Los ancestros


Leo un libro de Enzensberger donde trata a los ateos de dogmáticos. Personalmente lo soy en un sentido expectante, volátil, ansioso de encontrar una nube que me conduzca a un lugar que no sea la nada. A veces pienso en los ancestros, es mi deseo profundo de que ellos estén de alguna forma presentes. Juego con esa idea. Sirvo un vaso extra de vino. Soy respetuoso con sus objetos. Contemplo lo que ellos consideraron útil o bello, sus pequeñas solemnidades, el eco de los truenos, el agua clara que desciende cordillera abajo, los atardeceres naranja, las estrellas viajeras, la templanza del chincol, los libros que no alcanzaron a ser leídos, la sabiduría encuadernada esperando los minutos de libertad que nunca llegaron. 


Invierno tardío

Granizadas intermitentes. Lluvia de  madrugada. La tetera hierve. Preparamos té negro mientras se tuesta la marraqueta. Chirria el queso derretido. El queque de naranja sabe a nostalgia noventera. El viento sur se cuela por las rendijas de la madera vieja. Trabajamos hasta que amanece. Corrección de novelas. Notas periodísticas. Arbitrariedades narrativas. Recreos con Bashevis Singer. Las montañas lucen su albornoz de nieve azulada. Antes de dormir bajamos al río Ñuble. Tatón enloquece de felicidad. Reescribimos la historia caminando sobre la hierba mojada. Las huellas de conejo distraen a Tatón. Disipamos las odiosidades políticas con un buen mate. Oímos el río. Su murmullo enfático nos ayuda a ordenar ideas, a abrir perspectivas. No hay almas a la vista. Grandes charcos reproducen un cielo nuboso. Manchones amarillos alfombran el lodo. El invierno tardío no tuvo compasión con los aromos en flor. 

Lo personal es una inmensidad


Sólo anoche terminé de leer El teatro de Sabbath. Fue como separarme de una segunda vida. Acompañé a Sabbath durante semanas. Contemplamos juntos sus ayeres en el paseo entablado de Jersey, visitamos al centenario tío Pez, escondimos las braguitas de Debbie en el bolsillo, subimos la cuesta del cementerio de Madamaska Falls y hablamos seriamente con los muertos. Cabalgamos con todo el equipaje de su memoria a cuestas y hasta me entrometí en su estropicio mental, en su ausencia de expectativas, en sus perversiones sexuales, en su devastadora soledad y en su último diálogo con Drenka (verdaderamente antológico). Fuimos amorales, desclasados e hijos de puta, y por cierto que todas las puertas estaban cerradas para ambos. Si no te amoldas no serás más que una rabiosa periferia andante. Sabbath no dejó más que malos recuerdos y unos dedos artríticos incapaces de representar una nueva función. Yo al menos persevero sumando letras, arrejuntadera de signos que no siempre expresan algo relevante.

Poco antes de concluir el libro anoté esta frase, quizás por lo precisa o abarcadora:

“No siempre estás libre de todo. Tu mente está en las manos de cuanto existe. Lo personal es una inmensidad, una constelación de detritus que empequeñece a la Vía Láctea.”



Vietnamicidio

El aire sabe a otoño. El paisaje es bruma, es Turner, cerros azulados, humaredas de barbechos. El sol dormita, las parras languidecen y las rosas de marzo ornamentan los jardines marchitos. El sindicato de nubes se estaciona en terreno de nadie, sin derramar lluvia, sin albergar relámpagos ni jilgueros ermitaños ni espíritus de aviones desaparecidos. 

Hace 35 años, en un marzo quizá más frío, cortábamos los álamos más viejos para convertirlos en leña para el invierno y tablas rústicas para nuestro piso. Eran los álamos de nuestros antepasados, tenían huecos que albergaron generaciones de búhos contemplativos, aguiluchos hambrientos y canasteros despistados. Tras el último hachazo caían como solemnes gigantes sobre la hierba reseca. No sentía mayor tristeza, entonces no albergaba recuerdos, mi pasado era un recuento de media hoja. Los álamos desplomados pasaban a ser mi parque de diversiones, mi trinchera selvática ante las hordas vietnamitas.

El miedo a narrar

Debatimos con Lorena sobre la escasez de narradores en Chile. En un país con 17 millones de personas pueden contarse con los dedos el número de narradores autónomos, de peso, con voz propia. Su contraparte son los poetas, que probablemente sean más de 16 millones, si excluimos a los recién nacidos. Es decir, casi todos los chilenos se sienten poetas (lo cual no está mal ni tendría por qué ser de otra forma. La poesía condensa muchas cosas: iluminación estética, sorprendimiento, amor, dolor, resentimiento, intuición, esencialidad del lenguaje, vómito existencial, impresiones primarias ante los truenos y relámpagos de la vida)

Pero Lorena, que siente predilección por la narración, suma ciertas características a la labor poética predominante:  cobardía ante la realidad, ocultamiento de la propia miseria mediante una hipocresía retórica de la belleza, photoshopeo de las incoherencias de la mente, forzada entonación poética, travestismo del lenguaje, algo así como la contorsión de una modelo que quiere verse más flaca de lo que es... 

O como dijo el Gran Eduardo Molaro en su programa Maldita Radio (a propósito de Baudelaire) "saber articular las palabras no te hace poeta ni narrador". Se requiere un fuego sagrado extra en el espíritu. Eso último no lo dijo Edu, pero sé que lo pensó, porque nuestras mentes payasas se parecen mucho.

Y eso que ni hemos tocado el tema de las apropiadoras del estrado poético chileno. Mayoritariamente damas algo mayores, muy cotorras, muy feministas, ferozmente intolerantes a la crítica, ególatras sin control, muy lacrimógenas y muy peleonas entre ellas. Dictan cátedra sagrada sin reconocer jamás que casi todo lo que se crea alrededor de ellas es mucho mejor que lo que producen ellas. Y ni hablar de los hombres, que de pendejos chismosos y mal hablados pasan en un santiamén a pandilleros (si tan solo vieran la bolsa de gatos que se arma cada vez que hay elecciones en la Sociedad de Escritores de Chile). 

Chile es un país pequeño, con mentalidad de crisis permanente, de hambruna y violencia golpeando sin descanso las ventanas neuronales, donde es difícil enemistarse con el que se siente más arriba que tú, porque luego moverá influencias y te joderá la economía y la imagen. Nuestro escudo patrio no oficial es un serrucho. A menos que seas tan bueno y tengas tanto carácter que todo eso te importe un cuesco. Si eliges ese camino, pues aguántatelas, porque te darán duro o te invisibilizarán, en la medida que puedan hacerlo.

No se crea que estos son juicios determinantes. Solo debatimos tirando ideas al ruedo mientras preparamos el almuerzo en la cociña a leña. Afuera germina la primavera, los aromos se envuelven de amarillo,  los albaricoques de blanco, y los aromas de las flores que entran por la ventana se mezclan con los tomillos, laureles y albahacas del almuerzo.

En defensa de Lorena, y para que no sea lapidada por juicios literarios tan temerarios, puedo decir que se conmueve ante las excepciones que han desechado ese aputosado mariposeo poético: Pizarnik, Carver, Pessoa, De Rokha, Hölderlin. Ambos concordamos en que cada narrador es a la vez un soldado poeta, que no se esconde, que no retrocede, sino que avanza con toda su caballería de terracota contra los ejércitos de la pedantería, la ignorancia y la envidia. 

Leemos antologías y ensayos sobre la literatura chilena. El vejestorio sagrado de la cátedra impone un criterio determinante: Chile es un país de poetas. La narrativa nunca alcanzó una estatura respetable, ni siquiera a nivel latinoamericano. Eso dicen los viejos baluartes y eso aprenden los nuevos pedagogos y la intelectualería pacata de mi país. Creo que a grandes rasgos tienen razón, la narrativa como el cine ha dado muy pocas muestras de superación en Chile. Donoso, Rojas y Droguett conforman un incuestionable pequeño Olimpo de escritores. Luego la labor desciende hasta simas de indignidad. El cine tropieza con la escasez de recursos narrativos de los guionistas, con la nula temeridad para retratar lo nuestro, copiando sin dignidad las fórmulas norteamericanas o europeas (sólo Raoul Ruiz y Cristián Sánchez rompieron esa mediocridad) 

A modo de conclusión, y para que el almuerzo no se enfríe, me arriesgaré a afirmar que los narradores chilenos no gatillan su fuego, no desnudan, no expanden su fuerza, porque un temor irracional parece mantenerlos a raya. Prefieren el aplauso fácil, de convención, de ventas mínimas y portada de pasquín. Conformistas al fin y al cabo. La narrativa es una artillería políticamente controlada en Chile. No ejerce su poder develador, su enrostre confrontacional, su honestidad para explorar mundos, su escrutinio implacable de la realidad. 

Imagen: Bernard Buffet

La continuidad de mi burlona tragedia

A veces pienso que escribo un sólo gran libro, o más bien me escribo, como la continuidad de mi burlona tragedia, y lo publicado y por publicar no son más que capítulos indexables.





Imagen: Juan Martínez Bengoechea

La no novela del tiempo

Asumo que ya no escribiré la novela del tiempo que tenía presupuestada. Especie de radiografía burlona de esta época de mil putas. Edad y talento no están sincronizados. Llego tarde. Avanzo poco. Bebo en exceso. Me distraigo. El rigor mortis de mis letras debiera dejar en claro que he escrito puras huevaditas. Mosaico inarmable. Cubismo literario. Big Bang a pequeña escala de cabezas de pescado. Los álamos amarillos fueron mi fuerte, la niebla de San Antonio, la tristeza solapada. Ánimos e imágenes, piezas de relojería y ballestazos que nunca encontrarán su estructura, su sitio, su sentido.


Imagen: “Bailarines estáticos”, xilografía de Oscar Esteban Luna.

Primavera adelantada


Los primeros días de agosto han sido una primavera adelantada en San Fabián de Alico. Zorzales alegres, tencas barítonas, amarillos intensos de aromos perfumando el valle. Las noches menos frías se van en correcciones, bocetos de nuevas obras y lecturas dispersas. He retomado los cuentos de Manuel Rojas. Genuino escritor de frontera, de rifle abollado, de sandalias rotas. Nuestro Bret Harte sureño. Para aprovechar el silencio de la madrugada nos aprovisionamos de mate y galletas de avena. La yerba la saborizamos con lavanda, poleo, toronjil y las últimas hojas del cedrón que ya cierra su temporada y no volverá a brotar hasta noviembre. El cambio de estación se percibe en la exaltación enamoradiza de la muchachada y también en los animales, en el relajado bostezo gatuno, en los perros que corretean por el pasillo mordisqueándose las orejas.

Toñito

Anoche vino a verme "Toñito" Hernández, compañero de kinder a séptimo, mi primer amigo en la población Corbi. Recuerdo que con Toñito y Manolo conformábamos una tríada de cerebros muy inquietos, cada uno aportando lo suyo a una generación que estimo valiosa. Traía dos cervezas para celebrar pero se las chupó en el camino con su amigo Quiñones. Dije comprender la situación y que a cambio celebraríamos con un whisky que me quedó de mi último cumpleaños.  Me dijo que había venido a establecer un trato. Mi letra y su música alambicadas para conformar un nuevo arte genuinamente sanfabianino. Le dije que estaba de acuerdo y que incluso lo consideraba un honor. A cambio me obsequió una sentida interpretación de El Cigarrito de Víctor Jara con su guitarra de doce cuerdas. Toñito es un personaje querido en el pueblo, respetado por su alegría y generosidad. Como profesor de música ha dedicado su vida al cultivo y difusión de su arte y ha formado a generaciones de instrumentistas. Trajo recuerdos comunes, destellos que mi memoria escasamente ha retenido. Contó anécdotas divertidas, como el día que vino a mi casa y se llenó las carteras con guano de oveja. Lo hizo porque antes había escuchado a su padre, profesor de ciencias naturales, decir que el guano era un excelente abono para las plantas. Entonces no llegábamos a los siete años. Entre brindis recordamos también a Isaí, el vecino mayor que pisoteaba nuestros bueyes de cartón y nuestras carretitas de palo para imponer sus juguetes industriales. Y al señor Salas, nuestro profesor Jirafales, y los varillazos que repartió una vez en el pabellón 3. Toñito nos contó además del día en que lo confundieron con el manager de Mercedes Sosa en Neuquén, de sus múltiples giras, de sus grupos de rock y música andina, de la vida misma enfocada desde la emoción de los sonidos. Casi a medianoche lo salí a despedir al portón. Nos dimos un abrazo de hermanos y cual mariachi tambaleante se perdió en la oscuridad con su guitarrón al hombro.

La máquina de Allende

Hace tres días mi amigo Salvador Allende (homónimo al presidente) pasó a dejarme en custodia vitalicia su vieja máquina de escribir. Yo no estaba en casa pero entendí la importancia de su gesto. Cuando compró esa máquina, en 1992, me invitó a cenar a su morada en La Florida. Vivía con una profesora peruana que tanteaba un posible destino en Chile. Llevaban pocos meses y parecían entenderse, al menos sexualmente. Allende trabajaba como vendedor de seguros y su sueño era convertirse en un escritor-filósofo, respetado, trascendente. Desde su época de estudiante había escrito poemas y ensayos, creado un lenguaje, nuevos signos, leyes, religiones, idearios políticos. Autodidacta hasta la médula, lector desordenado, pretendía repensar el mundo a su santa y puta manera. Hasta había incursionado en una novela ambientada en San Fabián cuyos primeros capítulos me confió en esa ocasión. Me respetaba y quería saber mi opinión, aspirar mi cultura literaria. Arrendaba una casa de dos pisos. Tenía pocos muebles (no los necesitaba y esto tenía que ver con el espacio, con la amplitud para caminar a cualquier hora y observar el bullir de personas, las vidas ajenas, la cordillera misma) En el segundo piso había instalado su escritorio. Allí estaba su flamante máquina de escribir eléctrica. Era un paso significativo. Yo ni siquiera tenía una convencional y escribía a mano en cuadernillos que iba perdiendo. Me ofreció aquel piso, su casa, su apoyo, en un gesto que aún agradezco. La vida nos volvió a separar por más de 23 años. Sé que en el intertanto se casó, tuvo una hija, se separó, vivió con una colombiana, enseñó ajedrez, engordó, se encaneció su cabello y trabajó en mil cosas hasta dedicarse a comerciante de ferias libres. Gitano errante y solitario, filósofo por defecto, enorme de cuerpo y generosidad. Hace tres días, anocheciendo, pasó a dejarme su máquina de escribir. Volvía a Santiago en su pequeño Daewoo azul. 
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