Trainspotting de ayer y hoy


La nostalgia mueve montañas, derriba edificios, hace zancadillas, te ancla, no te permite avizorar lo nuevo, porque siempre vuelves atrás, lo deseas, comparas, bebes el whisky al seco, no por ahora, sino por ayer, por esa marca de fuego que tienes grabada en tu corazón chamuscado, empequeñecido, en tu culo humillado, en tus testículos que no experimentaron nuevos paraísos. Hay circunstancias que se detienen en el tiempo. Que carecen de resolución y futuro. Rincones olvidados para siempre. Criogenia emocional le llamé alguna vez. Los autores clásicos en ediciones baratas, la música de tus primeros bailes, los juguetes que se empolvan y que no te atreves a donarlos. Porque involucraría una lucha encarnizada contigo mismo, con aquel que se resiste a irse. Hace tanto frío esta tarde de mayo. Lorena bebe su Ecco caliente. Tatón no ha salido de su madriguera. Se divisan remolinos de nieve en las cumbres, álamos desnudos anteponiéndose a la niebla, acacios mojados exhibiendo la miseria invernal de sus vainas vacías. 

Trainspotting la vimos en el Normandie a mediados del 97. La calle Tarapacá olía a fritanga de sopaipillas. A chicha de uva manipulada en laboratorio. El huaso Marciel estaba entusiasmado con verla. Tito Cartagena era escéptico frente a esas aventurillas de drogos delincuentes. Zambo Peluca nos marcaba el paso izquierdo, disciplinadamente, como el burlón fiel, bello y sensible que era. A Jeannette le divertía aventurarse al lado oscuro del centro santiaguino. Marcela Erazo nos mantenía con cable a tierra con sus cuidados maternales. Bachito Albornoz tenía incrustada la leyenda de Cioran en el corazón y bebía y bebía porque la vida al fin y al cabo era un provisorio despeñadero. Una segunda leyenda menos glamorosa le adosaba un aura de actor porno, la diuca más grande del campus Juan Gómez Millas. El gigante Aldair nos amparaba financieramente y nos contaba los chistes más obscenos de América del Sur. El Hamlet Coyaiquino perdía las horas oscilando entre el deber y la farra. Bustos solía estar borracho y era fácil arrastrarlo al cine o a cualquier tugurio. Esa noche lo lanzamos a una butaca y se quedó dormido (según nos confidenció Marciel días más tarde, en su bendita curadera le agarró la callampa impunemente) A mi me interesaba la narración, las posibilidades de narrar una historia cualquiera, la conmoción desatada en otros países. Un festín visual con buena música para escarmenarse el pelo y sentir que estabas en onda con intelectualillos comunachos y toda la gama democrática de vagonetas ostentosos. Luego de verla nos fuimos a beber cerveza al 777. Ninguno era drogadicto ni ladrón, pero éramos buenos bebedores, medio santos, medio weones. Nos terminaron echando como siempre.

El Trainspotting del 97 era un chiste. Hoy no lo es. Hoy la veo con tristeza. Mi época se fue por la misma alcantarilla infesta de Mark Renton. Nada fue una maravilla en estos veinte años. Seguimos marcando pasos cada vez más lentos. El sistema nos mordió apenas graduados y nos mantiene arrinconados ante un pitbull de mil cabezas. Quisiéramos creer que las generaciones del XXI harán algo mejor por los demás y por si mismos, que tendrán cojones levantiscos para voltear las cosas, pero las señales no son auspiciosas. Y no es que estemos agobiados ni perdidos. Aun quedan cartuchos algo mojados para reventarlos más allá de nuestras canas. Pero esos muchachos del 97 siguen corriendo frente a nuestras narices. La joda sigue pareciendo eterna. No hay forma de tocarles el hombro para ponerlos sobre aviso. Quizá ni tendría sentido. Mejorar un poco cada vida, hacer un esfuerzo extra hacia la responsabilidad, hacia la empatía colectiva, no habría detenido a Trump, ni a Piñera, ni a Rajoy, ni a Macri, ni a Macron. Los Temer seguirían robando y Siria y Afganistán y cada putísimo peñasco de este planeta seguiría cayendo en picada hacia su inexorable extinción.

El sol y la luna dicen lo suyo


Avanza mayo con patios alfombrados de hojas a medio podrir. La primera luz deja entrever la helada blancuzca sobre la hierba. Los troncos están resbalosos y lo que no alcanzó a congelarse embarra los pies y moja los tobillos. El cielo se torna intensamente azul antes de que el primer rayo solar traspase la cumbre de la montaña más baja.  Las manzanas siguen cayendo. Y las nueces. Y los membrillos. Los remanentes de uva negra son engullidos por los zorzales y las granadas bajas son desmembradas a picotazos por las gallinas. Hay desnudez progresiva de álamos, hojas amarillas planeando su fuga, plataneros imbuidos en Gustav Klimt. El frío matinal entumece manos y mejillas. Se atizan las brasas sobrevivientes de la noche anterior. Tablones húmedos, pinos astillosos, restos de un ciruelo que feneció de vejez o tristeza.
Jueves o viernes. Ocho o nueve de la mañana. Se descarga el celular y los calendarios de las paredes pueden ser de hace dos décadas. El tiempo en la montaña es un asunto sin importancia. El sol y la luna dicen lo suyo y eso basta para empinarse una chupilca que hace corcovear el ánimo. 

Trumpcito


Se nos viene Piñera tan vociferante. Se nos viene la extrema derecha tan callando. Los afilados colmillos de la UDI, el feudalismo RN, el apolillado PRI. No hay desvío que detenga a la locomotora. El prontuario es una anécdota, las imputaciones una fruslería, el amancebamiento con el pinochetismo más duro una necesidad, la mediocridad de su primer mandato un recuerdo difuso.  Su programa, en apariencia, apunta al desmantelamiento de lo poco que se había avanzado en materia social. Desarticulación de la tibia socialdemocracia chilena. Privatización paulatina de educación y salud, concesión de recursos naturales, reforma tributaria pro empresarial, murallones legales a la inmigración. Piñera y sus boys han aprendido de las lecciones que dejó la elección de Trump. Simplificación de propuestas, impostura, gestualidad mussoliniana, fastuoso despliegue de prensa rastrera y tonteras al por mayor que reditúen la imagen de un presidente simpático, cercano y chacotero.

El infierno tan temido

Los campesinos nos levantamos de madrugada y a veces no sabemos qué hacer con ese silencio penumbroso. Calentar el agua en la tetera, aspirar la niebla con aroma a otoño. Hojas marrones de plataneros alfombran el patio. Montoneras de parras, manzanas apenas mordisqueadas por ovejas. Pasa el furgón del panadero, el bus a Concepción, ciclistas obreros. Los perros del camino se van relevando el ladrido.

Ha hervido el agua. Dos cucharadas de café dentro del tazón manchado de siempre. Una cucharada de azúcar. Un sorbo contemplativo. El pan se tuesta hasta chamuscarse. Queda mermelada de ciruela. Desde el ventanal con vaho se divisan nueces caídas, troncos de álamo mojados por el rocío, un vecino que bosteza rumbo a su gallinero.

Segundo sorbo. Abro El infierno tan temido de Onetti. Afuera clarea, pasan funcionarios municipales, técnicos de la hidroeléctrica, estudiantes con su primer cigarro. Tercer sorbo. El tiempo de un campesino empieza a acelerarse, la luz del día no perdona la templanza, el mirar por mirar, menos las páginas de Onetti. Cuarto sorbo y un último párrafo:

"Adivinó su soledad mirándole la barbilla y un botón del chaleco; adivinó que estaba amargado y no vencido, y que necesitaba un desquite y no quería enterarse. Durante muchos domingos le estuvo mirando en la plaza, antes de la función, con cuidadoso cálculo, la cara hosca y apasionada, el sombrero pringoso abandonado en la cabeza, el gran cuerpo indolente que él empezaba a dejar engordar. Pensó en el amor la primera vez que estuvieron solos, o en el deseo, o en el deseo de atenuar con su mano la tristeza del pómulo y la mejilla del hombre. También pensó en la ciudad, en que la única sabiduría posible era la de resignarse a tiempo".




Fiestoca de avispas en el manzanar / Liztor festa sagardian


El valle de San Fabián amaneció neblinoso. Se oyen rumores de truenos cordilleranos. De queltehues exaltados por la probable lluvia de Viernes Santo. El volcán Chillán no ha dejado de fumar. Ráfagas de viento norte voltean cajetillas de castañas y despeinan quiltros somnolientos. Hay fiestoca de avispas temerarias en el manzanar. Hojas de zapallo moribundas por la inclemencia solar de marzo. Suficientes encinas en el suelo como para alimentar las ovejas de un insomne.

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Liztor festa sagardian

San Fabiángo harana laino pean iratzarri da. Mendilerroko trumoien marmarra entzuten da. Ostiral Santuko euri probableagatik aztoratutako queltehueena. Chillán sumendiak ez dio pipatzeari utzi. Ipar haizearen ufakoek gaztaina kaxatxoak iraultzen dituzte eta zakur logaletuen ilea nahasten. Liztor zoroak festan dabiltza sagardian. Zapallo hostoak hilzorian martxoko eguzki errukigabearen kariaz. Lo ezinean den baten ardiak bazkatzeko adina zurbeltz lurrean.

Traducido al euskera por Lander Zurutuza. (8/10/2021)

Gris perlado


El cielo tiene color de lluvia, un gris perlado que se asemeja a la desidia y también a la inteligencia, a las emociones acongojadas sobre una tabla de piratas alcohólicos. Recorro mi huerto, lo que queda de una siembra descuidada, el poco riego, la libertad de crecer y morir con escasa intervención humana. El bosquecillo de tomillos sigue estoico su transición a un abril reseco. Los zapallos crecieron poco, pero se dejan ver entre guías y yuyos, augurando charquicanes humeantes en días lluviosos, estofados de cochayuyo para Semana Santa, sopaipillas amarillas en tiempo de escarcha. Los manchones de orégano vuelven a renacer, tal como las alcachofas y lavandas. El frío tiene su propia corte de renacidos, su primavera invertida.

He descubierto un pequeño castaño entre los maquis. Apios entre los manzanos. Cinco peras primerizas. Hay escaramuzas aéreas entre tiuques y queltehues. Imperialismos emplumados acaparándose el botín de los insectos.

Traslado mi ordenador y mis libros al patio, bajo el parrón de uva negra. La mesa está alfombrada de hojas resecas. Mate tibio. Celular alerta. El viento trae noticias de membrillares maduros, de manzanas agusanadas suicidándose en la hierba. Rameau en los parlantes. Un carpintero cabeza colorada tamborilea el viejo manzano. Los yorkshire corretean de lado a lado como caballería liliputiense. Avanzo en Las ratas de Miguel Delibes. La perrita Fa medio enceguecida de tanto hurgar entre la maleza del arroyo, el Ratero merendando ratas fritas rociadas con vinagre. El mundo a ras de suelo de Delibes bien cabría en San Fabián, entre nuestros comedores de perdices que silban y carraspean para ahuyentar su soledad.

Lucidez nabokoviana


El whisky se inventó para soportar los adioses, para pegar un relincho de gozo ante una fogata crepuscular. La alegría del alcohol es de utilería, de resignación, de amistad transitoria, un dopaje a la futilidad de los días. Habitualmente es lo que está más a mano. Lo contrario es tirarse desde un risco hacia la lucidez nabokoviana. Ver colores inverosímiles y libélulas transparentes, crepitar de hojas otoñales de 1900, asombro ante un dejavú desclasificado de memorias ancestrales, nuestro rostro impasible en el agua de un río que no deja de murmurar.

Las nubes bajas tiñeron el valle de un azul grisáceo. Un silencio corrompido por balidos de ovejas anticipa una probable tormenta cordillerana. Entumidos abejorros de otoño llegan a succionar un planchón de rudbeckias. Es hora de retomar El aroma del tiempo de Byung  Chul Han. Recuperar el ánimo contemplativo es un imperativo en esta época de trenes bala donde casi nadie parece alcanzar a percibir qué y cómo es la vida.

Operando la relojería final


Soy un escritor esencialmente político. Una Corea del Norte armada hasta los dientes de posibilidades narrativas. Aborrezco la derecha y me suelo burlar de la ineptitud de las izquierdas, de casi todas, porque son miles, tal como derecha hay una sola, soez, irracional y feroz. Así es difícil tener compañía, una legión que combata desde una posición parecida, porque no respondo a ningún mando, a ninguna parcialidad, solo apoyo eventualmente, presto mi artillería a una causa cuando la creo justa, y me repliego cuando el enemigo a vencer se ha hecho humo, o ha triunfado. Estar fuera de control es un valor agregado de mi pluma. Al menos así me gusta verme, antes que el vino me entristezca la mirada, o me la aclare, y me exponga una condición humana turbulenta y maldita, donde en lugar de sangre circula mala leche.

Busco los libros de Israel Yehoshua Singer y alguna novedad de su hermano Isaac Bashevis Singer, pero me encuentro con abundantes manuales de costura. De su hermana Hinde Esther Singer, prodigiosa novelista, queda muy poco. Ni siquiera el apellido. Desde hace una década dialogo con la mente de Isaac. De Israel solo conozco Los hermanos Ashkenazi. Y es por eso que llegué a los manuales de costura. Buscando La familia Karnowsky. La operación tiene un resultado inesperado, pues arribo accidentalmente a La rebelión de Joseph Roth, libro hasta hace poco inencontrable. Las ácidas reflexiones de Andreas Pum, ex combatiente a quien el gobierno ha otorgado una condecoración y una licencia para tocar el organillo.

El cóctel de mi mente suele ser explosivo. Un parque de diversiones hecho de despojos, de héroes caídos en desgracia. De payasos de circo pobre apretando sus largas suelas con neoprén. De comienzos y finales amarillentados por el sol de marzo. Me siento bien entre los personajes de Joseph Roth, los atardeceres de Steinbeck, los colores de Nabokov. Y ante pocas personas de mi entorno. Algunos viejos campesinos me estiman y me confían la conducción de sus camionetas, me piden consejo para orientar sus proyectos productivos, me hacen narrarles lo que es una universidad por dentro, y a cambio me convidan una copa de vino de montaña, una chupilca en jarro de porcelana, un durazno de abril. El funcionariado me mira de lejos con adusta sospecha, como potencial amenaza, tal como la ralea pobre de extrema derecha que ya se dispone a fascistear las calles con su abanderado Piñera.

 Avanzan las horas de un sábado infecundo. Las letras boxean con el espejo sin dejar tiempo para maquillar personajes secundarios. Mi ternura sonambular añora abrazos filiales, épocas ruidosas de biberones y espantacucos.  La mitad de mi rostro se asoma desde una cortina púrpura. Ha florecido el cedrón. Mi mano derecha, rugosa y fría, palpa lo que la mirada apenas distingue, una sombra, una ilusión, un recuerdo, mientras la izquierda roza mi barbilla barbuda como interpretando a un dios filósofo aterido de incertidumbre.

Así están las cosas esta fresca tarde de marzo. Las nubes se estacionaron a baja altura. Corre un viento mentiroso de lluvia. Caen membrillos pasmados sobre el poleo reseco. Sé que lo único que tengo de mi lado es mi arbitrariedad para contar las cosas de una manera distinta. Para emboscar por sorpresa como un Pierrot con resorte. Mis neuronas psicodélicas hacen un producto por defecto, como un Chauncey Gardiner operando la relojería final.


El desasosiego de marzo



Marzo trajo consigo el desasosiego. Chile se convulsiona con pequeños escandaletes avivados por la prensa para distraer la atención de la chusma. Todos se suman al baile de humo. La letanía de las televisoras transmitiendo mañana, tarde y noche las andanzas de un pequeño estafador como Garay, mientras el imputado Piñera se esfuma del dedo acusador del populacho y la prontuariada Udi se sacude el polvo y la paja de la deshonra. Un grupo de policías se roba hasta los calzoncillos de la patria y ni amonestación reciben. A una mujer le sacan los ojos y nadie resulta culpable. El show de lágrimas de periodistas y fiscales excusa a psicópatas, ladrones y criminales. La misoginia se adhiere como alquitrán en cada argumento, en cada disquisición, y las víctimas mutan en victimarias. La era del espectáculo nos empieza a hundir en un limbo de inmoralidad, de relativismo, donde las fechorías no se pagan, donde la justicia bosteza inoperancia, la prensa exuda clasismo y la clase política, ciega, sorda y muda por esencia, leva anclas para seguir timoneando a su arbitrio su enorme navío de privilegios.

Niebla de mediodía

Te desvaneces como niebla de mediodía y no has hablado de ti lo suficiente. Has escabullido el gran tema, bailas sobre el ring como un boxeador escurridizo, das informes meteorológicos sin que nadie te lo pida, y no asestas ningún golpe, ni nadie sabe cómo golpearte, porque en el fondo eres una sombra sin sujeto, un payaso fantasmal sin repertorio, tienes el corazón en un lugar extravagante, la ética en un cuarto de violines, la memoria encerrada en un búnker de plomo, te gusta ver brasas encendidas avivadas por soplidos inexactos, chispas imprevisibles de eucalipto seco y pezones erectos de lectora de noticias; te gustaría ser un asceta, tener cornamentas de carnero y hasta morir así, morir simplemente, sin masticar nubes, sentado sobre la roca más alta, donde nadie pueda disuadirte, morir sin mirar abajo ni arriba, sólo al frente, o más bien hacia adentro, muy adentro, donde no hay acceso a servicios de emergencia, donde no hay grifos ni cascadas, sólo una memoria obstinada dentro de un búnker de plomo que se incendia con su cuota de universo.

Fotografía: © Jorge Muzam
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