Nombrar a los ancestros



Parte de la belleza de San Fabián de Alico está en su cementerio. Silencioso lugar desde donde se divisa en plenitud la majestuosidad montañesa del valle. Pinos oregones, cedros afganos, viejos castaños y plataneros se encargan de dar sombra y esparcir el rumor del viento en su solemne interior. Allí descansan los antepasados de todas las familias arraigadas en San Fabián. Arrieros, crianceros, contrabandistas, funcionarios, las víctimas del accidente de Cachapoal, los muertos del terremoto del 39, un ex combatiente de la Guerra del Pacífico, una poeta famosa, incontables peones, inquilinos, futres y no pocos alcohólicos.
Cierta tarde decidimos hacer un recorrido onomástico junto a Lorena. Catalogar esa variada e ingeniosa acumulación de nombres que hoy ya nadie usa sino para recordar muy de cuando en cuando a sus ancestros. Había tanta música en muchos de esos nombres, tanta filosofía implícita, tanta poesía, que hasta pensamos que de haberlos conocido, muchos grandes escritores los habrían usado para conferir vida y carácter a innumerables personajes literarios.

Dejo a continuación parte de ese registro para honrar a los ancestros y para que el olvido no los envuelva en su velo eterno:

NOMBRES:

Roselena Emperatriz, Doralisa, Benedicto, Ninfa del Carmen, Venilde del Carmen, Cupertina del Carmen, Maclovia, Nectali, Adela, Adelina, Lorenza, Laraluz, Guillermina del Carmen, Antelina del Carmen, Leoncio Valentino, Delia, Rosalbina, Juan de la Rosa, Bellanides, Emelina del Carmen, Olegario, Lorentina, Ramona del Tránsito, María Ercilia, Eladio, Flor María, Orfilia, Fidel de la Cruz, Celestina, Rosendo, José Hilario, Luzmila, Etelvina, Victorino, Alamiro, Matilde Aurora, Abelardo, Fidelina, Olga, Fresia, Rivaldo, Sulema Eugenia, Arístides, Avelino, Abelino, Estelina, Alba de Jesús, Atiliano, Miguelina, Laureano, Bernarda, Concepción, Emilia, Marcelino, Emma, Delicia del Carmen, Nora de Jesús, Cantalicio del Carmen, Cipriano, Herminia, Hermelina, Claudina, Edelmina, Felicinda, Madelina, Betsabé, Diógenes, Mercedes, Lusmira, Orosinbo, Cecilia, Cintia, Eleodoro, Juan de la Cruz, José Hilario, Elda, Nemesio, Sinforosa, Marina, Margarita, Verónica, Regina, Rosita, Irma, Filomena, Amelia, Amalia, Haide, Aide, José Ismael, José Ciro, Lisandro, Herminia ,Vibiana, Heriberto, Violinda del Carmen, Emelina, Erna Rosa, Iris de Jesús, Martina Esperanza, Rosalba, Artemio, Eva del Carmen, Domingo Antonio, Francisco Segundo, Floriana Ana, Tránsito Enrique, Gualdo, Eliana de la Rosa, Priscila, Agustín, Juana de Dios, Kriss, Arsenio del Carmen, María Prosperina, Alba Rosa, José Villa Villa, María Flora, Manuel, Iván, Miguel Antonio, Bernardo Segundo, José Gabino, Deidamia, Isaías, Floridor, Florinda, Corina, Laurentina del Carmen, Nieves, Brijida, Luis Apolinario, Aristide, Demofila, Gertrudis, Alberta, Urieta, Laureano, Salomé, Estelio de Jesús, Berta Elena, Anjel Agustín, Olivia, Rosamel de Jesús, Frant, Nolva del Carmen, Laura Rosa, Bartola del Carmen, Clotilde, Eulogio, Hortelina, Eulogia del Carmen, Uberlinda, Teorinda, Aurora, Renato, Greogorio, Sara de las Rosas, Rosa María, Jose Israel, Jose Lujan, Dalila, Fraulino, Fleminia Rosa, Edecio del Carmen, Adelaida del Carmen, Audolia, Gorja del Carmen, Elcira, Ercilia, Orfelina, José Rosendo, Orietta, Filumena, Delinia, Lastenia, Juana de Dios.


Fotografía: Cementerio de San Fabián de Alico. 
Lorena Romina Ledesma.

Emociones en estampida


Arriban bandadas de loros a comerse el remanente de los manzanares podridos. Florecen lirios blancos, camelias japonesas y los magnolios alzan al cielo su prestancia purpúrea. Duraznos y ciruelos despliegan su carnaval multicolor. Son días de explosión floral, de jilgueros temerarios y emociones en estampida.

Fotografía: "Magnolios", Lorena Ledesma. 

Santuario anarquista


Las bibliotecas son las iglesias de los laicos. Santuario de los anarquistas. Consuelo de filósofos de cantina. Así lo siento cuando observo con solemnidad mi propia biblioteca, pequeña, avejentada, reconstruida, saqueada, abandonada y restaurada tantas veces. Lo que queda de ella es la suma de lo que queda de mi. Hoy no tengo espacio ni dinero para aumentarla, aunque sueño con impulsar una biblioteca de Alejandría en este valle perdido. Sueño con los monarcas de las letras estudiando en los mesones, consultando anaqueles, escribiendo notas. Hologramas técnicamente posibles que acompañen mi soledad plutoniana.

Imagen: Tolstoi en su despacho de Yásnaia Poliana.


La corte de Mo Yan

Dioses y demonios están sentados en el estrado. Debo presentar mis credenciales. Ser sincero. Irme arriba o abajo. O seguir en esta levedad indigna. Mo Yan preside la corte subrogante. Nací dios, señores jurados, pero voy camino de convertirme en rata. Sobrevivo a duras penas. Devuelvo duro cuando me siento atacado. Y en ocasiones paso de largo. No siempre siento ganas de pelear. Mi honor lo atrincheré con argumentos sofisticados. Parchecitos de Foucault, huinchas de embalaje de Zizek, chaleco antiofensas de Onfray, casco protector de Walter Benjamin, lentes oscuros de Nietzsche.
Intenté ser un buen tipo, pero casi nada me salió como lo preví. Las sinuosidades del camino superaban a las rectas. Los asaltantes de expectativas me cogotearon varias veces. 

Demasiado tarde para celebrar


Esta noche, Neil Young. Aun queda la tibieza de un día resplandeciente. Los árboles siguen exhibiendo sus esqueletos grises. La luna se opaca en su adormilamiento menguante. El tarro de café se ha vaciado, aunque le quedan terroncitos resecos en el fondo. El vino se añeja esperando motivos especiales para celebrar, como el florecimiento de los albaricoques o las señales de vida de los castaños que plantamos en mayo. Repasamos la vida temprana de Bukowski. Sus primeros cincuenta años de fracaso. Todo llegó tarde. Y ese fue el mérito, porque lo usual es que el reconocimiento no llegue nunca. Neeli Cherkovski, el biógrafo, rescata "La tragedia de las hojas", poema de esa época misteriosa:


me desperté en medio de la sequedad y los helechos
estaban muertos,
las plantas amarillas como maíz en sus tiestos;
mi mujer se había marchado
y las botellas vacías como cadáveres desangrados
me rodeaban con su inutilidad;
sin embargo seguía brillando el sol,
y la nota de mi casera estaba arrugada en una
amarillez agradable e inofensiva; ahora lo que era
necesario
era un buen comediante, al viejo estilo, un bufón
que bromee sobre el dolor absurdo; el dolor
es absurdo
porque existe, nada más;
me afeité cuidadosamente con una maquinilla vieja
el hombre que había sido joven una vez y
había dicho que era un genio; pero
ésa es la tragedia de las hojas,
de los helechos muertos, de las plantas muertas;
y me dirigí al oscuro vestíbulo
donde estaba la casera
terminante y cargada de maldiciones,
mandándome al infierno,
agitando sus brazos gruesos y sudorosos
y gritando
pidiendo a gritos el alquiler
porque el mundo nos había fallado
a los dos.


Shosha

Acabamos Shosha a las cuatro de la mañana. Fue un momento triste porque nos tuvimos que desprender de una vida paralela en Varsovia. No volveremos a la calle Kroshmalna, al menos en esta obra. Bashevis Singer nos susurró su desesperanza en cien teorías extravagantes. Shosha permaneció niña viendo envejecer la historia. Hitler a la vuelta de la esquina. Stalin en la bocacalle. El fatalismo asesinó los sueños, hizo innecesario crecer, alimentar ilusiones. Al menos la alegría nunca se fue del todo, como el débil parpadeo de un sol agonizante.

Los ancestros


Leo un libro de Enzensberger donde trata a los ateos de dogmáticos. Personalmente lo soy en un sentido expectante, volátil, ansioso de encontrar una nube que me conduzca a un lugar que no sea la nada. A veces pienso en los ancestros, es mi deseo profundo de que ellos estén de alguna forma presentes. Juego con esa idea. Sirvo un vaso extra de vino. Soy respetuoso con sus objetos. Contemplo lo que ellos consideraron útil o bello, sus pequeñas solemnidades, el eco de los truenos, el agua clara que desciende cordillera abajo, los atardeceres naranja, las estrellas viajeras, la templanza del chincol, los libros que no alcanzaron a ser leídos, la sabiduría encuadernada esperando los minutos de libertad que nunca llegaron. 


Invierno tardío

Granizadas intermitentes. Lluvia de  madrugada. La tetera hierve. Preparamos té negro mientras se tuesta la marraqueta. Chirria el queso derretido. El queque de naranja sabe a nostalgia noventera. El viento sur se cuela por las rendijas de la madera vieja. Trabajamos hasta que amanece. Corrección de novelas. Notas periodísticas. Arbitrariedades narrativas. Recreos con Bashevis Singer. Las montañas lucen su albornoz de nieve azulada. Antes de dormir bajamos al río Ñuble. Tatón enloquece de felicidad. Reescribimos la historia caminando sobre la hierba mojada. Las huellas de conejo distraen a Tatón. Disipamos las odiosidades políticas con un buen mate. Oímos el río. Su murmullo enfático nos ayuda a ordenar ideas, a abrir perspectivas. No hay almas a la vista. Grandes charcos reproducen un cielo nuboso. Manchones amarillos alfombran el lodo. El invierno tardío no tuvo compasión con los aromos en flor. 

Lo personal es una inmensidad


Sólo anoche terminé de leer El teatro de Sabbath. Fue como separarme de una segunda vida. Acompañé a Sabbath durante semanas. Contemplamos juntos sus ayeres en el paseo entablado de Jersey, visitamos al centenario tío Pez, escondimos las braguitas de Debbie en el bolsillo, subimos la cuesta del cementerio de Madamaska Falls y hablamos seriamente con los muertos. Cabalgamos con todo el equipaje de su memoria a cuestas y hasta me entrometí en su estropicio mental, en su ausencia de expectativas, en sus perversiones sexuales, en su devastadora soledad y en su último diálogo con Drenka (verdaderamente antológico). Fuimos amorales, desclasados e hijos de puta, y por cierto que todas las puertas estaban cerradas para ambos. Si no te amoldas no serás más que una rabiosa periferia andante. Sabbath no dejó más que malos recuerdos y unos dedos artríticos incapaces de representar una nueva función. Yo al menos persevero sumando letras, arrejuntadera de signos que no siempre expresan algo relevante.

Poco antes de concluir el libro anoté esta frase, quizás por lo precisa o abarcadora:

“No siempre estás libre de todo. Tu mente está en las manos de cuanto existe. Lo personal es una inmensidad, una constelación de detritus que empequeñece a la Vía Láctea.”



Vietnamicidio

El aire sabe a otoño. El paisaje es bruma, es Turner, cerros azulados, humaredas de barbechos. El sol dormita, las parras languidecen y las rosas de marzo ornamentan los jardines marchitos. El sindicato de nubes se estaciona en terreno de nadie, sin derramar lluvia, sin albergar relámpagos ni jilgueros ermitaños ni espíritus de aviones desaparecidos. 

Hace 35 años, en un marzo quizá más frío, cortábamos los álamos más viejos para convertirlos en leña para el invierno y tablas rústicas para nuestro piso. Eran los álamos de nuestros antepasados, tenían huecos que albergaron generaciones de búhos contemplativos, aguiluchos hambrientos y canasteros despistados. Tras el último hachazo caían como solemnes gigantes sobre la hierba reseca. No sentía mayor tristeza, entonces no albergaba recuerdos, mi pasado era un recuento de media hoja. Los álamos desplomados pasaban a ser mi parque de diversiones, mi trinchera selvática ante las hordas vietnamitas.
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