El visto bueno

Es el tiempo de las encinas, de las mañanas con niebla, de los cerros azulados. Tanto silencio público me ha hecho desaparecer de toda primera plana. Es mejor así. Las letras son bayoneta de plumavit ante las circunstancias que nos aprietan el cuello. Mi opción de escribir para nadie se ha acentuado a la par que contemplo a los gobiernos convertirse en dictaduras. Las palizas a los jóvenes, la violencia oficial naturalizada, los ricos atrincherando fortunas en paraísos fiscales, la prensa lamiéndole el culo a los potentados. Todo lo que diga mal de esta época será cosa muy cierta, así que es mejor ahorrar palabras y dar el visto bueno a las rebeliones venideras. La convención informal del proletariado XXI levanta por abrumadora mayoría el pulgar a la opción guillotina. De seguro no quedará nadie. Ni siquiera nosotros. Es la condición humana la que debe extinguirse.

Los perros se sientan a mi lado, buscan el contacto de mis piernas, una caricia pasajera, a veces se me lanzan al regazo y allí dormitan. Y hasta roncan. Y en sus rostros se aprecia cierta felicidad, la seguridad de sentirse queridos y protegidos, la no conciencia de lo que se puede venir, el desconocimiento del alarmismo noticioso, del odio de clases entre los hombres, del cambio climático acelerado, del inminente apagón del universo...


La batalla de la historia



Hay vida a pesar de Trump. Apogeo de una estación olorosa a membrillo. Ires y venires de hormiguitas humanas que trabajan incansablemente para eternizar su forma de amar y de odiar. 

Los manzanares se retuercen de tan cargados. Hay castañas diseminadas en los patios, a orillas del camino, cajetillas espinosas a medio abrir que se pudrirán con el próximo invierno. Volvemos a cocinar guisos cálidos, lentejas con tomillo. Al mate le agregamos agua más caliente. El oloroso cedrón permanece humedecido con el rocío cordillerano. La estufa arde en la penumbra de una habitación silenciosa. Los libros descansan en la esquina del escritorio. Tobías Wolff tirita por una nueva copa. Se ha descargado el celular. El reloj de la pared anda atrasado.

Los minutos se pasman con las bravuconadas imperialistas expelidas desde el televisor, la radio, los diarios, internet. Imaginamos hongos atómicos asomándose detrás de las montañas, nubes negras cubriéndonos el sol, abejas derribadas, rosas tristes, vacas mugiendo ante un pasto envenenado. Y los niños, todos los niños buscando una explicación ante ese ventanal donde se oscurece el mundo.

Digo que tengo hijos, pareja, amigos, parientes, gente a la que estimo. Considero que no molestamos a nadie y solo queremos vivir tranquilos aportando lo nuestro, contribuyendo a la continuidad de las estaciones, regando el tomatero en época de sequía, tomando las uvas que nos prodiga el otoño, oliendo la flor del castaño. ¿Nos importa el resto? Claro que si. Pero ayudamos con organización, prolijidad, asesoría, presencia, cultivo, construimos bases sólidas basadas en el respeto mutuo, enriquecidas con la diversidad, resistentes para soportar los zapateos de una vida enfiestada.

Pero hay locos que nos quieren dejar sin nuestra paz. Embajadores plenipotenciarios de la codicia humana. Locos que destruyeron Siria, Irak, Afganistán, Líbano, que irán por Corea, Irán o Venezuela. Locos que hace 44 años estropearon mi propio país. Pienso en los niños. En todas partes desearían ir alegremente a un colegio, jugar en las plazas, subirse a los árboles, flirtear con un compañero, tener padres sanos, respetados y fuertes hasta llegar a ser adultos. Pero hay locos que amenazan todo esto. Y ante eso, los viejos, los que ya tenemos parchada el alma, el corazón rugoso de tanto frío cósmico, la mirada haciendo saudade ante la nada, los viejos estandartes de la era sacrificada, no podemos sino ponernos el turbante afgano y rebelarnos con toda la fiereza posible. Nada nos espera por delante más que seguir combatiendo con armas de sombrero de conejo en esta infatigable batalla de la historia.

Licencias literarias


Se anuncian chubascos para el atardecer. Una decoloración de azules y grises ensombrece las montañas. Diminutos jilgueros de pecho verde amarillo picotean las últimas manzanas. La comida libre de los pájaros empieza a escasear en julio. Pasan grandes aviones autografiando el cielo. Seguimos leyendo a Joseph Roth. Tras terminar Fuga sin fin y El triunfo de la belleza hemos buscado el resto de sus novelas. Ya nos falta poco para conseguirlas. Fue una vida breve e intensa. Errancia, miseria, honor y alcoholismo, como Franz Tunda o su santo bebedor. Un pájaro pintado que busca los cimientos de un imperio esfumado. Y entremedio, muletillas risueñas, carcajadas literarias, licencias recreativas que sólo se le perdonan a un gran novelista.

Dibujo: Xulio Formoso

El desastre siempre es desastre


Tengo el pecho oprimido. Un dolor que brota a ratos. Como si estuviera inundado de amargura y mi alcantarilla existencial se estuviese rebasando. Probablemente me muera hoy. No es ningún día especial para morirse. No tengo ningún asunto solucionado. Sería simplemente como declarar la vida en quiebra y dejar todo patas para arriba. 

Un malhumor que no logro controlar me persigue hace días. Hago lo posible para que se disuelva pronto. 

Temo que el rumbo de mis letras me ponga nuevamente en la esquina del ring. Diez mil lauchas del otro lado bien dispuestas con colmillos afilados y babeantes para despedazarme. Metafóricamente ya es así. Me guillotinan con la mirada, con la omisión, con la infamia. Mi pequeño ejército de leales hace fila con el psicoanalista. Honra a todos los budas. No mata una mosca por culpa, rigurosidad ética o exceso de análisis.

Los menesteres ingratos me consumieron la mañana de este último sábado de junio. Secar un poco de leña para resistir la lluvia. Procurar que la casa no se convierta en un barco a la deriva. La gata captó mis malas pulgas y me arañó un dedo. Apenas quedó tiempo para un mate con romero. Intenté leer una crónica de Roberto Merino, pero la agónica luz invernal me permitió avanzar diez líneas. Tatón quiso echarse en mis piernas pero desistió ante mi indiferencia. Busqué una medicina, la usual, una aria de Mozart, Regula Mühlemann. Leve mejoría. Luego Julia Lezhneva interpretando arias de Händel. Ese fue mi puente a una nueva salvación. Pensé que moriría esta tarde. Ya no estoy tan seguro. 

Leo a Richard Burton y a Robert Burton, la melancolía afuera y adentro. El mundo entero para buscar el sentido de si mismo. Las serranías de lo innombrable, la peculiaridad, la unicidad, la alegría como motor incombustible de esa búsqueda, y a ratos... y a ratos... la falta de combustible en medio del más grande de todos los desiertos, allá donde no llegan noticias ni del más precavido dios. Y mis letras, cada día más encapsuladas, desguarnecidas de alegría, de organigrama, fieras de hartazgo, diría moribundas, como una vela encendida que resiste el paso de un ventarrón a través de un ventanal sin vidrios.

No hay razón para estar así. No particularmente hoy. El desastre siempre es desastre. 

Imagen: Evard Munch



El santo bebedor


Café amargo para espabilar el alba. Comenzamos leyendo a Thomas de Quincey. Del asesinato considerado como una de las bellas artes. El prologuista lo emparenta con Una modesta proposición, de Jonathan Swift, donde se plantea la necesidad de comerse a los niños pobres irlandeses para solucionar los apremiantes problemas demográficos. Las sociedades adictas a lo extraño y morboso, descritas por Quincey, me recordaron a Eduardo Molaro, autor del ingenioso Atlas Desmemoriado del Partido de Lanús, donde las sociedades extravagantes, la solidaridad y las trompadas andan a la orden del día.

La mañana sigue envuelta en llovizna. No se alcanzan a divisar las montañas. Miro el jardin desde la ventana y me pregunto por qué hay tantos colores de rosas. Carezco de respuesta. Me faltan conocimientos para describir sus variedades, sus mestizajes. Predominan los tonos rosado, amarillo y rojo. Pero también las hay fuccia, naranja, magenta, violeta y burdeo. Abro el archivo de Chéjov. “Aniuta” acepta su destino con resignación, tal como la institutriz de “Poquita Cosa”. Personajes anónimos, desechables, habitualmente morenos, al servicio de los que creen escalar en la historia.

Culminamos la mañana con La leyenda del santo bebedor, de Joseph Roth. El clochard Andreas tiene dificultades para devolver los 200 francos a Santa Teresa. Sabe que lo hará. Es un hombre de honor, tal como su autor. Nos conmueve el anexo a la obra. Un viejo amigo de Roth, Hermann Kesten, crítico literario y novelista, lo describe en una obra posterior. Dice que solían escribir juntos en un café parisino. Que en las mañanas, mientras escribía, Roth estaba sobrio, y en las noches y madrugadas, siempre borracho. Luego, la última vez, Roth le leyó la recién terminada Leyenda del santo bebedor. “¿No es divertida?”, repetía en cada pausa. Prosigue Kesten: “Con su encantadora e irreprochable cortesía, Roth se puso en pie, me acompañó hasta la puerta del café, ya vacío y me dio la mano. El cuerpo estaba algo encorvado, un poco vacilante, la sonrisa empapada de melancólica inteligencia, y los ojos azules cansados y nublados, el bigotito rubio y las hermosas manos, la voz ya ronca y tan cordial... El escritor que me gustaba hasta en las cosas más circunstanciales y cuya voz poética conocía en cada una de sus cadencias... Se le veía tan inderrumbable, tan duradera y afectuosamente habitual, pese a todas las huellas del dolor, como la propia buena, dulce y querida vida:

Pronto le telefonearé, volvió a decir…” (Dos semanas más tarde Roth falleció)

Jack London y el silencio


Año 2073. Un anciano andrajoso y su nieto de doce años caminan por el sendero que alguna vez fue una bulliciosa carretera. Se cruzan con un oso y deben darle la pasada. El chico caza un conejo. El viejo anhela comer congrejos con mayonesa. En el deambular se encuentran con otros dos pequeños cazadores. Una pandemia de peste escarlata, también llamada la Muerte Roja, diezmó a la población en el año 2013, y él anciano es el único sobreviviente de aquellos años, el único que recuerda esa época de oro: 

–¿Sabéis, hijos míos, sabéis que yo he visto estas orillas hirviendo de vida? Aquí se apretujaban cada do­mingo hombres, mujeres y niños. En vez de osos a la espera de devorarlos, había allá arriba, en la cima del acantilado, un magnífico restaurante donde uno en­contraba todo lo que quería comer. Vivían entonces en San Francisco cuatro millones de personas. Y ahora, en todo el territorio, no quedan ni cuarenta.

Fue rápido y silencioso. La gente simplemente murió y todo quedó abandonado. El anciano llegó a pensar que era el único ser humano vivo en todo el planeta. Comió lo que pudo. A veces enlatados, despensas que no volverían a ser abiertas. Con los años la naturaleza fue recuperando el espacio perdido. Las enredaderas engulleron plazas y edificios, los animales salvajes impusieron su rugido. Caminó durante años evitando las ciudades, los cadáveres, las fieras, antes de encontrar a otro hombre. Al verlo se largó a llorar y quiso abrazarlo, pero ese otro sobreviviente era un ser despreciable. El anciano parlotea mientras acompaña a los muchachos. Intenta recrear ese mundo donde él era un profesor de literatura inglesa. Habla de valores, de formas de buena convivencia y de la abundancia de esa civilización extinta. Pero sus palabras retumban en las mentes embrutecidas de los pequeños cazadores como un indescifrable diccionario extranjero. De cualquier forma no es mucho lo que puede aportar. Solo sabe de poesía:

Hemos caído muy abajo, desesperadamente muy abajo. ¡Ojalá hubiera sobrevivido algún científico, algún físico o químico! ¡Qué preciosa ayuda sería para nosotros! Pero no fue así, y hemos olvidado toda la ciencia. 

La peste escarlata, escrita por Jack London en 1912, es la desesperanzadora mirada de un futuro cercano dominado por los magnates del capitalismo. Son ellos los que direccionan y resuelven, son ellos los que exprimen a la especie humana hasta hacerla expirar. Pero tal como las ratas, entre los hombres siempre hay unos pocos fuertes que sobreviven para que todo vuelva a empezar. Circulo vicioso que alcanzará una nueva cúspide en algunos cientos de miles de años, solo para volver a autodestruirse en una prosecución inacabable.

Más allá de las dunas de la orilla pálida y desolada, donde relinchaban los caballos y venían a morir las olas, los leones marinos seguían arrastrándose en las negras rocas marinas, o retozaban entre las olas, emi­tiendo mugidos de batalla o de amor, el viejo canto de las primeras edades del Mundo.. 

Esas bellas voces disonantes

Estos días de confinamiento nos hemos intoxicado de información. Hay tanto que leer que escribir suena a despropósito... 

Hoy pretendo seguir con Jack London. Me gusta el aire libre literario. El hombre sobreviviendo como lobo flaco en medio de su misma especie.

Leo una columna de Fernando Vallejo en El Espectador donde arremete contra los confinamientos totales decretados por los Estados. Saca a relucir su armadura de biólogo para subvalorar los porcentajes oficiales. Vallejo asegura que casi todos somos portadores de ese y probablemente otros tantos virus. Yo le agregaría el de la idiotez. Conozco algo de historia y la verdad es que nunca supe de gobiernos tan pelotudos como los actuales. La improvisación desesperada, la jugada mañosa para sacar provecho político de cada drama, el legislar con pantalones abajo ante el gran empresariado, la obcecación en proteger un sistema basado en la más vergonzosa desigualdad, el olvido por ignorancia o desdén de las formas que nos permitieron vivir durante millones de años. Cada detalle en la sabiduría de nuestros ancestros fue pulido durante cientos y miles de años, precisamente para sobrevivir a toda calamidad.

El colombiano me alegra la mañana, aunque poco concuerde con sus posturas. Esas bellas voces disonantes que estremecen o molestan al pensamiento normalizado. Cómo no querer a los Vallejo de la historia. La condición humana tiene para el día que le pidan.

Los días pasan...


He ido perdiendo el escaso placer que me deparaba publicar mis sucesivos textos. Desconozco las implicancias de la situación. Como un sol que se apaga por cierre de temporada. Un ego desarmado que se hunde en el río Ñuble con un paraguas azul. Solo se que hoy prefiero escribir en mi Diario de una rata soldado. Ese blog desprovisto de lectores. Mi confidente silencioso, que no masculla, que no sugiere, que no resuelve ni me halaga ni me ataca.

Voy levemente incómodo sentado en un proceso de tercera clase. Hay temas que ni al diario puedo contarle. La vida depara numerosas CIAS, FBIS y STASIS que seguirán atentas a tu espectáculo, esperando nuevas caídas, anotando perspicaces cada posibilidad que aumente la causa de tu condena.

Lo otro, lo anterior, el reguero de letras enfiestadas o malheridas, parece una simple letanía que quedó en el camino. La mayoría en mis blogs, escasamente actualizados. La ultima columna que conservo en Estados Unidos, y a la que envío artículos tarde, mal y nunca. Los amigos bolivianos de Inmediaciones con los que estoy en deuda culposa.

Los días se sobreponen sin demasiada decencia. La niebla de la tarde tiene esencias de bomba lacrimógena, pinceladas de gas mostaza, escenificación de Stanley Kubrick. Derechas criminales. Izquierdas pelotudas. Los bolsonaros y piñeras fueron enaltecidos por la condición humana, y frente a eso no queda mucho por hacer. ¿Qué caperucismo se le contará a los niños venideros? 

Cingolani


Ayer vi nuevamente Cobra Verde para recordar las buenas frases de Chatwin. Resumir la condición humana en un bote encallado. Las revolcadas de Kinski. Las olas con sus arbitrarios mensajes de espuma. Y sobre todo para recordarte a ti, querido hermano. Tras el golpe de estado te perdí la pista a los pocos días. Los milicos bolivianos te escracharon. Alcancé a ver el vídeo de esa mafia de gorilas. De la noche a la mañana volvió el odio de la extrema derecha, las biblias embaucadoras, las hienas aprovechadoras de siempre. Y Bolivia se fue una vez más al carajo. Todo lo peor de allá y acá se vio estelarizado en sus medios, rimbombancias y farándulas, soplonajes y venganzas, meretrices y psicópatas autonombrados.
Hoy no sé qué pensar. Como me inclino a ver luces de Nolde más allá de cualquier horizonte, tengo la certeza de que estás vivo, quizá escondido, quizá maltratado, pero vivo. 
Y allá donde estés, y sé que lo sabes, y cuando veas esto, te abrazo siempre, y te he de contar que acá la dialéctica de la historia sigue al rojo, y no hay pa' cuándo se calme. Estamos con nuestras armas metafóricas aceitadas de matices ingeniosos para proseguir la batalla de los siglos. 
Ven cuando puedas. Con el disfraz que amerite. Acá te esperamos con fogata y guitarreos junto al Ñuble, y también un enguindado muy rechucha para espantar tanto demonio.

Trizaduras


Hay trizaduras en mi espíritu. Prioridades convirtiéndose en arenilla. Perspectivas que solo tienen cabida en un guión circense. Recurro a Mozart de urgencia. Un poco de oxígeno. Una medicina. Una sobredosis. La ventanilla de la alegría está cerrada. Arguyen licencia psiquiátrica. Qué tal un tango de madrugada. Aroma de acacios florecidos. Vino tinto por si amanece. Pido a los dioses un consejo. Me recomiendan el tepuy más alto. Una poema de Robert Frost. Y abajo la niebla. 


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