11:15 y mi mañana creativa no despega hacia donde quisiera. Pensaba escribir ficciones, pero terminé escribiendo cosas personales, de esas que brotan como un manantial caudaloso y violento. Quiero empezar pronto la gran narración, la novela de las novelas. Creo que se llamará La rutina de las piedras, o bien, La incapacidad de morir. Puede que hasta se me ocurra otro título menos serio en el camino. Algo así como Decirte hijo de puta sería un halago. Anoche leí Confesiones de un joven novelista de Umberto Eco. Explicaba allí su forma de construir una novela, paso a paso, visitando todos los escenarios contemplados, memorizando objetos, inscripciones, auscultando ruidos de pájaros en los techos, formas de brisa colándose por ventanales y rendijas, bocetando los lugares con precisión realista, que cada diálogo no se extendiese más allá de lo que dura el trayecto de un corredor, el ascenso de una escalera, el recorrido de una biblioteca, que todo parezca verosímil, como un universo paralelo, una réplica exacta al nuestro, pero gobernada por un autor tirano con rango de dios.
No sabes cómo llamarlo
Sólo hoy me enteré que ese pájaro de pecho amarillento y trinar monocorde que baja a picotear las mazorcas secas es un cometocino, o que esa flor azulina que admiré las ultimas mañanas era una petunia, o que esa herramienta que tanto necesitaba para emparejar la hendidura del marco de una ventana se llama formón.
Puedes captar lo que pasa a tu alrededor con respetable lucidez, y hasta narrarlo con cierto estilo, o con la mayor parquedad. A veces incluso tu mente hace de las suyas y fabrica en el acto una imagen nueva con esa confluencia sensorial. Pero es habitual que quede incompleta, con puntos suspensivos en cualquier parte. Sabes de donde proceden los estímulos, pero no sabes el nombre de todos ellos. Hay pájaros, herramientas, colores, enfermedades, vestimentas, árboles y flores, estilos arquitectónicos en desuso, insectos que te picaron en el huerto y al que sólo le endilgaste un despectivo“bicho de mierda”, y aunque tomes un atajo y le confieras un posible sinónimo, o lo emparentes con un suceso de hace muchos años, nada iguala a la simple mención… y ese es un ínfimo drama para un escritor. No saber en el momento preciso cómo se llama el objeto de tu arte.
¿Y por qué no lo averiguaste antes? En parte porque eres holgazán para ciertas cosas o porque te lo has pasado de trabajo en trabajo mal pagado, de sudor en sudor inútil. Y sigues sin saber mucho, pues para los obreros embrutecidos con quienes compartes tus horas, las flores son sólo flores, los pájaros son sólo pájaros y el resto de las cosas son sólo huevadas carentes de matices.
Pintura: Joan Martí Aragonés
El huerto de Voltaire
El pasado invierno planté doce ciruelos, tres guindos y dos manzanos. Sólo un guindo se secó durante la larga sequía veraniega. Con la primera lluvia del otoño los árboles han reverdecido y les han brotado ramas nuevas, como jóvenes impetuosos intentando expandirse y reinar en este valle brumoso. Fue mi opción, contribuir a la perpetuación de la vida mientras creo mundos imaginarios.
"... pero es necesario cultivar nuestro huerto", fueron las últimas palabras del decepcionado Cándido. Las ideas no bastan para reencauzar el mundo, la maldad y la estupidez humana son yelmos infranqueables, la ingenuidad una prenda transparente, el amor un chismoseo de loros aburridos. ¿Qué queda por hacer? Lanzar la semilla y esperar que la tierra y el sol ejecuten su diplomacia. A veces sólo contemplar, porque la semilla cae sola y desde allí se hace grande, hasta poder alimentar a las pandillas de chincoles o a las bandadas de cachañas alcoholizadas de tanto probar frutos maduros. Es la vida sin atributos ideológicos, sin arbitrariedades ni egoísmos, completamente al margen de la futilidad humana.
Veo crecer con orgullo mi nuevo huerto. Muy cerca cosecho las encinas que plantaron mis antepasados hace más de cien años. Los viejos ciruelos, desganchados y podridos, siguen ofrendando frutos relucientes a través de sus últimas ramas vivas. Cada tanto los manzanos ancianos son despertados a picotazos por los carpinteros para que no dejen de contemplar la luz del otoño.
Acantilado
Estoy rodeado de acantilados.
Podría suicidarme en cualquiera de ellos, dejarme caer con los ojos cerrados como
un pájaro al que le han dado un tiro, o lanzar objetos impregnados de
recuerdos para que dejen de torturarme.
Los acantilados rompen la monotonía, albergan la posibilidad de la vida
y la muerte, luces y sombras, ecos de mugidos lejanos, rumores de manantiales, nidos
de aves desconfiadas. Los enamorados que llegan hasta la orilla sueñan más de
la cuenta, ven eventos felices al otro lado del vacío, perpetuidades
desprovistas de rutina, cuentas pagas, ollas limpias, años nuevos con pavos
bien asados, ¿y los suicidas? pues suelen
sentarse, sin hambre y sin frío, a ver la cartelera en retrospectiva, intentando
desmadejar lo indesmanejable, mientras acarician el polvillo de las rocas por
última vez.
Ayer tuve invitados. No sé si
eran reales. Estaba muy bebido. Sé que me desearon buena suerte. Hablamos de óperas
y caballos. Antes de que se marcharan les leí un poema de Robert Frost. Cosas
de abedules y senderos. Prestaron diplomática atención. Aunque no sé si estaban
vivos. Tenían el semblante pálido, no había desesperación en sus miradas. Pueden
haber sido amigos de infancia o de otras borracheras. No puedo recordar si sonreímos.
La luz del sol parpadeaba.
Puelche
El puelche invernal que baja por los cajones cordilleranos es un viento gélido que doblega el ánimo y maltrata los arbustos. Trae recuerdos de nieve y soledad, de apacibles zorros mirando desde las cuevas y pumas famélicos saboreando hojas de coigüe. Suele voltear albaricoques o quebrar grandes ramas de encino sobre los cables eléctricos que luego nos dejan a oscuras.
Solía pasarnos hace 35 años, cuando cursaba mi primaria en San Fabián de Alico. Se nos cortaba la luz y las clases continuaban en penumbras, a 5 grados bajo cero, con la mitad de los estudiantes mojados, embarrados o descalzos. La rutina colegial se mantenía imperturbable. Los muchachos y muchachas que vivían a decenas de kilómetros llegaban a clases caminando, sin atrasarse un minuto. Nadie faltaba. El único premio era un tazón de leche y una galleta dura a las diez de la mañana. No eran tiempos para quejarse.
Pintura: Viento Puelche, Ulises Vásquez
Falta de sentido práctico
En penumbras me dirijo al establo a liberar las ovejas que salen saltando como si aún fueran borregas. Muy golosas, corren a comerse las ciruelas y manzanas caídas durante la noche. Abro el gallinero y reparto el maíz, tras lo cual los gallos se dispersan por el campo con su corte de esposas.
Luego de la ducha me preparo el desayuno. Café y tostadas con queso o mermelada de alcayota. Hago zapping por los noticieros del mundo. Veo las versiones sobre Ucrania y Venezuela. Algún nuevo chisme sobre las ociosas realezas. La manipulación informativa parece ser la regla. Los matices de la historia se obvian por oportunismo, premura o ignorancia.
Apunto fragmentos de mi vigilia nocturna, ideas sobre la contingencia mundial y esbozo imágenes de mi monstruosa novela antes que devore mi mente.
Anoche leí La especulación inmobiliaria, de Italo Calvino. Novela breve sobre un intelectual izquierdista que no quiere desaprovechar las oportunidades especulativas de la Italia de post guerra. Para ello convence a su anciana madre y a su hermano de iniciar un proyecto inmobiliario en su jardín. Pero la realidad está llena de baches y maliciosos códigos no escritos, y es allí donde los más astutos y sinvergüenzas toman rápidamente la delantera, por lo que a poco andar el protagonista se ve sumido en engaños y sinsabores por su falta de sentido práctico.
Mis últimas líneas fueron para No Door, de Thomas Wolfe, escritor que encantaba a José Donoso. Hoy entiendo por qué.
La noche se apagó con un mazazo de tristeza del que intenté deshacerme cerrando fuertemente los ojos.
Encender una hoguera
No soy sólo un muñeco sexual, en teoría también soy un escritor, y de los respetables, aunque sea pajero para escribir, le digo a Lorena mientras nos pasamos el mate. Ella discrepa, es decir, me prefiere como macho involucionado antes que como intelectual inútil. Al otro lado de la ventana el ventarrón tuerce peligrosamente los álamos, le promete un nocaut a los ciruelos más viejos y hace temblar el muelle podrido de los patos. La laguna inventada por la lluvia no sabe hacia dónde arrear sus olas. Acabamos de terminar la lectura de Encender una hoguera, de Jack London. Nos quedamos un rato en silencio asimilando el sabor de ese final. Al lado de ese invierno el nuestro nos parece de maricones. Quien podría quejarse de unos centímetros de nieve o de una granizada que no desnuca a los queltehues, cuando el explorador y su perro resisten 60 grados bajo cero en medio de una ruta olvidada del Yukón. Nos concentramos en una nueva lectura: Informe del interior, de Paul Auster, pero a la segunda hoja me detengo. Hay temas, formas literarias, ciertas cuñas de la nostalgia que me afectan como un zorro ante el patíbulo de los mastines. No puedo continuar y me quedo mirando la ventana. Esta contradictoria humanidad que me aqueja, este sentimentalismo arbitrario. Pensar que sería capaz de ordenar un nuevo Katyn de fascistas pero no podría pisar la hoja seca de un castaño.
Arlés
Vincent se disculpa ante Theo por hacerle gastar demasiado dinero. Le narra paraísos visuales, alternancias cromáticas. Nada se le escapa, ni una
silla, ni una sombra, ni el viento mistral barriendo las hojas secas. Sólo vive de pan y café a crédito. Prefiere gastar
en telas. Tiene premura por pintar. No es posible que los amaneceres de Arlés se diluyan sin que quede registro en una tela. Le asombran los trigales, los geranios naranjas, los vergeles florecidos, las noches estrelladas, los cipreses con luna, el Puente Trinquetaille, la vieja diligencia de Tarascón. Todo lo boceta y lo comparte con Theo. Está atento a una posible venta de sus pinturas, aunque preferiría no vender nada. Pero el desinterés lo resiente. Está seguro de lo que hace. Confía en el reconocimiento postrero. El cambio cromático lo obsesiona, por eso trabaja frenéticamente, día y noche, con frío y calor, aunque ya percibe las posibilidades del colapso, la vista fatigada, la locura tocando la puerta.
Comunismo literario
Carlos Cerda, autor de Morir en Berlín, Una casa vacía y Sombras que caminan, acostumbraba sobreproteger a sus personajes. Les enfatizaba sus cualidades, les perdonaba sus faltas, los auxiliaba en sus tropiezos, como si de verdad los amara, o los comprendiera. No confería privilegios a unos sobre otros ni le gustaba verlos sufrir gratuitamente. Buscaba el cobijo mágico de las palabras para contenerlos, para hacerles justicia a su manera. Un cáncer fulminante lo pasó a buscar muy temprano. Hubiese sido un exitoso abogado en el juicio final.
Nos conocimos en el taller de narradores José Donoso. No alcanzamos a aclararlo, pero estoy seguro que fue él quien eligió mi cuento "La pistola de agua", texto que me abrió la puerta ancha al taller más selecto que ha existido en Chile. Carlos era afectuoso y escuchaba a todos por igual, con una sonrisa genuina, de esas que te acarician el alma.
Desde esos años, o quizá de antes, he caminado con la certeza de que todos somos iguales ante el paredón literario, que la verdadera y única justicia posible se encuentra sólo en la literatura, y que los grandes jueces, fiscales y verdugos son los buenos novelistas, esos pocos que han logrado olfatear la multiplicidad de sentidos de una época, que puede ser la propia o una anterior, y que han escarbado en la complejidad de la condición humana encontrando prodigiosos hallazgos que sólo sirven para matarse de la risa.
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No hay vacantes para ratas en el infierno
Imagen: Bernard Buffet
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