Revolución de la brisa / Rivoluzione della brezza


Dos tencas ladronas han vuelto a bajar del manzano a robarle galletitas a los perros. A ellos no parece importarles mucho. Echados sobre la hierba, se preocupan más bien de seguir la rutina humana con la mirada.

Escarbo entre viejos cuadernos de notas en busca de textos no publicados, frases sueltas, imágenes literarias que nunca utilicé, autores que apunté en un bar con letra borracha. No todo lo escrito me parece hoy relevante. Muchas letras sólo fueron constancias de pequeñas cicatrices del alma.

Mi habitación da a un jardín poco transitado donde crecen sin mayor cuidado encinos jóvenes, camelias ancianas y manzanos en flor. No hace mucho una solitaria gallina se quedó a vivir allí. Digamos que se autoexilió del resto. Nadie se explicó la razón. Durante el día escarbaba entre las flores buscando su sustento. En la noche dormía sobre un taca-taca abandonado, hasta que le expliqué que eso no me parecía lo más adecuado y la expulsé. Entonces ella se fue a dormir bajo unas rosas dentro del mismo jardín. Con el tiempo formó su nido, empolló, sacó sus crías y hoy deambula como oronda emperatriz por ese territorio que ella considera suyo. Nadie osa acercarse pues su fiereza no desmerece ante un mastín. 

Antes de salir de mi habitación observo todo lo que tengo y no ocupo. Una tele que jamás enciendo, un dvd en el que nunca veo películas, una radio que jamás he sintonizado, un reloj al que nunca he dado cuerda y cientos de libros que nunca han salido de su estantería. Digamos que son meros juguetes de un niño-hombre que ya no juega a nada.

Vuelvo al mesón bajo el parrón y ya no recuerdo lo que iba a hacer. Sólo me siento en la silleta y me quedo contemplando la espesa bruma que difumina las montañas.

Los altares de mi entusiasmo se suelen llenar de telarañas tras su inauguración. Los ánimos se ametrallan mutuamente dejando un final sin protagonistas. Recuerdo haber escrito una carta donde intentaba explicar ciertas circunstancias dolorosas que contribuyeron a disolver mi antigua familia. No buscaba exculpación, al fin y al cabo a un hijo de puta como yo bien poco le importa que lo crucifiquen con desamor y rumores falsos. Pensaba más bien dejarlo como testimonio de mi huracanado paso por este mundo, clarificar los enredos, los malentendidos, las incomprensiones, y a través de esa precisión narrativa contribuir a que otros aclararan su papel en este teatro de la crueldad humana. Iba bien encaminado, al menos hasta la décima línea. Luego me dije, qué diablos, y concluí sin siquiera un punto aparte.

Pero no quería escribir sobre eso. Más bien quería confesar que tengo pensamientos siniestros, hasta asesinos, con los servidores de internet. Hijos de perra que se apropian del aire y te envían mensualmente una factura por 50 dólares por algo que ni siquiera funciona. Creo que necesitamos una pronta y sanguinaria revolución para recuperar la brisa que trae y lleva los mensajes amigos.

Fotografía: Lorena Ledesma

_____________________________________________________


Rivoluzione della brezza / di Jorge Muzam

(Traducción al italiano de Marcela Filippi Plaza)


Due tencas ladre sono scese di nuovo dal melo per rubare biscottini ai cani. Questi non sembrano curarsene molto. Stravaccati sull'erba, si preoccupano piuttosto di seguire il trantran umano con lo sguardo. Frugo tra vecchi quaderni di note in cerca di testi mai pubblicati, frasi sparse, immagini letterarie che non ho mai utilizzato, autori segnati con lettera ubriaca. Non tutto quel che è scritto mi sembra rilevante oggi. Molte cose sono state testimonianze di cicatrici dell’anima. La mia stanza si affaccia su un giardino poco transitato, dove crescono senza molta cura querce giovani, vecchie camelie e meli in fiore. Non molto tempo fa una gallina solitaria rimase a vivere lì. Diciamo che si è autoesiliata da tutto il resto. Nessuno ha saputo mai spiegarselo. Durante il giorno scavava tra i fiori in cerca del suo sostentamento. Di notte dormiva su un biliardino abbandonato, fino a quando le ho spiegato che ciò non sembrava appropriato e la cacciai via. Poi andò a dormire sotto alcune rose nello stesso giardino. Col passare del tempo fece il suo nido, covò, portò in giro la sua figliata, e oggi deambula come un’ imperatrice trionfa in quel territorio che considera pienamente suo. Nessuno osa avvicinarsi poiché la sua ferocia, non è inferiore a quella di un mastino. Prima di lasciare la mia stanza osservo tutto ciò che ho e che non uso. Un televisore che non accendo mai, un DVD in cui non vedo mai film, una radio che non ho mai sintonizzato, un orologio che non ho mai caricato e centinaia di libri che non hanno mai lasciato i loro scaffali. Diciamo che sono meri giocattoli di un bambino-uomo che ormai non gioca più a nulla. Ritorno al banco sotto il pergolato d'uva e non ricordo più quello che stavo per fare. Mi siedo soltanto sulla seggiola e rimango a contemplare la spessa bruma che sfuma le montagne. Gli altari del mio entusiasmo spesso si riempiono dopo la loro inaugurazione. Gli animi si mitragliano a vicenda lasciando un finale senza protagonisti. Ricordo di aver scritto una lettera cercando di spiegare certe circostanze dolorose che hanno contribuito a dissolvere la mia vecchia famiglia. Non cerco discolpe, in fin dei conti a un figlio di puttana come me molto poco importa che lo crocifiggano con indifferenza e false dicerie. Pensavo piuttosto di lasciarlo come una testimonianza del mio passaggio burrascoso in questo mondo, chiarire intrecci, equivoci, incomprensioni, e attraverso quella precisione narrativa contribuire perché altri chiariscano il loro ruolo in questo teatro della crudeltà umana. Ero ben orientato, almeno fino alla decima riga. Poi, mi sono detto, che diamine, e ho concluso senza neanche un punto a capo. Ma io non volevo scrivere su questo. Piuttosto volevo confessare che ho pensieri sinistri, perfino assassini, con i server di Internet. Figli di cagna che si impossessano dell'aria e ti mandano una fattura mensile di 50 dollari per qualcosa che nemmeno funziona. Penso che abbiamo bisogno di una rivoluzione rapida e sanguinaria per recuperare la brezza che porta e recapita i messaggi amichevoli.


Tenca: uccello che vive solo in Cile

Publicado en el blog http://intraduzionisolmar.blogspot.cl/ y en el Facebook de la poeta, editora y traductora Marcela Filippi Plaza. (31/7/2017)

Narrándome / Narrandomi

de/di Jorge Muzam

Más que contar, me cuento. Es mi inclinación afortunada o nefasta, dependiendo del ánimo o la distancia con que se observe. El resto es adherencia, contexto, conjetura. Los colores van por cuenta de Nabokov. Es decir, a él le debo la importancia de ese aspecto narrativo. Y a Rulfo la inmensidad de un mundo hostil e inevitable. A Bukowski cierto cinismo, cierta orfandad de pugilista arrinconado. De Philip Roth intento adquirir su experticia para bucear en el alma compleja. Allí donde la moral o la religión son meras excusas de superficie para sobrevivir o doblegar a otros. De Joseph Roth, el santo bebedor, su ternura para retratar personajes que no encuentran su sitio. De Henry Miller, su chisporroteo nihilista. De Céline su poesía. De Foster Wallace su meticulosidad extravagante. De Joyce, su humor. A Kenzaburo Oé le debo la niebla que palpa los cerros, cierta perplejidad resignada ante el horror y no poca humildad. A Bashevis Singer, la escafandra ciega para respirar en un mundo tan injustamente usual.

___________


Più che raccontare, mi racconto. E’ la mia inclinazione fortunata o nefasta, a seconda dell’animo o della distanza da cui si osservi. Il resto è adesione, contesto, congettura. I colori sono grazie a Nabokov. Vale a dire, è a lui che debbo l’importanza di quell’aspetto narrativo. E a Rulfo, l’immensità di un mondo ostile e inevitabile. A Bukowski un certo cinismo, certa orfanilità da pugile messo all’angolo. Da Philip Roth cerco di acquisire la sua perizia per fare immersioni nell’anima complessa. Lì dove la moralità o la religione sono semplici scuse di superficie per sopravvivere o per piegare gli altri. Da Joseph Roth, il santo bevitore, la sua tenerezza nel ritrarre personaggi che non trovano il loro posto. Da Henry Miller, il suo prorompente nichilismo. Da Céline, la sua poesia. Da Foster Wallace la sua stravagante meticolosità. Da Joyce, il suo umorismo. A Kenzaburo Oé gli debbo la nebbia che palpa le colline, una certa perplessità rassegnata di fronte all’orrore e, non poca umiltà. A Bashevis Singer, il cieco scafandro per respirare in un mondo così ingiustamente usuale.



Traducido al italiano por Marcela Filippi

El visto bueno

Es el tiempo de las encinas, de las mañanas con niebla, de los cerros azulados. Tanto silencio público me ha hecho desaparecer de toda primera plana. Es mejor así. Las letras son bayoneta de plumavit ante las circunstancias que nos aprietan el cuello. Mi opción de escribir para nadie se ha acentuado a la par que contemplo a los gobiernos convertirse en dictaduras. Las palizas a los jóvenes, la violencia oficial naturalizada, los ricos atrincherando fortunas en paraísos fiscales, la prensa lamiéndole el culo a los potentados. Todo lo que diga mal de esta época será cosa muy cierta, así que es mejor ahorrar palabras y dar el visto bueno a las rebeliones venideras. La convención informal del proletariado XXI levanta por abrumadora mayoría el pulgar a la opción guillotina. De seguro no quedará nadie. Ni siquiera nosotros. Es la condición humana la que debe extinguirse.

Los perros se sientan a mi lado, buscan el contacto de mis piernas, una caricia pasajera, a veces se me lanzan al regazo y allí dormitan. Y hasta roncan. Y en sus rostros se aprecia cierta felicidad, la seguridad de sentirse queridos y protegidos, la no conciencia de lo que se puede venir, el desconocimiento del alarmismo noticioso, del odio de clases entre los hombres, del cambio climático acelerado, del inminente apagón del universo...


La batalla de la historia



Hay vida a pesar de Trump. Apogeo de una estación olorosa a membrillo. Ires y venires de hormiguitas humanas que trabajan incansablemente para eternizar su forma de amar y de odiar. 

Los manzanares se retuercen de tan cargados. Hay castañas diseminadas en los patios, a orillas del camino, cajetillas espinosas a medio abrir que se pudrirán con el próximo invierno. Volvemos a cocinar guisos cálidos, lentejas con tomillo. Al mate le agregamos agua más caliente. El oloroso cedrón permanece humedecido con el rocío cordillerano. La estufa arde en la penumbra de una habitación silenciosa. Los libros descansan en la esquina del escritorio. Tobías Wolff tirita por una nueva copa. Se ha descargado el celular. El reloj de la pared anda atrasado.

Los minutos se pasman con las bravuconadas imperialistas expelidas desde el televisor, la radio, los diarios, internet. Imaginamos hongos atómicos asomándose detrás de las montañas, nubes negras cubriéndonos el sol, abejas derribadas, rosas tristes, vacas mugiendo ante un pasto envenenado. Y los niños, todos los niños buscando una explicación ante ese ventanal donde se oscurece el mundo.

Digo que tengo hijos, pareja, amigos, parientes, gente a la que estimo. Considero que no molestamos a nadie y solo queremos vivir tranquilos aportando lo nuestro, contribuyendo a la continuidad de las estaciones, regando el tomatero en época de sequía, tomando las uvas que nos prodiga el otoño, oliendo la flor del castaño. ¿Nos importa el resto? Claro que si. Pero ayudamos con organización, prolijidad, asesoría, presencia, cultivo, construimos bases sólidas basadas en el respeto mutuo, enriquecidas con la diversidad, resistentes para soportar los zapateos de una vida enfiestada.

Pero hay locos que nos quieren dejar sin nuestra paz. Embajadores plenipotenciarios de la codicia humana. Locos que destruyeron Siria, Irak, Afganistán, Líbano, que irán por Corea, Irán o Venezuela. Locos que hace 44 años estropearon mi propio país. Pienso en los niños. En todas partes desearían ir alegremente a un colegio, jugar en las plazas, subirse a los árboles, flirtear con un compañero, tener padres sanos, respetados y fuertes hasta llegar a ser adultos. Pero hay locos que amenazan todo esto. Y ante eso, los viejos, los que ya tenemos parchada el alma, el corazón rugoso de tanto frío cósmico, la mirada haciendo saudade ante la nada, los viejos estandartes de la era sacrificada, no podemos sino ponernos el turbante afgano y rebelarnos con toda la fiereza posible. Nada nos espera por delante más que seguir combatiendo con armas de sombrero de conejo en esta infatigable batalla de la historia.

Licencias literarias


Se anuncian chubascos para el atardecer. Una decoloración de azules y grises ensombrece las montañas. Diminutos jilgueros de pecho verde amarillo picotean las últimas manzanas. La comida libre de los pájaros empieza a escasear en julio. Pasan grandes aviones autografiando el cielo. Seguimos leyendo a Joseph Roth. Tras terminar Fuga sin fin y El triunfo de la belleza hemos buscado el resto de sus novelas. Ya nos falta poco para conseguirlas. Fue una vida breve e intensa. Errancia, miseria, honor y alcoholismo, como Franz Tunda o su santo bebedor. Un pájaro pintado que busca los cimientos de un imperio esfumado. Y entremedio, muletillas risueñas, carcajadas literarias, licencias recreativas que sólo se le perdonan a un gran novelista.

Dibujo: Xulio Formoso

El desastre siempre es desastre


Tengo el pecho oprimido. Un dolor que brota a ratos. Como si estuviera inundado de amargura y mi alcantarilla existencial se estuviese rebasando. Probablemente me muera hoy. No es ningún día especial para morirse. No tengo ningún asunto solucionado. Sería simplemente como declarar la vida en quiebra y dejar todo patas para arriba. 

Un malhumor que no logro controlar me persigue hace días. Hago lo posible para que se disuelva pronto. 

Temo que el rumbo de mis letras me ponga nuevamente en la esquina del ring. Diez mil lauchas del otro lado bien dispuestas con colmillos afilados y babeantes para despedazarme. Metafóricamente ya es así. Me guillotinan con la mirada, con la omisión, con la infamia. Mi pequeño ejército de leales hace fila con el psicoanalista. Honra a todos los budas. No mata una mosca por culpa, rigurosidad ética o exceso de análisis.

Los menesteres ingratos me consumieron la mañana de este último sábado de junio. Secar un poco de leña para resistir la lluvia. Procurar que la casa no se convierta en un barco a la deriva. La gata captó mis malas pulgas y me arañó un dedo. Apenas quedó tiempo para un mate con romero. Intenté leer una crónica de Roberto Merino, pero la agónica luz invernal me permitió avanzar diez líneas. Tatón quiso echarse en mis piernas pero desistió ante mi indiferencia. Busqué una medicina, la usual, una aria de Mozart, Regula Mühlemann. Leve mejoría. Luego Julia Lezhneva interpretando arias de Händel. Ese fue mi puente a una nueva salvación. Pensé que moriría esta tarde. Ya no estoy tan seguro. 

Leo a Richard Burton y a Robert Burton, la melancolía afuera y adentro. El mundo entero para buscar el sentido de si mismo. Las serranías de lo innombrable, la peculiaridad, la unicidad, la alegría como motor incombustible de esa búsqueda, y a ratos... y a ratos... la falta de combustible en medio del más grande de todos los desiertos, allá donde no llegan noticias ni del más precavido dios. Y mis letras, cada día más encapsuladas, desguarnecidas de alegría, de organigrama, fieras de hartazgo, diría moribundas, como una vela encendida que resiste el paso de un ventarrón a través de un ventanal sin vidrios.

No hay razón para estar así. No particularmente hoy. El desastre siempre es desastre. 

Imagen: Evard Munch



El santo bebedor


Café amargo para espabilar el alba. Comenzamos leyendo a Thomas de Quincey. Del asesinato considerado como una de las bellas artes. El prologuista lo emparenta con Una modesta proposición, de Jonathan Swift, donde se plantea la necesidad de comerse a los niños pobres irlandeses para solucionar los apremiantes problemas demográficos. Las sociedades adictas a lo extraño y morboso, descritas por Quincey, me recordaron a Eduardo Molaro, autor del ingenioso Atlas Desmemoriado del Partido de Lanús, donde las sociedades extravagantes, la solidaridad y las trompadas andan a la orden del día.

La mañana sigue envuelta en llovizna. No se alcanzan a divisar las montañas. Miro el jardin desde la ventana y me pregunto por qué hay tantos colores de rosas. Carezco de respuesta. Me faltan conocimientos para describir sus variedades, sus mestizajes. Predominan los tonos rosado, amarillo y rojo. Pero también las hay fuccia, naranja, magenta, violeta y burdeo. Abro el archivo de Chéjov. “Aniuta” acepta su destino con resignación, tal como la institutriz de “Poquita Cosa”. Personajes anónimos, desechables, habitualmente morenos, al servicio de los que creen escalar en la historia.

Culminamos la mañana con La leyenda del santo bebedor, de Joseph Roth. El clochard Andreas tiene dificultades para devolver los 200 francos a Santa Teresa. Sabe que lo hará. Es un hombre de honor, tal como su autor. Nos conmueve el anexo a la obra. Un viejo amigo de Roth, Hermann Kesten, crítico literario y novelista, lo describe en una obra posterior. Dice que solían escribir juntos en un café parisino. Que en las mañanas, mientras escribía, Roth estaba sobrio, y en las noches y madrugadas, siempre borracho. Luego, la última vez, Roth le leyó la recién terminada Leyenda del santo bebedor. “¿No es divertida?”, repetía en cada pausa. Prosigue Kesten: “Con su encantadora e irreprochable cortesía, Roth se puso en pie, me acompañó hasta la puerta del café, ya vacío y me dio la mano. El cuerpo estaba algo encorvado, un poco vacilante, la sonrisa empapada de melancólica inteligencia, y los ojos azules cansados y nublados, el bigotito rubio y las hermosas manos, la voz ya ronca y tan cordial... El escritor que me gustaba hasta en las cosas más circunstanciales y cuya voz poética conocía en cada una de sus cadencias... Se le veía tan inderrumbable, tan duradera y afectuosamente habitual, pese a todas las huellas del dolor, como la propia buena, dulce y querida vida:

Pronto le telefonearé, volvió a decir…” (Dos semanas más tarde Roth falleció)

Jack London y el silencio


Año 2073. Un anciano andrajoso y su nieto de doce años caminan por el sendero que alguna vez fue una bulliciosa carretera. Se cruzan con un oso y deben darle la pasada. El chico caza un conejo. El viejo anhela comer congrejos con mayonesa. En el deambular se encuentran con otros dos pequeños cazadores. Una pandemia de peste escarlata, también llamada la Muerte Roja, diezmó a la población en el año 2013, y él anciano es el único sobreviviente de aquellos años, el único que recuerda esa época de oro: 

–¿Sabéis, hijos míos, sabéis que yo he visto estas orillas hirviendo de vida? Aquí se apretujaban cada do­mingo hombres, mujeres y niños. En vez de osos a la espera de devorarlos, había allá arriba, en la cima del acantilado, un magnífico restaurante donde uno en­contraba todo lo que quería comer. Vivían entonces en San Francisco cuatro millones de personas. Y ahora, en todo el territorio, no quedan ni cuarenta.

Fue rápido y silencioso. La gente simplemente murió y todo quedó abandonado. El anciano llegó a pensar que era el único ser humano vivo en todo el planeta. Comió lo que pudo. A veces enlatados, despensas que no volverían a ser abiertas. Con los años la naturaleza fue recuperando el espacio perdido. Las enredaderas engulleron plazas y edificios, los animales salvajes impusieron su rugido. Caminó durante años evitando las ciudades, los cadáveres, las fieras, antes de encontrar a otro hombre. Al verlo se largó a llorar y quiso abrazarlo, pero ese otro sobreviviente era un ser despreciable. El anciano parlotea mientras acompaña a los muchachos. Intenta recrear ese mundo donde él era un profesor de literatura inglesa. Habla de valores, de formas de buena convivencia y de la abundancia de esa civilización extinta. Pero sus palabras retumban en las mentes embrutecidas de los pequeños cazadores como un indescifrable diccionario extranjero. De cualquier forma no es mucho lo que puede aportar. Solo sabe de poesía:

Hemos caído muy abajo, desesperadamente muy abajo. ¡Ojalá hubiera sobrevivido algún científico, algún físico o químico! ¡Qué preciosa ayuda sería para nosotros! Pero no fue así, y hemos olvidado toda la ciencia. 

La peste escarlata, escrita por Jack London en 1912, es la desesperanzadora mirada de un futuro cercano dominado por los magnates del capitalismo. Son ellos los que direccionan y resuelven, son ellos los que exprimen a la especie humana hasta hacerla expirar. Pero tal como las ratas, entre los hombres siempre hay unos pocos fuertes que sobreviven para que todo vuelva a empezar. Circulo vicioso que alcanzará una nueva cúspide en algunos cientos de miles de años, solo para volver a autodestruirse en una prosecución inacabable.

Más allá de las dunas de la orilla pálida y desolada, donde relinchaban los caballos y venían a morir las olas, los leones marinos seguían arrastrándose en las negras rocas marinas, o retozaban entre las olas, emi­tiendo mugidos de batalla o de amor, el viejo canto de las primeras edades del Mundo.. 

Esas bellas voces disonantes

Estos días de confinamiento nos hemos intoxicado de información. Hay tanto que leer que escribir suena a despropósito... 

Hoy pretendo seguir con Jack London. Me gusta el aire libre literario. El hombre sobreviviendo como lobo flaco en medio de su misma especie.

Leo una columna de Fernando Vallejo en El Espectador donde arremete contra los confinamientos totales decretados por los Estados. Saca a relucir su armadura de biólogo para subvalorar los porcentajes oficiales. Vallejo asegura que casi todos somos portadores de ese y probablemente otros tantos virus. Yo le agregaría el de la idiotez. Conozco algo de historia y la verdad es que nunca supe de gobiernos tan pelotudos como los actuales. La improvisación desesperada, la jugada mañosa para sacar provecho político de cada drama, el legislar con pantalones abajo ante el gran empresariado, la obcecación en proteger un sistema basado en la más vergonzosa desigualdad, el olvido por ignorancia o desdén de las formas que nos permitieron vivir durante millones de años. Cada detalle en la sabiduría de nuestros ancestros fue pulido durante cientos y miles de años, precisamente para sobrevivir a toda calamidad.

El colombiano me alegra la mañana, aunque poco concuerde con sus posturas. Esas bellas voces disonantes que estremecen o molestan al pensamiento normalizado. Cómo no querer a los Vallejo de la historia. La condición humana tiene para el día que le pidan.

Los días pasan...


He ido perdiendo el escaso placer que me deparaba publicar mis sucesivos textos. Desconozco las implicancias de la situación. Como un sol que se apaga por cierre de temporada. Un ego desarmado que se hunde en el río Ñuble con un paraguas azul. Solo se que hoy prefiero escribir en mi Diario de una rata soldado. Ese blog desprovisto de lectores. Mi confidente silencioso, que no masculla, que no sugiere, que no resuelve ni me halaga ni me ataca.

Voy levemente incómodo sentado en un proceso de tercera clase. Hay temas que ni al diario puedo contarle. La vida depara numerosas CIAS, FBIS y STASIS que seguirán atentas a tu espectáculo, esperando nuevas caídas, anotando perspicaces cada posibilidad que aumente la causa de tu condena.

Lo otro, lo anterior, el reguero de letras enfiestadas o malheridas, parece una simple letanía que quedó en el camino. La mayoría en mis blogs, escasamente actualizados. La ultima columna que conservo en Estados Unidos, y a la que envío artículos tarde, mal y nunca. Los amigos bolivianos de Inmediaciones con los que estoy en deuda culposa.

Los días se sobreponen sin demasiada decencia. La niebla de la tarde tiene esencias de bomba lacrimógena, pinceladas de gas mostaza, escenificación de Stanley Kubrick. Derechas criminales. Izquierdas pelotudas. Los bolsonaros y piñeras fueron enaltecidos por la condición humana, y frente a eso no queda mucho por hacer. ¿Qué caperucismo se le contará a los niños venideros? 
Creative Commons License
Cuadernos de la Ira de Jorge Muzam is licensed under a Creative Commons Attribution-NonCommercial-NoDerivs 3.0 Unported License.