Elucubro sobre las peculiaridades de mi estirpe. A mi árbol genealógico lo envuelve una neblina azul de baja altura. Es poco lo que logra verse más allá de mi mismo. Mis tatarabuelos maternos fueron comerciantes. Murieron jóvenes, asaltados en un camino de Arauco. Mi bisabuela Felicinda Carrasco también murió muy joven, dejando hijos pequeños y a mi abuela Rosa Amalia Silva Carrasco, de apenas cuatro años, medio huérfana de protección y cariño. Mi bisabuelo, Amadeo Silva, fue policía (paco en esos años) en la misma zona del carbón, pero desconozco su principio y su fin.
Mi abuela Rosa Amalia nació en 1925 en la localidad de Bulelco, comuna de Arauco. Tuvo una vida dura de miseria y abuso. Trece hijos, dos matrimonios, intentó sobrevivir dedicándose al comercio, fue comunista de corazón, anti videlista, anti pinochetista, pro nerudiana, allendista, ayudó a muchos perseguidos durante la caza anticomunista de González Videla. Declamadora de poesía, tejedora, gastrónoma, analista política, lectora voraz. Hizo bellas arpilleras y escribió poemas socialistas, de amor y trinchera. Siempre digna, incansable, bien presentada, orgullosa, cabeza en alto. Falleció un caluroso día de enero de 2016, hace justo un año. Fue mi segunda madre. De ella heredé una altivez que muchos no me perdonan. Cierta intransigencia ante la injusticia social, ante las oligarquías abusadoras, y un carácter de hierro que habitualmente pasa desapercibido bajo mi cortesía diplomática.
Sanguíneamente provengo del primer matrimonio de mi abuela. Mi abuelo Wenceslao Zambrano Araneda, militante comunista oriundo de Hualqui, hijo de Agapito Zambrano, fue minero hasta la persecución del 47 y luego comerciante en una tierra salvaje plagada de timadores y asaltantes. Murió joven, en 1955, mi madre tenía cuatro años, pero recuerda su rostro curtido de macho de mil batallas, sus caricias paternales, su voz suave, los rulitos oscuros que ella heredó.
Mi abuelastro Ramón Enrique Ortiz Riquelme, segundo esposo de mi abuela, debo hablar de él, porque representó una poderosa figura paternal en mi vida. Por mimetización de carácter y costumbres, de anhelos, manías y gustos, debo tener mucho de él. Rectitud de conducta, vivacidad intelectual, humor negro, amor por el conocimiento, locura por los libros. Fue un policía respetado. También temido. Atrapó abundantes malhechores, desenmadejó entuertos mafiosos, siguió pistas durante años y décadas como un obcecado sabueso. Coleccionó enemigos peligrosos, pero sus amigos triplicaron en número. Usualmente no éramos muy comunicativos, pero cuando nos encontrábamos hablábamos tanto que el resto del mundo desaparecía de nuestra atención. Lector voraz, autodidacta, desordenado, entendió a muchos filósofos a su santa manera. Me recitaba pasajes de Descartes, de Ortega y Gasset, de Teilhard de Chardin. Apreciaba la sonoridad de Cervantes, las citas de Malraux, el temple de Napoleón, el final de La hora 25. Me respetaba y me hacía sentir su orgullo de que hubiese un escritor en la familia. De alguna forma concordábamos en que los creadores son las verdaderas columnas de la historia. Sabía que a través de mi pluma perduraría la memoria de la familia, del pueblo, de la provincia, del país, de una época. Su enorme biblioteca, construida a base de mucho esfuerzo y de interminables cuotas de funcionario público, tenía más de cinco mil libros, sin contar las revistas y diarios antiguos. Fue la despensa de mi intelecto de infancia. Chismoso biográfico, gustaba de husmear en la vida muy privada de los grandes de la historia, a lo Paul Johnson, y se mataba de la risa. Tal como le sucedía con ciertas ocurrencias de Nicanor Parra. Disfrutaba haciendo huertos, preparar tierras fértiles, precursor del compostaje, alimento casero para el año, y calefacción. Vivía obsesionado por mantener una buena provisión de leña. Permanencias de una mentalidad conformada en la miseria de infancia, en la carencia, en el frío y el hambre. Falleció hace poco más de un año dejando un vacío que no llenaría ni un regimiento de arlequines.
Mis ancestros paternos provienen de Europa. Mi bisabuelo Jorge Bour Monville fue el primero. Vino desde Lyon hasta Puerto Natales, atraído por la fiebre del oro. Alli casó con mi bisabuela Mary Pendleton, originaria de Liverpool, que había arribado por la misma razón. Les fue bien. Mi bisabuelo se convirtió en hombre poderoso, respetado, amasó fortuna, construyó y administró un gran hotel para inmigrantes y viajeros. Estaba en eso cuando se enamoró perdidamente de una española hasta el punto de pegarse un tiro.
Mi abuelo Jorge Bour Pendleton fue hombre sensato, tranquilo, de alta estima moral. Fue policía en el frío Magallanes. Falleció tres meses antes de que mi carta en una botella llegara a manos de los Bour. No alcanzó a saber de mi y ese necesario abrazo solo puede ser literario, ucrónico, imposible.
Mi abuela Ilda Vitto, pues con ella hablamos mucho. Mujer de carácter, bondadosa, temerosa de Dios, preocupada de su pequeña prole en la que me concedió un lugar tan destacado como al resto. Físicamente me parezco mucho a ella, tal como mi hija Abril. Falleció hace un año, casi en paralelo a mis otros abuelos.
Mi padre, Jorge Bour Vitto, vive en Punta Arenas. Tenemos la misma estatura, las mismas manos, el mismo timbre de voz, entre fastasmal y metálico. De joven ganó concursos literarios y estudió química. No hemos hablado lo necesario. Tenemos asuntos pendientes, cariño a la espera, orgullos embotellados en medio del tráfico de la vida. Formó familia en Punta Arenas, tuvo tres hijos, mis hermanos australes. He hablado con dos de ellos. Espero que el tiempo nos alcance para recuperar lo irrecuperable, para abrazarnos y decirnos lo suficiente.
Mi madre está a mi lado. Desde mi separación hemos vuelto a compartir la misma vieja casona familiar. El escenario de mi infancia precordillerana. Los mismos encinos, las mismas cigarras, las mismas luciérnagas en el rosedal. Teresa Zambrano prepara nuevas plantas en vasos de vidrio. Tiene buena mano. Todo le resulta. Las plantas adquieren rápidamente prestancia, vida y color, aroma y frescura. También cocina sabrosos platos, es talibana de las especias. Especialista en carbonadas, cazuelas y chilenitos. Tiene ovejas y gallinas, su gran preocupación. Fardos para el invierno, leña para su estufa, maíz que no falte, tv cable para sus programas favoritos. El resto es dormir, tomar once con sus pocas amigas, y esperar que a sus hijos y nietos les vaya bien en la vida.
Mi padrastro Octavio Muñoz Garrido, campesino y comerciante, criancero de chanchos y chivos, vendedor trashumante, cultivador de chacras, leñador, carbonero. Durante un tiempo llevó el correo al galope hasta Cachapoal, cuando no había camino. Tuvo unas pocas vacas que le robaron desde el fundo Santa Adriana, algunos caballos cenicientos y un tractor de lenta partida. Hombre de manta de castilla y chupalla gastada, esforzado, sufrido, honesto, que no descansó un día de su vida, que siempre caminó cuesta arriba contra la circunstancia y la explotación. De él he escrito bastante, y seguiré escribiendo. Es el padre de mis tres hermanos y la figura paterna de mi infancia. Falleció un soleado día de agosto de 1998.
Mis hijos, Jorge y Abril, y mi nieto Oscar, mis amados delfines, mi perpetuación, por ellos escribo esto, por ellos miro el cielo, las raíces del alerce, los álamos amarillos, por ellos busco un sentido a las estaciones, al tiempo, al universo, a la vida.
Imagen: Mi abuela Rosa Amalia, dando de comer a sus aves de la pasión.