escapada a balazos en Argentina, sus engaños con productos podridos en California y un sinnúmero de valiosos datos concernientes a su época.
El corto verano de la anarquía
Leo fragmentos de El corto verano de la anarquía, de Hans Magnus Enzensberger. Particularmente los que hablan de ese Ché Guevara español que fue Durruti. Qué tipo, nunca acercó la guerra a su familia ni a sus conocidos. El tenía una guerra personal con el mundo y la llevó hasta las últimas consecuencias.
Me salto hasta Darío Fo y su Muerte accidental de un anarquista. Disfruto el estilo, la inteligencia sutil para machacarle las bolas al rival. Es una obra esencialmente política, envuelta con el disfraz de un payaso que altovocea el asesinato que da origen a la función.
Sigo con La rebelión de los tártaros de Thomas de Quincey. Autor cuyo nombre suena pomposo para los que hablamos español, y que nos hace imaginar a un selecto dandy escribiendo como dandy, a un erudito en el más clásico sentido de la palabra. Solíamos saber de él por las reiteradas menciones de Borges. Sin embargo, me encuentro con un delirante mentiroso que apenas leía titulares y ya le bastaba para reescribir las historias a su modo. Un genio a quien poco le importaba la verdad social, la verdad consensuada, porque en su cabeza sólo había lugar para la verdad de su propio escenario imaginario.
Me detengo a escribir algo propio. Donde voy, en cada país, ciudad o aldea, lo que menos me interesa es el manto turístico. Prefiero observar a los pobres, a los jubilados, a los que sirven, a los que sacan la basura, a los que aplanan calles. Veo rostros, les adivino sus vidas, sus sueños y frustraciones. Hoy me pasó lo mismo. Por eso escribí un breve texto y avancé en un capítulo de mi nueva novela que ya está casi lista. Soy así, no corrijo, escribo y saco libros a la primera, en borrador, como un Kinski que no quiere grabar por segunda vez una escena porque estima que la primera es la única que vale, la única verdaderamente auténtica. Creo que antes de que cumpla 50 años, si es que sobrevivo hasta esa edad, habré escrito más de veinte libros. Poco me importa que sean editados de inmediato. No le beso el culo a nadie. Sé que soy uno de los mejores. No tengo tiempo para perder en fruslerías. Luego, cuando me vaya al infierno, pueden, si se les da la gana, tirar todo a la basura. Antes no.
Pérdida del respeto académico
Agostina vino a conocerme. Me había leído en mi blog por recomendación de don Arístides Sepúlveda, prestigioso profesor de literatura comparada con el cual me enemisté hace algún tiempo debido a serias discrepancias estéticas en torno a la obra de García Márquez. El caso es que esta atractiva muchacha, alumna de penúltimo año de letras en la Universidad del Bío-Bío, buscó la forma de hacerse invitar a mi casa. Nunca me ha sobrado el tiempo, pero tampoco soy descortés, y menos con una entusiasta diseccionadora filosófica de mis escritos, así que le di una cita.
La recibí un domingo temprano y me acompañó al desayuno. Comimos tostadas con mermelada de cerezas y bebimos café con ron bajo la parra de uva negra. Me trajo de obsequio el primer volumen de una vieja edición de los Ensayos de Montaigne, lo cual se lo agradecí sinceramente. Montaigne siempre es bienvenido.
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